Algunos libros persiguen al lector. Otros al escritor. El cuento de la criada se ha encargado de ambas cosas. Desde su publicación inicial, en 1985, El cuento de la criada nunca ha dejado de circular. Ha vendido millones de ejemplares a nivel mundial y resulta abrumador que se haya traducido y editado tantas veces. Se ha vuelto una suerte de etiqueta para quienes escriben sobre orientaciones políticas que se proponen controlar a las mujeres, especialmente su cuerpo y función reproductiva: “Parece algo sacado de El cuento de la criada” y “Aquí viene El cuento de la criada” son ya expresiones comunes. Lo han prohibido en las preparatorias y ha inspirado blogs extraños en internet, donde se discuten sus descripciones de la represión de la mujer como si fueran recetas. Hay personas —no sólo mujeres— que me han enviado fotografías de su cuerpo tatuado con frases de El cuento de la criada; las más frecuentes son Nolite te bastardes carborundorum y ¿Hay alguna pregunta? El libro ha tenido varias dramáticas encarnaciones, entre ellas una película (con guion de Harold Pinter y bajo la dirección de Volker Schlöndorff) y una ópera (de Poul Ruders). Los que festejan Halloween, y también quienes asisten a manifestaciones de protesta, se visten de criadas —estos dos usos de su indumentaria reflejan su doble naturaleza—. ¿Es cosa de entretenimiento o se trata de una funesta profecía política? ¿Puede ser ambas cosas? Cuando estaba escribiendo el libro yo no me esperaba nada de esto. Empecé su escritura hace casi treinta años, en la primavera de 1984, cuando vivía en Berlín occidental, en ese entonces todavía rodeado por el infame Muro. Al principio no se llamaba El cuento de la criada —se titulaba Offred—, pero en mi diario tengo anotado que el título cambió el 3 de enero de 1985, cuando ya llevaba escritas casi 150 páginas. Pero eso es casi todo lo que puedo señalar. A pesar de que en mi diario hay muchas notas sobre el libro que había estado escribiendo justo antes de empezar El cuento de la criada —una saga en múltiples niveles ambientada en Latinoamérica que se anegó y hubo que dejar a la deriva—, he notado que casi no escribo sobre este último.
Mi diario contiene las típicas quejas de los autores, tales como: “Lucho por encontrar mi camino de vuelta a la escritura después de una larga ausencia; pierdo el coraje o, en lugar de eso, pienso en los horrores de la publicación y en aquello de lo que me acusarán en las reseñas”. Están las notas sobre el clima, con menciones especiales a la lluvia y a los truenos. Hice una crónica del descubrimiento de la falda de burbuja, una fuente permanente de júbilo; cenas, con listas de quiénes fueron y qué se cocinó; enfermedades, las mías y las de otros y las muertes de amigos. Están los libros leídos, los discursos dados, los viajes realizados. Están los conteos de páginas; como aliciente para continuar, tenía el hábito de escribir el número de páginas completadas. Pero no hay ninguna reflexión precisa sobre la composición o el tema del libro; quizá fue porque pensé que sabía hacia dónde iba y no sentí la necesidad de hacerme preguntas al respecto. Recuerdo que escribía a mano, luego lo transcribía con una máquina de escribir y después garabateaba en las páginas mecanografiadas para dárselas a un copista profesional: las computadoras personales estaban en pañales en 1985. Veo que me fui de Berlín en junio de 1984, regresé a Canadá, pasé un mes en la Isla Galiano en Columbia Británica, escribí hasta el otoño y después pasé cuatro meses, a principios de 1985, en Tuscaloosa, Alabama, donde coordiné una maestría. Ahí terminé el libro; la primera persona que lo leyó fue mi colega escritora Valerie Martin, que también estaba ahí en ese tiempo. Me acuerdo de que me decía: “Creo que ahí tienes algo”, aunque ella recuerda haber tenido un mayor entusiasmo. Mi diario está vacío del 12 de septiembre de 1984 a junio de 1985 —no hay absolutamente nada anotado, ni siquiera sobre faldas de burbuja—, aunque mis conteos de páginas hablan de que estaba escribiendo a la velocidad de la luz. Hay una críptica anotación del 10 de junio: “La semana pasada terminé de editar El cuento de la criada”. Para el 19 de agosto ya se habían leído las pruebas. El libro se publicó en Canadá en el otoño de 1985; recibió algunas críticas de desconcierto y, en ocasiones, de mucha ansiedad —“¿Podría pasar aquí?”—, pero yo no comenté nada sobre ellas en mi diario. Veo que el 16 de noviembre hay otra queja de escritora: “Me siento como si me hubieran succionado todo por dentro”; a lo que agregué: “Pero funcional”. El libro se publicó en el Reino Unido en febrero de 1986 y, al mismo tiempo, en Estados Unidos. En el Reino Unido, que había tenido su momento Oliver Cromwell hacía algunos siglos y no estaba de humor para repetirlo, la reacción surgió por el lado de “Una historia estupenda”. Sin embargo, y a pesar de una reseña desdeñosa de Mary McCarthy en el New York Times, era más factible que en Estados Unidos la reacción fuera algo parecido a “¿Cuánto tiempo nos queda?”