Todos, sin excepción, hemos estado enfermos, y creemos saber a la perfección lo que es estar sano o estar enfermo. La diferencia nos parece de tal obviedad que, en la opinión general, detenerse a considerar posibles sutilezas entre estos dos estados es perder el tiempo. Sin embargo, con el concepto de enfermedad sucede lo que san Agustín dice en sus Confesiones que le ocurría con el concepto de tiempo; es decir, que mientras no pensaba en el asunto, estaba seguro de saber qué cosa es, pero si alguien le hacía la pregunta “¿qué es el tiempo?”, entonces se daba cuenta de que nada sabía: no podía articular la más mínima respuesta. Así sucede con el concepto de enfermedad. Nos sentimos mal, y creemos tener un conocimiento “íntimo” del padecimiento; desaparece el malestar y decimos que “salud es la ausencia de enfermedad” o alguna otra trivialidad semejante; pero en cuanto inquirimos cuáles son las razones que sustentan estos pareceres ya no sabemos qué decir ni qué pensar.
¿Consultamos el diccionario? Desgraciadamente, sus definiciones, tan galanas por costumbre, cojean en cuanto se adentran en el terreno filosófico, y su forma de renguear es la circularidad. Definen “enfermedad” como una “alteración de la salud”. Buscamos entonces el significado de “salud” y encontramos “ausencia de enfermedad”. Caemos en el proverbial círculo vicioso, que es el pecado original de los diccionarios. Pero no siempre es así. El monumental Oxford English Dictionary define aquella palabra como “condición del cuerpo, o de alguna parte u órgano del cuerpo, cuyas funciones están perturbadas o trastornadas; una condición física mórbida”.
Muchos autores han definido la “enfermedad”, cada uno enfatizando los aspectos del definiendum que ha juzgado pertinentes. El lector interesado puede consultar el último capítulo de la obra del ilustre patólogo mexicano Ruy Pérez Tamayo (1924-2022), El concepto de enfermedad;1 a mi juicio, de lo mejor que se ha escrito en español sobre el tema. El gran erudito y médico español Pedro Laín Entralgo (1908-2001) publicó numerosos textos de prosa exquisita y recia filosofía sobre salud y enfermedad, aunque algunos se resienten por la fecha en que fueron escritos o por el inevitable carácter abstruso del enfoque.2 Pérez Tamayo, en cambio, analiza las definiciones biomédicas teniendo en cuenta las discusiones más recientes en la literatura especializada y expone los puntos de vista de manera lúcida y accesible.
Si aceptamos que toda enfermedad implica “un desarreglo en las funciones de alguna parte del cuerpo”, es claro que la medicina tiene el papel cantante en la definición de este concepto. Y, dentro de la medicina, le toca al patólogo explicar las bases teóricas del concepto, dado que la patología es, por definición, “el estudio de las enfermedades”. Más precisamente: “la rama de la medicina que estudia la naturaleza esencial de la enfermedad, en especial los cambios estructurales y funcionales en los órganos y tejidos del cuerpo que causan o son causados por enfermedad”.3
¿Cómo se enseña esta disciplina —la patología— a los estudiantes? Es tradicional dividirla en dos campos: patología general (o “básica”) y patología sistémica. Esta última estudia las alteraciones de los distintos órganos durante las enfermedades (qué le pasa al hígado en la cirrosis; qué al pulmón en la neumonía; al corazón en el infarto, etcétera). Aquella, en contraste, estudia las reacciones de células y tejidos ante las condiciones y estímulos anormales propios de la enfermedad. En otras palabras, la patología general investiga las respuestas tisulares y celulares comunes a todas las enfermedades. Este enfoque “básico” deriva de la obra del gran científico y estadista alemán Rudolf Virchow (1821-1902), quien aplicó la teoría celular, de inmensa importancia, a su labor: reconoció que la unidad más pequeña de los seres vivos es la célula. Por tanto, la base de toda enfermedad es el daño —la lesión— que sufre esta unidad. A más de ciento veinte años de su muerte, tanto la patología clínica4 como la experimental se hallan firmemente cimentadas en la patología celular de Virchow.
