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Quiero evocar risas que sirvan para burlarse de cierto tono solemne y de toda rigidez. Gestos que invoquen, como escribió Juan Pablo Anaya recitando a Gilles Deleuze, un devenir minoritario. Será una risa animal. Como la de aquel tlacuache en un árbol que abre grande la boca y parece gritar, pero bien podría tratarse de una risa de asombro, felicidad o miedo. Y como desconozco el lenguaje de los tlacuaches, puedo decir que su gesto viene de algo que mira y nosotros no podemos ver. Algo fuera de la imagen que intuyo como una catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante su madriguera.
Tal vez observa lo que los seres humanos hemos hecho con el regalo de fuego que nos hizo. Quiso que estuviéramos protegidos por la calidez pero, en cambio, carbonizamos el mundo. Tal vez esté arrepentido de haberse arriesgado al robar aquel trozo de carbón ardiente por una especie que se ha dedicado, casi enteramente, a llenar de fantasmas el planeta. Pero también podría tratarse de otra cosa: podría estar mirando un amanecer que le recuerda otro amanecer donde comió algunas bayas fermentadas que lo marearon y lo hicieron soñar, y ahora recuerda esa sensación física, y su reacción es un sonido parecido a nuestra risa. No lo sé. ¿Por qué adjudicamos gestos humanos a otras formas de vida? En realidad este meme me gusta porque me recuerda a los Artefactos de Nicanor Parra, su súbito humor y su premisa de que todo es poesía, principalmente aquello que parece no serlo.
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Aquella premisa de Parra nos encontró a Canek Zapata, David Alejandro Martínez y a mí intentando imaginar desde internet una literatura que sintiéramos cercana. Era 2016, la recta final del regreso del PRI a la presidencia —si es que alguna vez se fue, si es que alguna vez lo hará su sombra—, cuando comenzamos una editorial llamada Broken English. Tras un año de trabajo, inmersos en la creación de artefactos textuales que tomaran en cuenta las posibilidades de lo multimedial, de la programación y las páginas web, y tras encontrarnos con toda una genealogía en lengua española que había tenido inquietudes similares antes —en 1996 Belén Gaché comenzó sus WordToys, pequeñas piezas en Flash de net poesía, donde cifró las claves del arte que intentaríamos producir y editar veinte años después—, decidimos crear un grupo de memes en Facebook: BRKN SHITPOST, que a la fecha tiene 1 700 seguidores. La conversación se pluralizó y se alejó de la linealidad para volverse nodal; el potencial estético y conversacional desde lo memético nos deslumbró. Ese grupo ha sido laboratorio de memes (es decir, de pensamientos), espacio para compartir noticias inverosímiles y posibilidad de encuentro. Esto último fue una revelación, ya que alrededor del shitposteo diario —aunque en estricto sentido este verbo esté relacionado al trolleo, no sucede así en ese grupo—, de compartir lo que encontramos en otras redes, de recontextualizar basura digital (ese ejercicio que busca lo inesperado en la contradicción), de comentar y responder, se fue construyendo un imaginario común donde el humor podía ser más que risas: fue el pretexto alrededor del que creció una comunidad activa y afectiva dentro y fuera de internet. ¿De dónde vienen los memes? He aprendido que de cualquier parte. Así como para Parra todo podía potencialmente ser asumido como poesía, ahora cualquier imagen, fotografía, captura de pantalla o datos procesados como tal son potencialmente un meme gracias a su distribución. Esto incluye desde la imagen del presidente, una selfie, referencias culturales, noticias, hasta una cita filosófica. Todo ingresa al territorio del aplanamiento de la imagen, de la edición y el sentido humorístico por acumulación, contradicción y montaje. Más que pensar en autoría o en características formales, un meme se define por su uso, como aquellos primeros signos humanos que representaban su utilidad. Como el fuego, que remitía a la protección, al calor, a la posibilidad de transformar la materia. En un meme, la instrumentación semántica se refiere a ideas y gestos, muy básicos y potentes, con los que se puede conectar en segundos, y que en muchos casos están relacionados con la inclusión, o exclusión, de una manera de ver el mundo. Por ello, no es extraño que la ola memética de Pepe the Frog —un personaje de internet recontextualizado— haya sido uno de los factores decisivos para la victoria de la campaña de Trump: se comunicaron ideas, sentimientos y filiaciones conservadoras sin necesidad de una gran producción mediática. El discurso se expandió y ganó adeptos al ser transmitido de la manera más efectiva: persona a persona. Pero, si bien la derecha estadounidense lo usó para difundir su discurso de odio en 2016, recientemente en Hong Kong este personaje fue retomado como signo de la resistencia democrática ante los atropellos del Estado, lo que evidencia la adaptabilidad de las imágenes y el impacto político de los memes. Una de las características de un meme es que su circulación lo vuelve tal, y a quienes lo ponen en movimiento los hace partícipes de un ritual, con ese sentimiento de pertenencia, de conocer la jerga privada de un grupo, sus chistes locales, sus elipsis y sobreentendidos. Un sentimiento que a comienzos del siglo XXI yo experimenté en relación con la música, algunos animes y, después, con ciertas lecturas que me congregaron junto a personas con quienes pude hablar