. Las historias sobre el futuro siempre parten de la premisa del “qué tal si”, y El cuento de la criada tiene varias. Por ejemplo, si quisieras tomar el poder en Estados Unidos, abolir la democracia liberal y establecer una dictadura, ¿cómo lo harías? ¿Cómo sería tu relato de cobertura? No se parecería a ninguna forma de comunismo o socialismo: ésos serían demasiado impopulares. Quizás usaría el nombre democracia como una excusa para abolir la democracia liberal; eso no está descartado, aunque yo no lo consideré posible en 1985. Los países nunca construyen estrategias de gobierno aparentemente radicales sobre fundamentos que no sean preexistentes; así fue como China sustituyó una burocracia de Estado con otra similar bajo otro nombre, como la URSS sustituyó la temida policía secreta imperial con una aún más temida, y así. El fundamento profundo de Estados Unidos —así lo pensaba yo— no fueron las estructuras ilustradas republicanas comparativamente recientes del siglo XVIII, con su discurso de equidad y su separación entre la Iglesia y el Estado, sino la teocracia de mano dura de la Nueva Inglaterra puritana del siglo XVII —con su marcada tendencia antimujeres—, para la cual un periodo de caos social sería la sola oportunidad que necesitaría para restablecerse.
Como la teocracia original, ésta elegiría algunos pasajes de la Biblia para justificar sus acciones y tendería fuertemente hacia el Viejo Testamento, no hacia el Nuevo. Ya que las clases dirigentes siempre se aseguran de tener los mejores y más exclusivos bienes y servicios, y que uno de los axiomas de la novela es que el occidente industrializado está en peligro, los bienes exclusivos y deseados incluirían mujeres fértiles —de una u otra forma, siempre en la lista de deseos humanos— y el control reproductivo. ¿Quién debe tener bebés, quién debe hacerse cargo de esos bebés, a quién hay que culpar si algo sale mal con esos bebés? Los seres humanos se han ocupado de estas cuestiones durante mucho tiempo. Habría resistencia ante este régimen, así como clandestinidad e incluso una organización clandestina. En retrospectiva, y en vista de las tecnologías disponibles en el siglo XXI para el espionaje y el control social, éstas parecen demasiado fáciles. Desde luego que el régimen de Gilead habría tomado acción para eliminar a los cuáqueros, como hicieran sus predecesores puritanos del siglo XVII. Me impuse una condición: no incluiría nada que los seres humanos no hubieran hecho ya en algún lugar y en alguna época, ni nada para lo que no existiera ya una tecnología. No quería que me acusaran de haber creado invenciones oscuras y torcidas, o de distorsionar el potencial humano para tener un comportamiento deplorable. Las ejecuciones en la horca activadas en grupo, la destrucción de seres humanos, la indumentaria específica de castas y clases, el parto forzado y la apropiación de sus resultados, los niños robados por los regímenes para ser criados por oficiales de alto rango, la prohibición de la alfabetización, la negación de derechos patrimoniales: todos tenían precedentes, y muchos de ellos se hallaban no en otras culturas y religiones sino dentro de la sociedad occidental y dentro de la propia tradición “cristiana”. (Pongo “cristiana” entre comillas porque creo que mucho del comportamiento y doctrina de la Iglesia como institución social y política durante los dos milenios de su existencia le habría resultado una aberración a la persona en cuyo nombre se inspira.) A El cuento de la criada a menudo se le describe como una “distopía feminista”, pero ese término no es tan acertado. En una distopía feminista simple y pura, todos los hombres tendrían más derechos que todas las mujeres; tendría una estructura en dos niveles, con los hombres arriba y las mujeres abajo, pero Gilead es la típica dictadura: en forma piramidal, con los poderosos de ambos sexos en el ápice, los hombres casi siempre superando a las mujeres del mismo nivel, y luego niveles descendentes de poder y estatus con hombres y mujeres en cada uno, hasta abajo, donde los hombres que no están casados deben hacer el servicio militar antes de ganarse una econoesposa. Las criadas mismas son una casta paria dentro de la pirámide: atesoradas por lo que pueden proveer —su fertilidad—, pero intocables más allá de eso. Poseer una es, sin embargo, símbolo de un estatus alto, tal como siempre lo ha sido tener muchos esclavos o una comitiva grande de sirvientes. Debido a que el régimen opera bajo la imagen de un puritanismo extremo, estas mujeres no son consideradas un harem con intenciones de proveer placer, además de hijos; más que decorativas, se les considera funcionales.