Hasta este punto, no vemos inconveniente en aceptar que la definición de enfermedad en medicina denota una anormalidad del cuerpo, la cual puede ser físico-química o anatómica, es decir, funcional o estructural, pero es siempre alteración corporal (patología somática) y es en general indeseable. Pero aquí empiezan las dificultades. Muchos y excelentes son los libros de texto sobre patología. Los médicos de mi generación recordarán algunos todavía en uso, conocidos por el nombre del editor o el principal autor: “el Boyd”, “el Robbins”, “el Ramzi Cotran”, etc. Ninguno de estos magnos tratados, admirables dechados de información, describe la depresión aguda. El paciente afectado por este mal no come, pierde peso, descuida su trabajo; muchas veces no tiene ánimo ni para levantarse de su cama: yace ahí, sin cuidar de su propia persona. ¿Quién, habiendo visto un caso, puede dudar que la depresión aguda es una enfermedad? Pero los textos de patología no mencionan la depresión (ni la esquizofrenia ni casi ninguna de las entidades listadas en el conocido manual DSM5 de psiquiatría). Las enfermedades mentales, careciendo de una anormalidad demostrable en el cuerpo, no satisfacen los requisitos que exige la definición médica. Luego, las enfermedades mentales ¡no son enfermedades!, o más bien dicho, no lo son según el paradigma tradicional, fundado en la patología celular virchowiana.
Esta paradójica situación suscitó una línea de pensamiento sorprendente —y escandalosa para la psiquiatría “oficial”— por parte del psiquiatra húngaro-americano Thomas Szasz (1920-2012). Inspirándose en los trabajos de fundadores de la psiquiatría moderna, como Emil Kraepelin (1856-1926) y Ernst von Feuchtersleben (1806-1849) —quienes opinaban que, en rigor, no puede decirse que la mente se enferme, pues es algo no físico, impalpable e intangible—, Szasz afirmó que no existen las enfermedades mentales, que estas son “un mito”6 y los enfermos mentales son “personas discapacitadas (disabled) por la vida” (mas no enfermos), y que solo se habla de enfermedad mental como “una metáfora”. Desde esta perspectiva, los padecimientos mentales son considerados como pertenecientes a la retórica y a la ley, no a la medicina o a la ciencia.
De nada vale decir que la mente “está” en el cerebro, o que es “producida” por el cerebro. Si así fuese, las enfermedades mentales, hablando en sentido estricto, deberían llamarse “enfermedades cerebrales” y clasificarse junto a padecimientos tales como la esclerosis múltiple o la demencia por neurosífilis. El renombrado médico francés Pierre-Jean-Georges Cabanis (1757-1808) decía que “el cerebro secreta pensamiento como el hígado secreta bilis”. El neerlandés Jakob Moleschott (1822-1893) bajó el aforismo a empellones hacia la pelvis, diciendo que “el cerebro secreta pensamiento como el riñón secreta [sic] orina”.7 ¡Extraños asertos! ¿Cómo puede secretarse la mente, siendo algo inmaterial, no físico? Y sin embargo, hay quien los toma muy en serio…
Una venerable tradición impulsada por neuropsiquiatras germánicos del siglo decimonónico, como Wilhelm Griesinger (1817-1868), Theodor Meynert (1833-1892), Carl Wernicke (1848-1905) y otros, sostenía, al decir de Griesinger, que “los así llamados ‘enfermos mentales’ son en realidad individuos con padecimientos de los nervios y del cerebro”.8 La tradición continuó en el siglo XX con Karl Kleist (1879-1960; discípulo de Wernicke) y Karl Leonhard (1904-1988; a su vez discípulo de Kleist). Estos eminentes psiquiatras estudiaban patología (el vienés Meynert bien podía pasar por neuropatólogo; los otros no le iban a la zaga), neurología clínica y psiquiatría como disciplinas interconectadas, sin una clara demarcación entre ellas. Esto hizo pensar que una “psiquiatría biológica” explicaría los desquiciamientos mentales con base en la patología cerebral, la Gehirnpathologie (Gehirn es cerebro, en alemán). Pero no fue así. Sin negar las valiosas contribuciones de la pléyade germánica, el doctor Héctor Pérez-Rincón, cultísimo neuropsiquiatra mexicano, dice con ironía que esos esfuerzos llevaron más bien a la Gehirnmythologie.9 ¡Otra vez el mito!
