El 11 de marzo el gobernador de Massachusetts, Charlie Baker, declaró el estado de emergencia, lo que le permitiría a la larga cerrar las actividades consideradas no esenciales. Ese lunes en la universidad en la que trabajo, Tufts, tuvimos una reunión del Centro de Humanidades. Me quedó claro al salir, por lo que algunas de las autoridades dejaban entrever, que cerraríamos del todo al finalizar la semana. Me apresuré a organizar un curso de enseñanza en línea con mis maestros (que efectivamente dimos el 11) y a prepararnos psicológicamente para ir a casa. Lo que nadie podía prever es que dos días después el rector de la universidad les daría a los alumnos tres días para sacar sus cosas o bien avisar a sus respectivos departamentos que por razones particulares deberían quedarse. El éxodo estudiantil antes de el infame Spring Break los pilló a todos por sorpresa, pues tendrían que vaciar sus habitaciones. Los alumnos lloraban, se abrazaban sin saber que en muchos casos lo harían por última vez, pues a la postre no habría graduación y la realidad les daría (nos daría) aún varias bofetadas. A la semana siguiente mirar Boston, literalmente vacía, fue desolador. No sólo porque no había coches en las calles, lo cual a ciertas horas puede ser una bendición, sino porque la ciudad parecía un pueblo fantasma. De la noche a la mañana, literalmente, la cuarentena había cercenado la vida. Ninguna tienda ni restaurante ni gimnasio ni hotel abiertos. Todavía las autoridades sanitarias no habían modificado su narrativa sobre los cubrebocas, así que los pocos transeúntes despistados que paseaban por el parque —el normalmente atiborrado Boston Common— lo hacían con inconsciencia, como si no pasara nada. Para entonces las noticias provenientes de Europa —Italia, particularmente, aunque España y Reino Unido también— eran alarmantes. El miedo se apoderó del planeta entero y aceptamos encerrarnos, casi sin chistar. La vida empezó a ocurrir en Zoom. No solo las clases, después del 25 de marzo, cuando los alumnos regresaron de su receso de primavera, sino las fiestas —mi propio cumpleaños, bastante descolorido—, e incluso las copas. En lugar de vernos, como en otros lados del mundo, encendíamos las computadoras y simulábamos estar juntos, departir. Brindábamos por la vida porque nos sentíamos salvados momentáneamente. En abril comenzamos a saber de amigos íntimos o familiares que habían contraido el virus. Afortunadamente, salieron avante. Uno de ellos, queridísimo, como su amado Alonso Quijano, después de semanas hospitalizado y en terapia intensiva. La enfermedad y la muerte tocaban —al menos en la puerta de al lado—. ¿Se podía escribir en ese estado? ¿Tenía sentido? Esa pregunta me era inevitable y la respuesta, lamentablemente negativa. Incluso leer se hacía pesado, como no fueran fragmentos, cuentos cortos y poesía. La novela se me resistía. Me doy cuenta, al escribir esta crónica, que escribo de hace dos meses como si hubiesen ocurrido dos años. Ésa es una de las cosas curiosas de este encierro, el tiempo no pasa y al mismo tiempo transcurre velozmente. Yo cuento las semanas los días viernes, porque ese día empecé el encierro. Cuento las semanas por las escasas veces que he ido al supermercado —la primera vez presa de pánico, las otras dos con guantes, gafas de carpintero, tapabocas—. El regreso, además, tiene su propio protocolo: dejar todo en la entrada, quitarse casi toda la ropa y así, con el hatillo en las manos y los zapatos colgando para no pisar dentro, todo a la lavadora. Un baño instantáneo, el jabón intentando una asepsia que mucho tiene de paranoia. Hemos optado, porque podemos hacerlo, por ir a recoger unas cajas de verdura y fruta una vez por semana a un lugar donde no nos bajamos y donde no hay contacto alguno. La carne nos llega una vez al mes, porque desde antes estábamos suscritos a los productos de esa granja, lo que incluye huevos y mantequilla. La leche que tomamos es de almendra y la hacemos en casa. Nos sentimos unos pioneros descubriendo después del Mayflower las tierras ignotas. Ésas eran nuestras preocupaciones hasta que tres eventos concatenados, como las fichas de un dominó maniático, nos sacaron de nuestra cómoda burbuja. El linchamiento de Ahmaud