Uno de los modernos apetitos críticos, que vemos reflejado cotidianamente en los comentarios profesionales y amateur que se vierten sobre las obras de ficción, ya sea ésta literaria, cinematográfica o televisiva (y que se extiende de modo veloz a los cómics e incluso a los videojuegos), quiere, y a veces exige, que los personajes que habitan las diferentes historias sean ejemplares prototípicos o al menos fácilmente identificables, en sus características principales y hasta secundarias, con la clase social, el género, el colectivo sexual, la etnia y la generación que su autor les atribuye. En especial aquellos que pertenecen a grupos que se encuentran en los reflectores de la discusión pública (y no por casualidad, ya que estamos en un punto en que uno de los principales debates en el Occidente del mundo tiene que ver directamente con la persistencia de las discriminaciones y violencias que sufren mujeres, gays, migrantes, etcétera y esto, hay que repetirlo, es necesario). La idea que subyace al reclamo es que un personaje que violente de manera flagrante alguna o varias características que se piensan como fatales para el grupo al que pertenece “traiciona” o “falsea” la historia en cuestión. Y se llega más allá: se piensa y postula que un personaje femenino, o gay, o latino o afroamericano, contrae ciertas obligaciones. Y se espera que sea activamente consciente (se suele usar la palabra “positivo” y la frase entera es “que muestre un comportamiento positivo”) de los reclamos sociales del grupo al que pertenece y, en casos radicales pero no remotos, que los abandere. Esto lleva a algunas confusiones. Se habla, por ejemplo, del mérito o no de una actriz indígena que representa el papel de una sirvienta a la luz de qué tan clásicamente indígenas le parezcan al comentarista las acciones y reacciones de su personaje. ¿Pero es que existe algo como un comportamiento típica y excluyentemente indígena? ¿O de todas las trabajadoras domésticas? ¿O de todas las jóvenes de tal edad y clase social? ¿No es la ficción también, acaso, un espacio para la imaginación, para la excepcionalidad, para todo aquello que no puede ser rastreado, medido y pesado por los científicos sociales o los periodistas? ¿Existía, antes de Kafka, la plena conciencia del individuo abrumado por la arbitrariedad de la burocracia y el poder, y entonces Kafka sólo hizo naturalismo? ¿No es don Quijote, en su idealismo e ilustrada locura, un inclasificable, alguien imposible de describir como un manchego típico del siglo XVI? (y espero que no salte algún orate a decirme que sí, que los manchegos del XVI iban todos ataviados con bacías en la cabeza y sintiéndose andantes caballeros). ¿Cada señora melancólica de la Inglaterra de principios del siglo XX era un alma gemela de Mrs. Dalloway? Pues en nuestro entorno, aquí y ahora, al hablar de Roma (que es la cinta ya mencionada, lo sabemos todos, y en la que actúa la indígena Yalitza Aparicio) se llega a criticar, por ejemplo, la pasividad y abnegación del personaje, que está dejando a cada minuto la oportunidad de declarar (y encabezar, hemos de suponer) una revuelta social, como si el espacio de la ficción fuera, en efecto, la realidad y Roma no se tratara, ante todo, de una construcción estética. Las lecturas del arte desde la crítica social y la política pueden dar como resultado visiones más agudas de las obras, sin duda. Pero el intento de imponerles a los artistas de la ficción y a sus personajes códigos de comportamiento (y que nadie diga que la crítica no es un intento de imposición y recomposición de las obras criticadas y, de suyo, un mecanismo de vigilancia y control) desvirtúa la principal característica de la ficción, una que se sabe hasta Perogrullo: parecerlo, sí, pero no ser real.
Imagen de portada: Grabado de Charles Le Brun, Eight Eyes, ca. s. XVII. Wellcome Collection CC.