El hecho es que hasta hoy no hay ninguna evidencia científica de que todas las enfermedades mentales involucren una alteración (funcional o estructural) en el cerebro que las reconcilie con la paradigmática definición médica de enfermedad; proponer tal cosa no pasa de ser un postulado, y nada más. Decir que “seguramente” hay lesiones cerebrales, pero que los recursos tecnológicos actuales no son tan finos como para detectarlas, es un supuesto que carece por completo de apoyo en hechos objetivos y verificables; es, por ende, profundamente anticientífico.
Hay pacientes diagnosticados al principio como enfermos mentales y en quienes más tarde se descubre una lesión orgánica, por ejemplo, un tumor cerebral. Szasz replicó que esta contingencia no es un argumento en contra de su tesis sobre las enfermedades mentales como artificios metafóricos; al contrario, dijo, la refuerza. Descubrir un tumor en quien creía ser un enfermo mental significa que un médico cometió un error de diagnóstico, al pensar en una enfermedad mental cuando se trataba de una enfermedad somática, orgánica, física. Un error clínico de ninguna manera prueba que las enfermedades mentales sean todas formas de la enfermedad cerebral.
Szasz admitió, en sus días postreros, que no podía ya defender su tesis,10 que había perdido la batalla ante la “hipermedicalización” de la psiquiatría y de tantos otros aspectos de la vida social. En 1999 un presidente de los Estados Unidos declaró: “La enfermedad mental hoy puede ser bien diagnosticada y exitosamente tratada, como cualquier enfermedad física”. Otro comunicado, bajo una nueva presidencia, proclamó: “Está demostrado que las enfermedades mentales son desórdenes diagnosticables del cerebro”. El nombre de varias instituciones de salubridad pregona que los padecimientos mentales pertenecen a la misma familia que las enfermedades físicas, y que este parentesco ha de tenerse en cuenta al crear estrategias de diagnóstico y tratamiento. En suma, dice Szasz, el enorme poder del Estado, en alianza con la Medicina, ha propagado con éxito la idea de que los padecimientos mentales son verdaderas enfermedades —bajo el mismo título que todas aquellas que, desde siempre, acribillan, devastan y torturan el cuerpo de la humanidad doliente.
Szasz fue claramente un iconoclasta. Arremetió, con obcecación y arrebato, contra las ideas, tradiciones, normas y creencias establecidas. Dijo que el confinamiento forzoso de enfermos mentales es una brutalidad y una injusticia. Comparó a los psiquiatras que autorizan tal reclusión con carceleros y opresores. Cuestionó la legitimidad de la psiquiatría, equiparándola con la alquimia y la astrología. Por supuesto, pagó un precio por su temeridad. Grupos de psiquiatras lo execraron como la bête noire de su especialidad. Las revistas de psiquiatría se negaban a publicar sus artículos; la sola mención de su nombre era anatema; fue borrado en las nuevas ediciones de libros de texto que anteriormente lo mencionaban. El comisionado del Departamento de Higiene Mental del estado de Nueva York mandó una carta a la universidad donde Szasz enseñaba, exigiendo su cese debido a que, en su libro más reciente, Szasz rechazaba el concepto mismo de enfermedad mental.