Arbery en Georgia, el teatro de una mujer blanca, Amy Cooper ante un ornitólogo negro en el Parque Central de Nueva York, donde lo amenazó con llamar a la policía y el terrible asesinato policiaco, extrajudicial, de George Floyd en Minneapolis. Dejamos de pensar en el encierro y salimos a las calles, a protestar, a decir basta. Dejamos de pensar en nuestra salud porque hay quienes todos los días sufren la brutalidad más cruel, porque este país en el que vivo nació como México del genocidio y creció y se desarrolló a la par de la esclavitud. Porque este país sigue siendo racialmente injusto, brutalmente racista, y porque el mismo presidente que no supo manejar la pandemia nos ha confrontado a todos, provocando aún más ira. Las protestas mostraron una sociedad harta de la doble moral y presta para una reforma judicial que no puede aplazarse un segundo más. Estos casi cuatro años de presidencia más otro de una campaña política incendiaria y divisoria por parte de Donald Trump nos han llevado hasta aquí. Sus mismos correligionarios le pedían que se pronunciara, que un discurso suyo de unidad era central después de los disturbios que se replicaron en todas las grandes ciudades del país. En su lugar el presidente amenazó y declaró la guerra a los propios estadounidenses. En un discurso del todo bizarro en el jardín de las rosas de la Casa Blanca, pidió que los gobernadores “dominaran” a los que protestan, de lo contrario él enviaría a las fuerzas armadas. Parece que no lo puede hacer legalmente, pero es lo de menos. Mientras esto ocurría sus propias fuerzas desplazaban violentamente a una manifestación pacífica para que él se pudiera tomar una foto con una Biblia en la iglesia de San Juan en el parque Lafayette. Nunca tanto narcisismo para apelar a una base electoral que se desmorona. Nunca tanta violencia y tanto racismo divisorio habían provenido de la más importante oficina del país. A Trump no lo ha podido detener el aparato democrático ni las instituciones de contrapeso, ha modificado a su antojo el poder judicial, empezando por el departamento de justicia, que se ha corrompido en formas nunca vistas y se ha doblegado a sus caprichos, uno tras otro. Trump se llama a sí mismo el presidente de la ley y el orden (quizá porque todas sus referencias provienen de la televisión), pero desconoce el estado de derecho. Lo que los manifestantes piden es, precisamente, ley y orden. Que unos policías asesinen a una persona que custodian no es ley y orden, que unos hombres blancos armados hasta los dientes protesten enfrente del capitolio de su estado y no sea arrestados por ser blancos, no es ley y orden. Por eso ante sus votantes dijo que defenderá sus derechos, en particular la segunda enmienda (que permite la posesión de armas). Un latino, un asiático, un afroamericano armados casi seguramente serán asesinados por la policía. Un blanco armado está ejerciendo la libertad de defenderse a sí mismo. El país está en guerra. El presidente autócrata ha destruido en pocos años una de las democracias aparentemente más solidas del planeta, sólo falta que vuelva a amañar —con o sin ayuda de los rusos— las elecciones de noviembre. Mientras tanto hemos visto signos por doquier de las formas dictatoriales del presidente y sus compañeros de gabinete. El país se le deshace, casi ciento diez mil muertos por el Covid-19, las ciudades en llamas. La división, la xenofobia, el racismo más cruento nos han devuelto treinta años atrás al menos en el tema de los derechos civiles. Martin Luther King decía que las protestas son un lenguaje, el de los sin voz, el de los no escuchados. Es un derecho mínimo y, además, junto con el voto, es una manera de intentar cambiar las cosas. Ojalá está vez el presidente más violento e incapaz que ha tenido este país pierda del todo. Boston dejó de ser el pueblo fantasma de la cuarentena. Sus habitantes se enfrentaron a la policía —que como en muchos lugares de Estados Unidos no ha entendido el tono de las protestas, al menos los primeros días— y siguen en las calles gritando basta. Da esperanza que a eso hayamos salido, aunque siga dando miedo un nuevo brote de Covid-19. Mientras tanto acá en el pueblo cercano a Boston, donde vivo, han festejado la graduación de