Aunque el súper 8 no fue el único registro fílmico de la contracultura mexicana, una gran cantidad de películas mostró los cambios propiciados por la juventud entre los años sesenta y setenta. Algunas veces, como en el caso de la trilogía fílmica de Alejandro Jodorowsky (Fando y Lis, 1968; El Topo, 1970; La montaña sagrada, 1973), con una gran fuerza expresiva y experimental. Otras, como en el caso extremo de Juan Orol (El fantástico mundo de los hippies, 1970), eran visiones producidas desde la industria y se recibían con inmensa desconfianza. La peculiaridad del súper 8 frente a otros medios fue la de generar una visión de los temas contraculturales desde una posición juvenil alternativa. A pesar de algunos desacuerdos puntuales, la mayoría de quienes han entrado en el debate: Theodore Roszack, Arthur Marwick, Fernando Savater, Enrique Marroquín o José Agustín, coincide en encontrar en la noción de contracultura una oposición libertaria ante la cultura tradicional dominante, que podría resumirse en la frase de Jerry Rubin en su libro Do It! (1970):
Los adultos te han llenado de prohibiciones que has llegado a ver como naturales. Te dicen “haz dinero, trabaja, estudia, no forniques, no te drogues”. Pero tú tienes que hacer exactamente lo que los adultos te prohíben; no hagas lo que ellos te recomiendan. No confíes en nadie que tenga más de treinta años.
Contra un mundo de prohibiciones, el ejercicio de las libertades. Si algo distinguió al cine súper 8 en México fue su carácter libertario. El bajo costo de producción hacía que prácticamente cualquier joven de clase media pudiera convertirse en cineasta. A diferencia de otros medios de comunicación, que por entonces eran firmemente vigilados por las instancias gubernamentales, el súper 8 era prácticamente imposible de censurar. Quizá la única limitación del formato era la dificultad de imprimir copias (era posible, pero caro), lo que hacía que casi siempre las películas fueran únicas. Pero esa característica al mismo tiempo determinó que se establecieran circuitos específicos de exhibición, por lo común organizados por los cineastas, al margen de los canales habituales de gestión cultural.
El movimiento superochero mexicano nació en 1970, cuando un grupo de promotores culturales (entre los que estaban Juan José Gurrola, Víctor Fosado y Óscar Menéndez) lanzó una convocatoria a un Primer Concurso de Cine Experimental en 8 milímetros en torno al tema “Nuestro País”. Hubo una buena respuesta. Se presentaron 20 películas, que parecían estar cortadas por el mismo patrón. El crítico de cine Jorge Ayala Blanco llegó a escribir por entonces: “Es como si todos los jóvenes participantes hubieran querido filmar la misma película”. A éstas las caracterizaba un afán crítico e irreverente, pero por encima de todo las unificaba la cercanía del 68. La gran mayoría refería de una u otra manera a la masacre y la represión. Constataban la peor cara del régimen y eran el punto de partida para plantear la exigencia de libertades. A pesar de que algunos en aquella misma época señalaban el carácter apolítico de la contracultura mexicana, aquellos cortometrajes en súper 8 manifestaban su desacuerdo con el régimen desde un punto de vista muy particular. Por ejemplo, Jícama (1970, de Salvador Díaz Zubieta y Óscar Santos) hacía un montaje visual a partir de frases de la campaña presidencial de Luis Echeverría con un ejercicio impecable de la ironía, de tal modo que hubiera sido imposible condenar la película precisamente porque se basaba en el uso de la palabrería del régimen. Mi casa de altos techos (1970, de David Celestinos) hablaba de la disyuntiva creativa de dos amigos, estudiantes de arte en la Academia de San Carlos, entre hacer un arte comprometido con la situación política y social o uno contemplativo, atormentado por la masacre de Tlatelolco. Pero quizá la película con un mayor perfil contracultural haya sido El fin (1970, de Sergio García). En ella, una pareja de jóvenes hippies, dedicados al arte y al amor, es feliz cuando de pronto se ven acechada por cuatro figuras arquetípicas que se obstinan en regresarla a los valores tradicionales: una madre, un charro, un burócrata y un soldado (que cuando aparece a cuadro es asociado inmediatamente con la Plaza de Tlatelolco). El concurso tuvo la virtud de perfilar un movimiento cultural que se mantuvo vigente prácticamente durante dos décadas como un cine hecho por jóvenes para jóvenes.