Por otra parte, sus controvertidas ideas le ganaron la fama mundial. El célebre filósofo Karl Popper (1902-1994), figura de enorme relevancia en la filosofía de la ciencia, dijo que el libro de Szasz era muy importante y que auguraba una verdadera revolución científica. Filósofos, sociólogos, políticos, comunicadores y otras personalidades recibieron la obra de Szasz con simpatía, a veces con hiperbólico encomio. Su gran mérito fue haber pensado “fuera de la caja” (en este caso, “la caja” es el paradigma médico de la enfermedad). A pesar de las críticas a su obra, nos obligó a pensar en otra forma de conceptualizar la enfermedad, y por ende, en nuevas estrategias para entender y tratar los padecimientos.
No es de extrañar que los filósofos hayan sido favorables a sus ideas. Szasz procedió como uno de ellos: meditó sobre la enfermedad y concluyó ¡que no hay tal cosa! Me viene a la mente una agudeza de Bertrand Russell. Decía el sabio inglés que los filósofos empiezan con una proposición tan simple y tan obvia que nadie les hace caso. A continuación, se enfrascan en razonamientos y deducciones tan tortuosos y difíciles que nadie les hace caso. Y finalmente, llegan a conclusiones tan peregrinas o estrambóticas que nadie les hace caso.
Imagen de portada: Mary Bishop, Dos ojos como dos círculos rojos y morados con una boca morada hacia abajo, 1967. Wellcome Collection
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Ruy Pérez Tamayo, El concepto de enfermedad. Su evolución a través de la historia (en dos tomos), Fondo de Cultura Económica, bajo el patrocinio del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y de la Universidad Nacional Autónoma de México, 1988. Véase el capítulo IX del tomo II, en particular la sección IX.6, titulada “El concepto biomédico de enfermedad”, pp. 227-229. ↩
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Véase, por ejemplo, P. Laín Entralgo, “El estar sano en el curso de la historia”. Disponible aquí. Ver también Jonny Alexander García Echeverri et al., “Pedro Laín Entralgo: Apropiación personal de la enfermedad. Aportes para una antropología cristiana”, Revista Guillermo de Ockham, vol. 19, núm. 1, pp. 125-143; la bibliografía de este artículo enumera múltiples escritos de Laín Entralgo sobre salud y enfermedad. ↩
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Dorland’s Illustrated Medical Dictionary, Saunders, Filadelfia, 1974, ed. 29, p. 1148. ↩
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La patología clínica es el estudio de órganos y tejidos removidos del cuerpo, por ejemplo, durante la práctica de biopsias o autopsias. Es más apropiado llamarla “patología diagnóstica”. Véase “What is Pathology?”, Departamento de Patología, Universidad McGill, Canadá. Disponible [aquí](https://www.mcgill.ca/pathology/about/definition#:~:text=Pathology%20is%20a%20branch%20of,the%20whole%20body%20(autopsy). ↩
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Así llamado por sus siglas en inglés: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. Se trata de la obra que define y clasifica las enfermedades mentales; es la “Biblia” o referencia obligatoria para profesionales en el campo de la salud mental en gran parte del mundo. ↩
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Tomás S. Szasz, “The Myth of Mental illness”, American Psychologist, febrero de 1960, vol. 15, núm 2, pp. 313-318. Años después, Szasz publicó un libro con el mismo título, donde expone sus ideas en detalle, dirigido tanto a especialistas como al público general. Esta obra ha sido reimpresa varias veces, la última por Harper Perennial en 2010. ↩
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Science Week, “Cognitive Science. From Brain to Mind”. ↩
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La frase de Griesinger es: “die sogenannten ‘Geisteskranken’ Hirn-und Nerven kranke Individuen sind”, citado en Edward Shorter, A History of Psychiatry: From the Era of the Asylum to the Age of Prozac, Wiley & Sons, Nueva York, 1997, p. 76. ↩
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Héctor Pérez-Rincón García: “La psiquiatría: de la neurona a la persona”, Simbolexia. Ensayos sobre la psicopatología e Historia de la psiquiatría, APM Ediciones y Convenciones en Psiquiatría, Ciudad de México, 2017, p. 42. ↩
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El libro de Szasz, The Myth of Mental Illness, existe en español: El mito de la enfermedad mental: Bases para una teoría de la conducta personal, Amorrortu Editores, Madrid, 2008. ↩