Lo que queda del desierto
La búsqueda de la identidad a través de la genealogía es una constante en la literatura hispanoamericana como un reflejo de lo que somos en realidad: hijos de una o muchas sangres diseminadas. Partiendo de esto Furia, novela de Clyo Mendoza, podría ser otra hija de esta tradición; afortunadamente, es mucho más que eso. La obra arranca con la historia de dos personajes, Soldado Uno y Soldado Dos, un par de hombres que sirvieron en la guerra pero huyeron del ejército, y ahora, además de desertores, son apátridas porque de momento ninguno recuerda mucho sobre su pertenencia o pasado, a fuerza de enterrarlo para sobrevivir en un entorno que terminará por acabar con ellos; deshumanizados, sólo funcionan para matar. Después nos enteramos de que son Lázaro y Juan, y entre los dos surge un amor tan intenso como breve. Es difícil contar esta novela sin spoilers, pero, más que quemar un cartucho de sorpresa, es necesario decir que al inicio la desaparición de Lázaro del plano terrenal es lo que lleva a Juan a abrir la caja de Pandora de las maldiciones familiares de ambos. Esa sangre maldita que corre por sus venas es la del padre ausente, la misma que conectará a Juan con otros personajes y en consecuencia, como ya es sabido, nada bueno puede surgir del deseo de vengar el abandono y la violencia arrastrada durante años. Por otro lado, a Vicente Barrera, padre de una estirpe diseminada en medio del calor desértico, no se le cuestionan los abusos cometidos la mayor parte de su vida, que pasó de pueblo en pueblo embarazando mujeres, hasta que Juan comprende quién es él mismo y qué relación tiene con Vicente, cómo se puede castigar a ese hombre que sólo ha provocado sufrimiento. El hallazgo de Juan termina por desquiciarlo, sumiéndolo en las entrañas del desierto que todo lo corrompe, viudo de Lázaro, huérfano y rabioso. “Una huella triste en el tiempo es lo que queda del soldado que Lázaro amó”, se dice de Juan cuando ya sólo es una sombra. Quizá la columna vertebral de Furia sea el amor entre Juan y Lázaro, su urgencia por poseerse carnalmente porque no tienen otra forma de entender quiénes son una vez que han sido despojados hasta de ellos mismos, y resulta, con ironía, que el amor imposible de los dos (sin que tenga que ver la igualdad de sexos) era el más genuino de todos: erótico, violento, desamparado. Por ello la pérdida de lo único que Juan puede considerar suyo es un mal aún mayor que la herencia que lleva en la sangre; ya sólo puede ser verdugo de Vicente Barrera, quien sin saberlo le hizo un mal antes de nacer. También están las mujeres, violentadas desde siempre porque es el destino que les toca. Aquí vemos historias con las que estamos familiarizados: niñas que se casan con hombres viejos, mujeres tachadas de locas, santas y mártires, algunas abusadas desde la infancia y otras que intentan reparar las grietas de sus hombres dejando en ellos su propia cordura. Son María, Cástula, Sara, Daniela, las putas sobre la plancha de la morgue, las consejeras, las acuchilladas, las que reniegan de los hijos ajenos, las que llevarán la semilla de los locos, todas ellas unidas por una madeja que no termina de soltar hilos. Son territorio de conquista, lo único fértil en un desierto en el que los cuerpos se transmutan, la realidad y la ensoñación van de la mano, el día y la noche son pesadilla y los muertos regresan todo el tiempo, cuando parece que la sangre maldita de Vicente Barrera ya no tendrá descendencia. La tercera parte de la novela, “El cuerpo anagramático”, nos presenta a Salvador y María, otra pareja de otro tiempo que, en una realidad más próxima a la nuestra, es heredera de la mala suerte de quienes llevan algo de Barrera en la sangre. Y de nuevo las dimensiones parecen empalmarse: vivos y muertos en un festín de venganza con rostros y voces que no son suyos, recuerdos del pasado ajeno e imágenes del futuro de alguien más. Probablemente aquí cueste trabajo mantener la atención en la lectura, por la densidad de imágenes, los ecos de la polifonía de los capítulos anteriores y la idea de que se repite la misma historia y todos son fantasmas o están a un paso de serlo. Sin embargo, entre los muchos universos de las múltiples historias, cada una continúa con ritmo propio avanzando en conjunto, mientras vemos, tanto en Salvador como en Juan, que el amor también enloquece y convierte a cualquiera en animal. En cuanto al tiempo y el lugar, podría ser el desierto de Sonora o el de San Luis, da lo mismo: la noche es una boca abierta que se traga todo y el día no es menos peligroso; podría ser la guerra contra el narco o el final de la Revolución, es irrelevante. Lo único que recuerdan los personajes perdidos en chozas en medio del desierto son fragmentos de lo que fueron y lo que la guerra les arrebató. Sin embargo, hacia el final de la novela, en los capítulos IV y V, el dolor del pasado regresa con más fuerza y desdibuja lo que parece una cómoda supervivencia. Esta vuelta al pasado de Salvador lleva la historia a otro punto, sacude el polvo que se fue quedando en la densidad de la parte medular de la novela y comienza un ritmo más acelerado, una demencia entre vivos y muertos, recuerdos de la violencia de la infancia y la locura que ya poseía a varios personajes, principalmente a Vicente Barrera, el responsable de maldecir a toda su estirpe. Los rostros cambian, los muertos caminan de la mano de los vivos, las palabras no dichas quedan ahora en las gargantas de quienes pueden decirlas; Salvador emprende el viaje de vuelta al infierno y la bestialidad, se interna en el desierto, loco de amor y desesperación, y se encuentra con más hilos sueltos de la madeja que ha sido su genealogía. De esta novela, entendida como un todo en el que cada una de sus partes arde a distinto ritmo, me quedo con esta sección, en la que el incendio no perdona ni siquiera a los cimientos. Furia es la primera novela de Clyo Mendoza, escrita con las herramientas de una poeta que ha trabajado mucho con el lenguaje (perdón por el cliché) y ha llevado a otro tipo de discurso los temas que la obsesionan (el cuerpo, el deseo, la pertenencia o el desarraigo del territorio); por ello mi preocupación está en el futuro: que su estilo no se convierta en el elemento confiable para contar cualquier cosa. La oralidad y la fragmentación, lo legendario y lo cotidiano, la violencia y la redención, cada uno de los componentes que dan sentido a una historia de hijos tocados por la desgracia y padres malditos funcionan en esta primera descarga, lo que pone la vara muy alta para novelas venideras. Si los lectores buscan una narración que vaya del punto A al B, con ritmo trepidante y buenos personajes, alguna historia alterna y ecos de otros autores, para hablar de ella en cinco minutos con sus conocidos (algo parecido a las series y películas de hoy), ésta no es la novela adecuada, ya que Furia exige mucho más: atención, tiempo, detenernos entre capítulos y poner en orden los desvaríos de sus personajes, que nos pueden traspasar, además de que exige sensibilidad para ver algo bello en medio del horror de la animalidad que quizá todos llevamos de forma innata y no dejamos salir.
Imagen de portada: Clyo Mendoza. Fotografía de Editorial Almadía