la preparatoria en una caravana de coches, con el claxon a todo lo que da. Han cerrado la calle para ese efecto, y la gente ha salido también pensando que la vida sigue igual, que mañana todo volverá a la normalidad. Ojalá hubiésemos aprendido, en cambio, que todo lo que estaba mal lo estaba antes de la pandemia. Ojalá saliéramos a cambiar las cosas. Lamento ser pesimista. Para empezar, la desigualdad económica y las consecuencias brutales de la automatización industrial. En las últimas décadas la brecha entre los ricos y los pobres se ha agudizado a consecuencia de las políticas neoliberales. El 1% que controla y es dueño del mundo vive de la explotación humana del otro 99%, pero también de la explotación del planeta. En días pasados hemos visto a los animales volver, a los peces nadar en aguas cristalinas de Venecia, a la población de osos duplicarse en Yosemite, en tan poco tiempo. Las consecuencias positivas en términos de emisión de carbono se dejan ya sentir en el medio ambiente. Pero no soy optimista, volveremos a habitar la Tierra, cuando salgamos del encierro, sin ningún respeto a nuestros ecosistemas, sin ningún respeto a los millones de trabajadores que sostienen con su precariedad la vida privilegiada de los ricos. Se ha escrito mucho estos días acerca de que los “trabajadores esenciales” han visibilizado a todos esos millones de seres que permiten la vida de las democracias liberales del capitalismo salvaje. Los que recogen la basura, los que sirven en los supermercados, el personal de primeros auxilios, quienes cosechan y permiten que los productos alimenticios lleguen a las casas (por no hablar, en otro sentido, de las enfermeras y los doctores). Les podemos aplaudir, pero no quiere decir que después de la reclusión valoremos verdaderamente su papel y haya un aumento general de sueldos, una renta vital (como la que Podemos está luchando por imponer en España). Seguirán siendo los indocumentados, los inmigrantes, los desechables. Foxconn, el gigante de la manufactura chino es responsable del 50 por ciento de todos los productos electrónicos que consumimos en el mundo y ya está reemplazando a sus empleados de ensamble en Shenzhen y en otras de sus plantas por un millón de robots. Sí, un millón. Phillips se ha declarado orgulloso de que podrá reemplazar la mano de obra asiática en la próxima década por sistemas de producción robótica. Ya hay una planta suya en Friesland que sustituirá a su fábrica de Zhuhai, cerca de Macao. General Electric ha dedicado billones ya al “internet de las cosas” con el objetivo de integrar máquinas y sistemas de manufactura con sensores en red. Planean tener “gemelos virtuales” de todos sus productos. Hay en el mundo alrededor de 3 billones de personas que representan lo que llamaríamos la “fuerza de trabajo”, 1.5 billones, la mitad, son vulnerables y 1.3 billones ganan menos de 5 dólares al día. En el mundo dos billones de personas en edad laboral no tienen trabajo y 500 millones de jóvenes están inactivos (ni trabajan ni estudian), mientras que 168 millones de niños sí trabajan en condiciones de explotación. ¿Los vemos? ¿Sabemos de su existencia? ¿Los protegeremos cuando volvamos a la calle? Lo dudo. Como decía Marx, el propósito de la labor productiva no es el trabajador sino la producción de plusvalía. Toda la labor necesaria que no produce plusvalía es superflua y no tiene valor para el capitalismo. Otra de las cosas que hoy sabemos que estaban mal, en muchos otros tipos de trabajo, es la semana laboral de 38 o 40 horas. Lo que ha mostrado el llamado teletrabajo o trabajo a distancia es que se puede hacer mucho más con menos tiempo y menos distracciones. Una de las explicaciones que se han generado de por qué los casos de Coronavirus en California se han controlado mejor que en otras partes es la cultura de trabajar en casa impuesta desde hace tiempo por Silicon Valley y la industria de la tecnología. Las universidades no volverán a ser las mismas, ni los espectáculos culturales ni los museos ni los conciertos ni los festivales. Al menos por un tiempo. ¿Valoraremos más la educación en línea?
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Imagen de portada: Black Lives Matter. Fotografía de Steve Eason, 2020. CC