El interés por la política también fue una característica predominante a lo largo de los años setenta y solía ser expresado con humor y desenfado. Por ejemplo, cuando el crítico de cine Gustavo García iba en la Preparatoria 4 filmó un corto en el que el Santo se enfrentaba al líder de la CTM Fidel Velázquez, quien le había robado a un científico la fórmula de la vida eterna. Cuando el luchador finalmente encontraba al viejo líder sindical en su guarida, éste echaba a andar una grabadora con discursos políticos priistas que debilitaban al Santo hasta que caía derrotado (“Jajajá, no ha nacido quien me venza”, remataba Fidel). Pronto surgieron colectivos como la Cooperativa de Cine Marginal, que concibieron la práctica del súper 8 como una labor militante vinculada con el sindicalismo independiente, que por aquellos años buscaba romper con el control corporativo habitualmente ejercido en el país por las organizaciones obreras pro gubernamentales (Comunicados de Insurgencia Obrera). A su manera, aquellos superocheros politizados también ejercían una actitud contracultural en la medida en que se identificaban con una rebeldía juvenil. El día del asalto (1971, de Paco Ignacio Taibo II) imaginaba, por ejemplo, a un grupo de jóvenes tomando por la fuerza un canal de televisión, aunque solían denostar la “falta de compromiso” de sus colegas cercanos al mundo del rock. Algunas veces era el interés por la política internacional el que producía imágenes alucinantes en súper 8: en Águilas no cazan moscas (1971, de Alfredo Gurrola) se hablaba del delirio de un excombatiente de la guerra de Vietnam que imaginaba batallas napoleónicas en los llanos de La Marquesa, o bien un torneo de caballeros medievales montados en las ventanas de dos Volkswagen… Quizá el único ámbito en el que el ejercicio contracultural de la libertad encontró un límite en el súper 8 fue el de la representación de la sexualidad. En 1974 se organizó un Festival de Cine Erótico en ese formato, que generó en su momento grandes expectativas. Aunque algunas películas que participaron mostraron una cierta libertad creativa, como Vampiro, vampiro (1974, de José Luis Benlliure), que contaba la historia de una pareja que, una vez vampirizada, accedía a una sexualidad diferente a la convencional, la mayoría reflejaban, más que un mundo de libertades, un catálogo de complejos y represión. Exploraban el onanismo: Eureka (1974, de Nicolás Echevarría) mostraba a un faquir haciéndose una autofelación, o Delirio (1974, de Jacobo Salleh y Mauricio Hammer) mostraba la historia de un joven que se masturbaba con un bistec para luego asarlo en la estufa (yo pensaba que ésa era una actitud radical de espantar a la burguesía, pero en entrevista uno de los realizadores me contó que la historia se originó porque no tenían ninguna amiga que quisiera desnudarse ante la cámara). Otras películas más bien abordaban los miedos al erotismo: en Materia nupcial (1974, de Alfredo Robert) aparecía la guapísima Tina Romero en lencería fina, pero con la vagina dentada, que causaba la impotencia del galán que quería acceder a ella. Aunque con un gran éxito de público en las exhibiciones ocurridas en la Facultad de Psicología de la UNAM, el festival no terminó bien. Los miembros del jurado (Jorge Ayala Blanco, Carlos Monsiváis, Julián Pablo, entre otros) firmaron un documento en el que se deslindaban del concurso por la “ínfima calidad de casi la totalidad de las cintas”.