cómodamente, creando una lengua común, una pertenencia propensa a la nostalgia. Ahora parte de ese lenguaje familiar lo expresamos con memes. ¿Qué significan los memes de Piolín en los grupos de algunas personas que hoy tienen más de cuarenta años? No sabría decirlo sin considerar que son imágenes a las que no estoy apegado emocionalmente, que se resignifican en nuevos contextos y que, pienso, tal vez quieran decir con vaguedad —independientemente de las palabras—: “Hey, pensé en ti, me importas y mi manera de decírtelo es con esta imagen que para mí fue importante hace años, pero antes no podía disponer de ella como ahora. Bueno, chao, te quiero, cuídate”. Aunque intuyo que puede que signifiquen más. Tal vez hablan de toda una manera de entender las formas de expresar el cariño, de un pasado que nunca viví, de aspiraciones, deseos y sueños que tan sólo puedo imaginar a través de la empatía, pero que a veces logro entrever en gestos y modos de actuar cuando hablo con alguna tía, tío o con mi madre. Yo también espero tener mis propios memes de Piolín que me hagan sentir, con los años, que pertenecí a un grupo, que lo sigo haciendo. No alcanzo a imaginar qué leerán las personas que vean estos memes de tlacuaches en algunos años. ¿Pensarán que su humor era dank o inexistente? Por más ambiguo que pueda decirse que sea, cada meme apela a su momento de producción, a ciertas ideas, posturas y condiciones específicas. Que dé o no risa, incomode o genere otra reacción estará condicionado por las propias expectativas y contexto de lectura, y por la propia concepción del humor de cada persona. Los memes se editan, se distribuyen, dan paso a nuevas apropiaciones, en un ciclo memético con posibilidades infinitas. En este proceso, el empobrecimiento de su calidad es el hermoso rastro físico de su circulación a través de los dispositivos: su desgaste de información es la marca de uso que evoca irresistiblemente los efectos del tiempo, como diría Jun’ichirō Tanizaki. O más que del tiempo, de sus formas de haber sido compartido, de haberse descargado miles de veces y subido otras tantas. Como un libro que leemos y compartimos, y que después es leído y vuelto a compartir, y así va de una mano a otra, acumulando marcas, notas, vida. El uso constante de un meme lo vuelve ilegible, pero esa borradura es signo de un proceso de iconización donde se requiere muy poca información para entender una idea. Los memes apuntan a su ausencia, al barthesiano grado cero de escritura, y, por lo tanto, a su dimensión política. A un plano que intenta imaginar lo que no es posible visualizar en el presente.
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Evoco la escena: mi padre y mi madre hablan en la cocina. De fondo, risas grabadas. Mientras ceno, veo la televisión. Un hombre vestido de blanco, cabello largo y barba cerrada va de la mano de un chimpancé. Entran juntos a una habitación de hotel donde duerme alguien. El hombre deja al chimpancé en el baño y sale sigilosamente. Corte. La persona que duerme despierta, se mira en un espejo y se dirige al baño. Una voz en off dice algo mientras escucho el murmullo de mis padres. La persona sale corriendo; detrás, el chimpancé. Más risas. No entiendo. Se termina la película. Cuando comienza el noticiero, mis padres regresan al comedor y yo escucho por primera vez la palabra Fobaproa (Fondo Bancario de Protección al Ahorro). La franquicia estrenó, de 1989 a 1996 —durante gran parte de mi infancia—, ocho películas, pero se siguió repitiendo por televisión abierta durante años. Aun así, sólo recuerdo escenas sueltas que seguramente confundo y mezclo. No sabría decir dónde termina La risa en vacaciones 3 y dónde comienza la 4. O siquiera cómo inicia alguna de las entregas. Recuerdo el tono de las risas grabadas. Su dimensión sonora me remite a un tipo de granulado de imagen de videocasetera que ha resurgido y se ha actualizado con ironía en la web, como nostalgia y como pastiche. Las interferencias en la imagen y los fantasmas en las señales han dado paso a una estética de espectros, de imágenes congeladas, risas sordas y futuros perdidos. Pero en ese momento, mientras ceno y trato de comprender, esas escenas me han transmitido, a través de su humor, una manera de posicionarse en el mundo que implica, por un lado, un aire de superioridad ante la desigualdad económica y de género, la violencia, una forma de estetizar los cuerpos; por el otro, al uso sin consentimiento de las imágenes provenientes de una cámara escondida para hacer una película que incitará al trolleo, antes de que lo llamemos de esa forma. Pienso en eso. En las condiciones del presente en La risa en vacaciones. Releo el párrafo que escribí sobre mis padres y yo cenando, siento inquietud. Googleo. Todas las películas están en YouTube. Doy play a una, adelanto, adelanto y descubro que no hay risas grabadas en ningún momento; esas risas me acecharon de tal forma que las recordé aunque nunca existieron. En 1993 el dueño de Televisa dio una entrevista donde trató de desligar a su empresa de la política. Se sabe que a través de él las carreras de la clase dirigente se definieron por años: tener su apoyo era la posibilidad de controlar la información, las imágenes, el imaginario de millones de personas. Emilio Azcárraga declaró con ligereza:
Estamos en el negocio del entretenimiento, de la información, y podemos educar, pero fundamentalmente entretener. México es un país de una clase modesta muy jodida… que no va a salir de jodida.
