Escribir es esconderse
Escribir desde y sobre el cuerpo, ocultándolo: Susan Sontag (1933-2004) se debatió en esa paradoja a lo largo de su vida. Desde sus primeros recuerdos infantiles como Sue Rosenblatt, en el seno de una familia judía, pasando por los años formativos y asombrosos en Berkeley, de la mano de Harriet Sohmers, hasta la época posterior marcada por sus relaciones, entre otras personas, con Philip Rieff, María Irene Fornés o Roger Straus, Sontag asumió que el cuerpo y la experiencia del cuerpo eran dos cosas distintas, atadas apenas por un hilo invisible. “Siempre me ha gustado fingir que mi cuerpo no está presente”, anotó con elocuencia en una de las entradas de su diario, la misma elocuencia con que escribió y con que opinó en televisión y periódicos sobre temas de muy variada índole. Y con esa elocuencia concluyó: por ello “hago todas estas cosas (montar a caballo, tener relaciones sexuales, etcétera) [como si yo estuviera siempre] al margen de él”. Ordenada cronológicamente, Sontag. Vida y obra, la biografía que Benjamin Moser (Houston, 1976) publicó en el 2019 y que obtuvo, entre otros, el premio Pulitzer, construye a la ensayista con base en una serie de anécdotas que subrayan la existencia y preeminencia de su cuerpo. De acuerdo con el biógrafo, para Sontag el cuerpo era, sobre todo, la “sede del dolor”, de ese dolor que, silencioso y quedo, se alojó allí desde que supo que no le interesaba ninguna “relación física” con hombres y que, sin embargo, tuvo; hasta la desesperación, quizás la rabia y sin duda la tristeza de ver su cuerpo acechado por el cáncer que, finalmente, el 28 de diciembre de 2004, acabó con ella. Esta biografía, que también se ganó el adjetivo de monumental, inicia con los primeros años de Susan Sontag arropada por su familia: su hermana Judith, quien quería que se pareciera a ella, que gustara como ella de las mismas cosas, y, desde luego, sus padres, Mildred Jacobson, de ascendencia armenia, vanidosa y sofisticada como actriz de Hollywood, y Jack Rosenblatt, judío pobre en ascenso gracias a su talento para los negocios. En esos primeros años ocurrió el evento más significativo de su vida, que la marcó por completo: cuando estaba a punto de cumplir cinco años, Susan perdió a su padre, que murió de tuberculosis en un hospital alemán establecido en China. Pero no lo supo. No en ese momento. Su madre guardó el secreto por varios meses hasta olvidar el lugar exacto en que lo enterraron. Sin un cuerpo que llorar, ni una tumba a donde acudir, Sontag asumió la muerte de su padre como se asumen esas cosas en la infancia: haciendo como si se olvidara, llevándola, triste, silenciosamente, sobre el cuerpo y sobre la experiencia del cuerpo, como una herida siempre abierta, discreta y diminuta. Siendo adulta, la escritora estadounidense buscó una vez más la tumba de su padre, sin poder hallarla. Para su madre, la omisión de detalles como ése era tan sólo una muestra de cortesía: La verdad sería necesariamente dolorosa, pensaba. Como sugiere Benjamin Moser, esta encrucijada es clave para entender y pensar a la escritora. La desaparición del padre se convertiría tanto en un motivo literario como en un fantasma que la acecharía con la cotidianidad y la feroz insistencia con que acechan esos fantasmas. Tras años de vivir junto a su madre, mujer a quien amaba y odiaba por igual, Sontag incorporó las mentiras como parte de su sistema. Para la escritora, sin embargo, la mentira, esas mentiras, no tenía nada que ver con tacto sino con sobrevivencia. Ella mintió para sobrevivir en un medio racista, clasista y misógino como pocos: el campo minado de la literatura. Por eso mentía con respecto a sus orígenes. A veces identificándose con la clase trabajadora; y algunas otras, con la burguesía estadounidense. Por eso, ocasionalmente, se presentaba como judía, aunque su relación con ese pueblo fuera conflictiva y ambivalente, como testifican sus notas sobre Israel. Y por eso, no queda duda, casi siempre utilizó otro nombre. En cuanto dejó el de Sue Rosenblatt, desmárcandose de su padre, Sontag subrayó que sólo debía sumisión y fidelidad a ella misma, a su persona, a sus ideas. Alejado de su familia, el nombre de Susan Sontag la acercaba a sus modelos a seguir; entre ellos Marie Curie, la científica que en dos ocasiones y en dos campos distintos ganó el premio Nobel, y Fantine, la mujer que, en Los miserables de Victor Hugo, se ve obligada a vender tanto su cabello como sus dientes para mantener a su hijo. Gracias a Curie, Sontag deseó estudiar una carrera universitaria, en ciencias, y ganar un premio tan importante como el Nobel, sin reparar en la violencia estructural y patriarcal con que operaban —operan todavía— esas instituciones. Y aunque se decantó por las humanidades, siempre en el cruce entre arte, literatura y filosofía, la ensayista siguió a cabalidad las enseñanzas de Curie: durante toda su vida escribió participando de los debates intelectuales más importantes de la época, a través de medios como el Partisan Review, y escribió artículos y libros, como El sida y sus metáforas o Ante el dolor de los demás, que servirían para desnaturalizar la mirada sobre el presente.