En cambio, muchas películas en súper 8 mostraron el consumo de drogas con una naturalidad que no era posible en otro tipo de cine. En Ah, verda´? (1973, de Sergio García) se cuenta la historia de una pareja de jóvenes irreverentes que mientras fuma marihuana pone bombas en el Monumento a la Revolución, la sede del PRI y la embajada estadounidense (terminan la secuencia pidiendo un aventón a Cuba). El chico cae perseguido por unos policías judiciales, mientras que la chica termina por poner LSD en los depósitos de agua de la Ciudad de México. Pero quizá una de las mejores películas para mostrar el mundo de la juventud mexicana contracultural haya sido Luz externa (1973, de José Agustín). Después de una experiencia no muy exitosa en el cine industrial, en la que dirigió una película fallida (Ya sé quién eres, te he estado observando, 1970), el escritor, ya por entonces conocido como uno de los máximos exponentes de la “literatura de la onda”, probó suerte en el súper 8 para filmar la historia de un hippie aprovechado y acomodaticio interpretado por Gabriel Retes. La película ofrecía un amplio muestrario de la escena contracultural de aquel tiempo: los viajes a comer hongos a Huautla, las fiestas (una de ellas recreada en el departamento de José Agustín en la colonia Narvarte) o el uso alternativo de las calles de la Ciudad de México. El súper 8 fue un excelente acompañante para el rock en México en años difíciles. Muchas de las películas que participaron en los primeros concursos estaban musicalizadas con canciones de los Beatles y de los Rolling Stones. Cuando se organizó el concierto de Avándaro en septiembre de 1971 no por casualidad los mejores registros se realizaron con la cámara de pequeño formato. Ya para entonces el súper 8 se había convertido en el medio cinematográfico juvenil por antonomasia. El documental Avándaro (1971, de Alfredo Gurrola) mantuvo viva la memoria del concierto y durante muchos años se exhibió con un gran éxito de público en los circuitos superocheros, en un momento en que prevalecía una censura que excluyó al rock mexicano de los medios hasta bien entrados los años ochenta. En aquellas imágenes coloridas y con el grano reventado se preservó el recuerdo de momentos emblemáticos de aquella fiesta que terminó por volverse mítica. Tampoco por casualidad el súper 8 acompañó a algunos grupos en su tránsito obligado por el hoyo fonky. Películas como Una larga experiencia (1982, de Sergio García) recuperaron la historia marginal del grupo Three Souls in My Mind, uno de los grandes sobrevivientes del concierto de Avándaro, y su identificación con las nuevas bandas juveniles urbanas que al calor de la crisis económica proliferaron en los cinturones de miseria de las ciudades. Antes del regreso del rock a las estaciones de radio comerciales con el boom del rock en tu idioma, el súper 8 fue el registro fiel de la escena contracultural urbana y roquera de mediados de los años ochenta, como se puede constatar en Un toque de roc (Sergio García, 1985-1988), en donde aparecen Rockdrigo González, Botellita de Jeréz, Jaime López y otras figuras de la escena rupestre. Por aquellos años, el mismo García Michel llevaba el Foro Tlalpan, en donde la exhibición de películas en súper 8 se combinaba con conciertos de rock. Cine y música construyeron de manera conjunta la representación de la escena contracultural mexicana de entonces.
A finales de los años ochenta el súper 8 desapareció. Las compañías que lo distribuían, como Kodak y Fuji, lo retiraron del mercado ante la proliferación del video, un medio mucho más económico y que abriría nuevas posibilidades de expresión a sus usuarios. Por espacio de casi dos décadas había constituido la vía ideal para la elaboración de un cine con canales específicos de distribución lejos de la censura. Las pantallas superocheras habían difundido a todo color, con una rica textura y la banda sonora saturada, una imagen definida de la contracultura de entonces. Queda pues el súper 8 como una fuente inagotable del catálogo de rebeldías y ansia de libertades de dos generaciones de jóvenes mexicanos. Por eso vale la pena revisitarlo.
Imagen de portada: Fotogramas de David Celestinos, Mi casa de altos techos, 1970