En el libro logré conjuntar tres cosas que siempre me habían interesado. La primera es mi interés por la literatura distópica, algo que comenzó con mi lectura adolescente de 1984 de Orwell, Un mundo feliz de Huxley, y Farenheit 451 de Bradbury, y que continuó a lo largo de mi época de posgrado en Harvard al principio de la década de 1960. Una vez que te ha intrigado una forma literaria, siempre tienes un secreto deseo de escribir un ejemplo propio. Lo segundo fue mi investigación sobre los Estados Unidos de los siglos XVII y XVIII, que era de particular interés para mí, debido a que muchos de mis predecesores vivieron ahí en ese tiempo. La tercera fue mi fascinación por las dictaduras y cómo funcionan, algo que no es inusual en una persona nacida en 1939, tres meses después de que estallara la Segunda Guerra Mundial.
Tal como la Revolución estadounidense, la Revolución francesa y las tres grandes dictaduras del siglo XX —digo grandes porque ha habido más, entre ellas las de Camboya y Rumania—, y tal como el régimen puritano de la Nueva Inglaterra antes que él, un idealismo utópico fluye por las venas de Gilead, junto con un elevado principio, su sombra permanente, el oportunismo sublegal y la propensión de los poderosos a deleitarse con delicias sensuales prohibidas para todos los demás. Pero tales escapadas a puerta cerrada deben permanecer ocultas, pues el régimen plantea como su razón de ser la noción de que está mejorando las condiciones de vida, tanto físicas como morales, y, como todos los regímenes del tipo, depende de quienes realmente crean en él.
Quizá fui demasiado optimista al terminar El cuento de la criada con un absoluto fracaso. Ni siquiera 1984, la más oscura visión literaria, termina con una bota hundiéndose en la cara humana para hacerla polvo para siempre, ni con un derrotado Winston Smith embriagado de amor por el Big Brother, sino con un ensayo sobre el régimen escrito en tiempo pretérito y en un inglés estándar. De forma similar, a través de Maine y de Canadá, yo le permití a mi criada un posible escape; y también permití que hubiera un epílogo, desde una perspectiva donde han pasado a la historia tanto la criada como el mundo donde vivió. Cuando me preguntan si El cuento de la criada está a punto de “volverse realidad”, me recuerdo a mí misma que hay dos futuros en el libro, y que si el primero se vuelve realidad, puede ser que el segundo lo haga también.
El cuento de la criada es un libro muy visual. Quienes carecen de poder siempre ven más de lo que dicen. Es muy acertado que las ilustraciones de la edición de The Folio Society hagan eco tanto del sabor como de la paleta de color de las décadas de 1930 y 1940, era en que surgieron las grandes dictaduras —y la representación y marca, por decirlo de alguna manera, del futuro Gilead, que comparte con el don estadounidense para los eslóganes atractivos el interés por la propaganda y la presentación. En esos momentos incómodos en que me doy cuenta de que estoy tratando de convencerme hasta a mí misma de la viabilidad de mi propia creación funesta, éste es el aspecto que me parece más factible.
Imagen de portada: Ilustración de la novela gráfica The Handmaid´s Tale de Renee Nault © Nan A. Talese
© O. W. Toad Limited 2012. Diseño de cubierta e ilustraciones de Anna y Elena Balbusso para la edición de The Folio Society de The Handmaid’s Tale.