Educado en uno de los recintos académicos más prestigiosos de Estados Unidos, la Universidad de Brown, Benjamin Moser ha dedicado los últimos años a revisar exhaustivamente la vida de dos escritoras judías, hijas de migrantes, con temperamentos sin duda opuestos. En Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector muestra a una escritora enigmática y misteriosa, tan misteriosa que llegó a creerse que su nombre era un pseudónimo. A diferencia de Sontag, Clarice Lispector era callada, como le declararía en 1961 a un entrevistador fallido. Pero Sontag hablaba, se lucía y hacía gala de sus análisis finos e incisivos, de su temperamento feroz y de su seguridad, que no se rompía ni deshacía con nada. Gracias a esa crispada inteligencia, la autora estadounidense sobresalió desde muy chica, como estudiante de secundaria, y más adelante también como estudiante de la rigurosa Universidad de Chicago. Sin embargo, quizás debido al espíritu competitivo y patriarcal en el campo, no pocas veces temió ser “una mentirosa”, “una impostora”, “un fraude”. Por ello, en 1948 escribió un epitafio posible en una de sus libretas:
Aquí (re)posa (en vida no hizo más que posar) Susan Sontag
Escrita a partir de una lectura cuidadosa de diarios, de archivos personales y de 600 entrevistas con personas que la conocieron, la biografía de Moser retrata a una Sontag famosa, en efecto, cercana a círculos intelectuales, artísticos y políticos en los que se encontraban el escritor William Styron, por ejemplo, y la enigmática Jacqueline Kennedy. Y el biógrafo la retrata, sin duda, como una escritora que posa, por igual, para fotografías utilizadas en los forros de sus libros o en revistas de moda y sociales. Aunque fue una de las intelectuales más retratadas en el siglo XX, Sontag creyó que la fama podría ser peligrosa, como una bestia sin domesticarse. Torpe, fiera, vengativa. Dicha fama, pensaba, podría reducir a la persona a una imagen de sí misma, a un estereotipo. Desde mi punto de vista, esto es lo que consigue la biografía del escritor originario de Houston al retratar a una escritora atormentada por sus traumas infantiles; al producir una instantánea de la misma escritora modelada por el alcoholismo de su madre; y al reproducir una imagen de un cuerpo enfermizo y frágil, asolado por el asma y por sus problemas familiares. Y a estas instantáneas, generadas con precisión y detalle, se suman otras: la representación de la mujer “guapa” o “muy guapa”, como la describen los entrevistados; el retrato de la escritora angustiada por el deseo y la culpa por otras mujeres y, sin duda, la imagen de una mujer que no posa sino que es expuesta, descuidada y se desnuda por completo frente la mirada ajena. En esta imagen, Susan Sontag, parafraseando al historiador del arte Georges Didi-Huberman, está expuesta a desaparecer. Desaparece. Se convierte en lo que ella misma temía: una imagen, una metáfora, un cliché de sí misma, evocando aquella nota adolescente de 1948: “Todo lo que digo, lo hago con la sensación de que está siendo grabado. Todo lo que hago es objeto de escrutinio”.
Anagrama, Barcelona, 2020
Imagen de portada: Juan Fernando Bastos, Retrato de Susan Sontag, 2009. Gay & Lesbian Review CC