Después de encontrar intensas afinidades, los poetas románticos rusos sellaban su amistad intercambiando sus camisas. De manera sencilla, el gesto aludía a la transmigración de las almas.
Los partidos de futbol terminan del mismo modo. Reparamos poco en ese hecho porque no influye en el resultado, pero representa la dialéctica unión de los contrarios. Al término de la trifulca, los rivales cambian de colores y se abrazan. Algunos aprovechan para mostrar un vientre roturado en el gimnasio o un tatuaje fantasioso, pero lo esencial es la simbólica disposición a asumir la piel del otro. Esto permite descubrir ciertos secretos. Cuando “el Fenómeno” Ronaldo recibió la empapada camiseta de David Beckham, se sorprendió de que oliera de maravilla. El Adonis de las canchas exudaba perfume.
Para los derrotados, conseguir la prenda de un rival puede ser un extraño consuelo. A nadie le gusta salir con un trapo del verdugo a cuestas, pero hay momentos en que la derrota brinda el raro orgullo de contribuir a la gloria ajena: si juegas contra Messi, no hay mejor resultado que obtener la camiseta número 10 que te humilló.
Los partidos existen para que caigan goles, pero cada futbolista celebra de modo diferente. Careca planeaba como un avión fumigador, Hugo Sánchez daba una voltereta de circo, James Rodríguez baila una cumbia de su invención y Griezmann se mueve como un muñeco de videojuego. Quien tiene una mujer embarazada mete la pelota bajo la camiseta y quien ya tuvo un bebé se chupa el pulgar. Después de estos aspavientos, vienen los abrazos. Pero no todos son iguales. Si tu equipo va perdiendo 4-0 y metes un golazo, celebrarlo con euforia te convierte en un cretino. En cambio, si el partido va 0-0 y anotas en los minutos de compensación un gol que significa el título, el sentido común exige que seas frenético.
¿Hay algún protocolo para celebrar los goles? Hace años entré al vestidor del Estadio Azteca y vi un letrero que recomendaba no hacer manifestaciones exageradas en caso de anotar. Como el entusiasmo es subjetivo, resulta difícil saber qué es lo exagerado para alguien en trance de felicidad.
El futbol responde a dos energías básicas para dar abrazos: la centrífuga y la centrípeta. Quienes anotan y corren hacia fuera de la cancha tienen espíritu individualista; desean ser notados y llamar la atención en solitario. Además, saben que junto al banderín de córner una cámara de la televisión captará el momento en que se arrodillen ante la grada en épico tributo a sí mismos, mientras los compañeros corren a abrazarlos por la espalda y sepultarlos en una montaña de admiración y cariño. En cambio, quienes corren al centro del campo tienen espíritu gregario y entienden que su gol es producto del esfuerzo colectivo. Hubo épocas, ya perdidas en la noche de los tiempos, en que este era el festejo habitual. No es de extrañar que las cosas hayan cambiado: en la época selfie, el anotador se desmarca para que lo retraten a él solito.
Este gesto no siempre es egoísta porque a veces se corre rumbo a la afición en las tribunas. El esforzado Martín Palermo vivía para meter goles de cualquier manera. Ajeno al virtuosismo, se conformaba con pegarle a la pelota con la nariz o la oreja. Aunque no disponía de gran técnica en un país de artistas del esférico, rompió toda clase de récords en favor del Boca Juniors. Entre sus virtudes cardinales se encontraba la de asociar los goles con sus querencias. Al anotar pensaba en su familia, su primera novia, su perro favorito, su barrio, su ciudad y su país. Estas estimulantes ilusiones lo hacían correr hacia las gradas en busca de desconocidos que provisionalmente representaban a los suyos. Su alegría centrífuga fue tan excesiva que produjo la más extraña de las lesiones: Palermo se fracturó de felicidad. El 29 de noviembre de 2001, cuando jugaba para el Villarreal, enfrentó al Levante, de la ciudad de Valencia, en un partido decisivo de la Copa del Rey. Solo unos cuantos fanáticos del Submarino Amarillo asistieron a la justa. Quiso la casualidad que estuvieran detrás de la portería donde Palermo anotó el gol que mantenía vivo al equipo. El delantero salió disparado a las tribunas para abrazar a los hinchas y una valla publicitaria se vino abajo, triturándole la tibia y el peroné. En una amarga alegoría del futbol contemporáneo, el júbilo del crack fue guillotinado por un anuncio.
Los anotadores centrífugos corren hacia las orillas; a veces recuerdan que los demás existen y abrazan a un fotógrafo o a un guardia de seguridad. Por el contrario, los centrípetos son como Pelé, que saltaba sobre su propio eje, latigueando el aire con la mano, y se fundía en las camisetas blancas de su equipo o las amarillas de la selección. El caso más reconcentrado ha sido el de Alfredo Di Stéfano, que festejaba en total intimidad con la pelota y le decía: “Gracias, vieja”.
El futbol es un deporte de conjunto, pero hay quienes lo entienden en clave individual. Cuando Cristiano Ronaldo anota un gol, no busca al compañero que le dio el pase ni al que se encuentra más cerca de él: se dirige al banderín de córner, salta con un gesto que lo deja plantado en el límite del césped, con las piernas y los brazos abiertos, y espera que vengan a abrazarlo. Estatua de sí mismo, reclama la admiración que merecen los próceres.
Curiosamente, los jugadores más abrazados son los que anotan de chiripa. El lateral derecho que mide 1.60 pero remata a las redes de cabeza hace que hasta el portero atraviese la cancha para festejarlo. Esta celebración se basa en la condición única de esa alegría: el héroe repentino no volverá a hacer lo mismo.