Lo transcribo con rabia porque fueron sus imágenes las que construyeron parte de nuestra realidad durante años. Y ese afán de no involucrarse en asuntos políticos es falso, porque lo hizo colonizando la memoria y lo que se pensó como futuro. ¿Qué nos dicen hoy las supuestas bromas de La risa en vacaciones, producida por Televisa al mismo tiempo que orquestaba las charlas entre hombres intelectuales blancos de la mano de Octavio Paz? ¿Cuál era su objetivo al enaltecer cierta idea de cultura y burlarse al mismo tiempo de otro sector de la población, a través de bromas repletas de clasismo y machismo? ¿De qué quería que nos riéramos? ¿Qué querían que aprendiéramos de esos programas supuestamente humorísticos? ¿A burlarnos de personas de clase media baja y baja, como mi familia y millones de personas más, de las clases sociales que pagan cada nuevo Fobaproa? La revisión mediática de esos años es una de las grandes deudas con nuestro imaginario. Pienso en lo que escribió Arelis Uribe:
El humor es político, construye realidad, reproduce imaginarios, refuerza estereotipos. No porque una afirmación se diga como chiste —en un carrete o en un escenario— ésta va a ser menos seria. […] Si nos vamos a reír de algo, que sea de lo idiota que es la desigualdad de la crueldad de las brechas.
Ciertamente ni La risa en vacaciones ni casi ningún producto cultural de aquellos años me genera la empatía necesaria para apuntalar ese humor que podría ayudar a repensar la fragmentación social presente. Vuelvo a la idea del meme: si hay algo subversivo en este formato es su origen minoritario. Su material pobre, su precariedad siempre tensada hasta el límite. Aunque no se debe olvidar que el meme es tan buen transmisor de ideas que muchos desean capitalizar sus efectos y colonizarlo. He visto en redes la circulación de memes sin consideración por la pluralidad de la vida, llenos de rencor y burla hacia otras personas, pero también he visto cómo hay personas que los copian, modifican y devuelven a las redes, evidenciando así la crueldad y el odio en éstos. Y eso era imposible con los programas de televisión. Porque para hacer un meme, modificarlo, ponerlo en circulación, se necesita muy poco —aunque a veces es mucho—. Para poner a nuestros fantasmas de nuevo en circulación no necesitamos saber de redes, de edición de fotografía, ni de filosofía de la imagen. Para hacer un meme de la ineptitud de los presidentes, de sus crímenes, googleamos sus nombres, guardamos una imagen, le hacemos un copy y lo compartimos. Tal vez los memes no cambian nada, pero sí —lo creo con fe, con la esperanza que tuvo aquel tlacuache mitológico que nos regaló en otro tiempo el don del fuego— apuntan a que las ideas pueden alumbrar con otro tipo de calor el planeta.
Quisiera que cada meme transmitiera una idea subversiva, que incomodara al poder a escala macro y micro, que se burlara de la desigualdad y de las brechas para provocarnos un efecto físico entre la fe y la desesperanza, una risa tal que al terminar nos hiciera levantar el rostro de la pantalla para pensar que hubo alguien detrás de ese meme —quien mandó un mensaje a otra parte del planeta para intentar cambiarlo, para volverlo un poco más habitable— y que lo entendimos.
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Dice Nicanor Parra:
Mis artefactos son textos muy breves que se saltan la lógica, porque si se quedan enredados en la lógica no avanzamos, no se produce ese resplandor, esa risa como método de conocimiento, tal vez. Para que funcionen estos artefactos deben referirse a la vida real.
Los memes se nos presentan como herramientas, como vías para comunicar un sentimiento, una postura, un gesto. Son nodos de información que tiene en sí la posibilidad de subvertir nuestra propia idea de humor en las redes, de devolver cierta calidez a la web y al mundo.
Imagen de portada: Meme de tlacuache. Know Your Meme, Literally Media, 2018 knowyourmeme.com