Vayamos al abrazo más complicado de todos, el del entrenador con uno de sus súbditos. No ha nacido el futbolista que quiera salir del campo. Cuando el técnico lo retira, eso puede significar distintas cosas. Si el jugador en cuestión anotó tres goles y faltan ocho minutos de partido, su exclusión es un homenaje para que el estadio lo ovacione. Como el público, el técnico juega con nervios y alaridos. Al abrazar al extenuado protagonista, recibe la excelsa sustancia de los héroes, la transpiración de la gloria y el esfuerzo. Ese abrazo comparte un mérito esencial con el erotismo: la suciedad ajena resulta deliciosa, o por lo menos soportable.
Más difícil de valorar es la escena del futbolista que abandona la cancha por no jugar bien o por carecer de las cualidades que tiene su sustituto. De todos los abrazos inventados por el futbol, prefiero el del futbolista que no quiere irse y sin embargo acepta con dignidad los brazos del hombre de traje Armani que acaba de perjudicarlo. El estratega se empapa de un sudor que en este caso significa obediencia y disciplina, pero también entereza y desafío. Al abrazar en público a quien lo ultraja, el guerrero repite un ademán que los apóstoles, los emperadores, los capos de la mafia y los revolucionarios han usado para decir en señal de resignación y advertencia: “todavía estoy contigo”. El agraviado es leal, pero no se puede abusar de su nobleza.
Los abrazos más emotivos suelen ocurrir entre los jugadores eslavos o latinos a los que no les basta el torso para manifestar afecto. Es común que sus manos vayan a la nuca y la mejilla del festejado y que la alegría se selle con un beso. Cuando el abrazo se disuelve, el anotador recibe dos o tres nalgadas. Estamos ante un decisivo código corporal: el abrazo certifica lo que ya ocurrió, la nalgadita es un estímulo para que vuelva a ocurrir. En ninguna otra actividad se nalguea de manera tan productiva.
Pasemos al futbol femenil, cada vez más relevante. Su gran aportación es la honestidad. Estamos ante la mejor reserva del juego limpio. El futbol varonil se ha convertido en una rama del teatro, que sorprende y decepciona en dosis iguales.
Las fintas y las jugadas de atracción requieren de virtuosismo gestual y el pase al hueco, de un claro sentido del trazo escénico. “El fútbol es el único lugar en el que me gusta que me engañen”, ha dicho César Luis Menotti para referirse a la virtud decisiva del crack, que le permite hacer lo contrario a lo esperado. Hasta aquí la teatralidad es altamente positiva. Pero la capacidad de fingir también lastima al futbol. En todas las ligas sobran los histriones que mendigan agravios y buscan la falta a la menor provocación. Incluso un artífice como Neymar prefiere fingir un golpe a consumar la jugada. Para convencer al árbitro, los buscadores de penales ruedan por el césped y mueven las piernas y los brazos en estado de estertor (curiosamente, se recuperan en cuanto les pasan una esponja sobre el rostro).
El futbol varonil depende tanto de los simulacros que no siempre se puede confiar en la sinceridad de los festejos. Figo se dejaba adorar por sus compañeros del Barça mientras pensaba que firmaría con el Real Madrid.
El futbol femenil, por su parte, ha prosperado en forma notable sin ser invadido por las trampas. No hay jugadoras famosas por anotar con la mano. La estafa es privilegio de los hombres.
En consecuencia, los abrazos en los campos de las mujeres tienen un aire diferente, de kermés o celebración de fin de cursos. Aunque no faltan los brotes locos a los que lleva la emoción, el festejo suele ser un placer compartido, no una veneración del César.
Cuando pensábamos que ya habíamos visto todo en materia de abrazos, incluida la hipocresía profesional del titular que apapacha a su suplente, el VAR (árbitro asistente de video) llegó a confundir las emociones.
El gol obliga a gritar hasta el estrépito. En las tribunas abrazamos a gente que no habíamos visto pero que se vuelve íntima por compartir el anhelo colectivo. A pocas personas he querido tanto como al desconocido que lloró en mi mejilla cuando el Necaxa se coronó en el Estadio Azteca después de 57 años de sequía.
Ahora, gracias a la tecnología, la pasión puede quedar en suspenso. El estadio explota con un gol, pero el árbitro tiene una duda.
Sobreviene entonces un ademán digno del teatro kabuki: el juez dibuja un rectángulo en el aire que significa “pantalla” y pide que un tribunal supremo revise la jugada. La sensación es de coitus interruptus. El exultante arrebato debe posponerse. Después de un minuto de hielo, el árbitro confirma o descarta su sentencia. Si decreta que el gol fue legal, a los jugadores no les queda más remedio que abrazarse por protocolo, representando una dicha que solo sienten a medias. El gol pospuesto sabe a guiso recalentado.
Concluyo con el abrazo que nadie quiere recibir y acaso por ello sea el más fuerte de todos. En cada córner un defensa atenaza a un delantero con una vehemencia que jamás concederá a su amante. Ese abrazo es ilegal y por lo tanto solo puede durar unos segundos. En él se concentran la desesperación y la impotencia. En el fondo, se trata de un homenaje. El defensor sabe que su oponente puede superarlo; incapaz de ejercer una marca limpia, transgrede las reglas para contenerlo, convirtiendo el abrazo en recurso de rivalidad.
La especie humana debe su destino a la habilidad manual, pero el balompié, rareza extrema, prohíbe su uso, con la exigua excepción del portero, que se viste y piensa de otro modo.
El juego de las manos suprimidas existe para llegar al momento en que lo más importante son las manos: el abrazo, el gol después del gol.
Imagen de portada: ©Wilo Gayone, Mundo interior. Serie Futbol Universal, 2020. Cortesía del artista