Las máscaras de Villoro

Extinción / panóptico / Noviembre de 2017

Isabel Castro

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Sólo soy mi personaje, no puedo ser nada más. “Tycho Brahe”, La desobediencia de Marte, acto II, escena 4


Las máscaras caen cuando las luces se encienden. En el teatro, como en la vida, “la verdad” que nos sostiene, la esencia de quienes somos, sale a relucir cuando despejamos las sombras que nos ocultan de nosotros mismos y de los demás. Unas veces esto sucede en la inmensidad de la comparsa, otras veces cuando estamos a solas. Las sombras que nos envuelven no son sino los complejos e ideales que constituyen el personaje con que salimos al mundo. ¿Qué es lo que no queremos que sepan de nosotros porque nos avergüenza? ¿Qué queremos parecer porque nos enorgullece y nos hace sentir especiales? Esconder lo peor y mostrar lo mejor es precisamente la dinámica de la ficción de la mascarada. La representación consiste en seleccionar lo que queremos que los otros vean y negar hasta el cansancio cualquier cosa que desmienta, cuestione o contradiga esa imagen. Nuestro “verdadero yo” resplandece cuando la dinámica se invierte, cuando algo nos obliga a mostrar lo que escondemos y a resguardar aquello que normalmente ostentamos. Esto sólo pasa cuando sobreviene un quiebre; ante la desgracia, ante el sufrimiento, ante aquello que no podemos controlar, ante las fatídicas consecuencias que pueden resultar de nuestros actos. Entonces no importa cuántas máscaras nos hayamos puesto —siempre es más de una—, todas caen y se desvanecen. Sin embargo, la sensación de verdad sólo dura un instante. En el teatro, el proceso de revelación se conoce como anagnórisis: el efecto que se produce en un personaje cuando un suceso trascendente lo obliga a revelar su verdadera identidad hasta entonces oculta. La anagnórisis tiene potencial para devenir en catarsis, la purificación de las pasiones que permite al personaje liberarse e inventar un personaje distinto, una mejor versión respecto a la anterior. Una versión dispuesta a construir vínculos emocionales y afectivos inquebrantables con algún otro personaje con el que hasta entonces se había relacionado de manera débil y distante. La máscara ahora es distinta. La realidad es una ilusión perfecta y el teatro, con su juego de espejos infinitos, la remeda. La desobediencia de Marte de Juan Villoro evidencia la amalgama de “lo escénico” y lo “real”, desnuda el vano esfuerzo por distinguirlos como universos distintos. El título de la obra sugiere que acaso sólo un carácter impredecible y caprichoso como el del planeta rojo —cuyo comportamiento fue sumamente difícil de calcular por los astrónomos durante siglos (resuelto al final por Kepler con ayuda de las tablas de medición de Brahe)— podría resguardarnos de una revelación que suele ser dolorosa. El misterio nos mantendría a salvo. A partir de su conexión con el teatro, Villoro suma a sus conocidos personajes de narrador, ensayista, sociólogo e intelectual, la máscara de dramaturgo que ya había ensayado con la obra El filósofo declara y con el monólogo (ni más ni menos que una de la formas más difíciles del teatro) Conferencia sobre la lluvia. La desobediencia de Marte, cuya traducción escénica estuvo a cargo de Antonio Castro, se sostiene en la triplicidad de acción de los dos personajes en la obra y el desdoblamiento de sus identidades: un actor que interpreta a otro actor que a la vez interpreta a un personaje histórico y que termina revelándose como una figura fundamental en la vida del otro. Los planos de la ficción se multiplican y los personajes se ven atravesados por varias identidades ficticias que desechan, una tras otra. Villoro, con su máscara de dramaturgo, exige que los actores demuestren las habilidades de malabaristas de las que suelen preciarse.

Fotografía de Alberto Clavijo

Por su parte, Damián Ortega, responsable del diseño escénico, conduce la mirada del espectador hacia el imaginario astronómico, sirviéndose de réplicas de aparatos de medición del siglo xvii para ambientar la puesta como si se tratara de una obra de época. Afortunadamente, la semiótica nos permite entender estos elementos más allá de su funcionalidad decorativa. El significado de las piezas trasciende su fin ornamental. Es así que la historia que se cuenta en el escenario nos permite reparar en la inmensidad del universo contrastado con la finitud de nuestras identidades y relaciones, de nuestra fugacidad que tan poco significa en comparación con la eternidad de las estrellas. Aun así, la invención humana ha procurado herramientas que cuantifiquen la temporalidad, que midan el alcance del devenir humano, sin por ello impedir que la noche suceda al día. El tiempo no depende de nuestras ficciones, de la división que hicimos en horas y minutos. Sin embargo, los instrumentos nos dan la sensación de control y nos tranquilizan. Creemos que entendemos cuando no sabemos siquiera lo que hay debajo de nuestras máscaras. Sabemos tan poco del universo como de nosotros mismos. El tiempo, la identidad y el teatro son recursos poéticos para tratar de entendernos. Al situar el énfasis en la simulación teatral y cotidiana, Villoro explicita la necesidad de personas y personajes de pretender ser aquello que no son del todo. En este primer montaje de La desobediencia de Marte, Joaquín Cosío hace el papel de un actor veterano, que a su vez encarna a Tycho Brahe; José María de Tavira hace las veces de actor joven comprometido con la interpretación de Johannes Kepler. La interacción entre ambos se desenvuelve a partir de la confrontación, en un duelo que parece nunca terminar pero que devela, al final, una relación que los compromete al mismo tiempo que los libera: una posible relación filial. Esta relación entre padre e hijo nunca se comprueba, pero su mera insinuación sirve para desequilibrar a ambos en la construcción de sus respectivos personajes. Más allá de la afectación dramática que supone la reconfiguración de la identidad, el vínculo entre el padre y el hijo aparece para significar el ciclo de la vida. Alegorías de la vejez y de la juventud, de la sabiduría y la ingenuidad, de la calma y el impulso. La eterna rivalidad entre quien ya ha vivido lo suficiente y necesita aleccionar a quien puede sucederle contra quien apenas comienza a dar engreídamente sus primeros pasos y, seguro de sí, rechaza cualquier consejo que puedan proferir labios antiguos. La gravedad y la ligereza se encuentran para dar sentido al ciclo dialéctico de los contrastes, los opuestos que se atraen y producen los más bellos claroscuros. Villoro dramaturgo encuentra en las figuras del Rey Lear y de Hamlet las fuerzas que mueven al mundo. La complejidad del mundo hace que Lear y Hamlet confundan personajes, que pretendan ser el otro mientras niegan ser ellos mismos. Como hacemos nosotros en lo que insistimos en llamar la realidad. Intercambian máscaras para evadir sus verdades. Sólo cuando se rompen pueden sufrir la anagnórisis y gozar la catarsis. Ese momento en que se cae la careta y podemos intuir al menos un segundo quiénes somos. El mundo del teatro y el teatro del mundo obedecen a los mismos motivos. Somos actores interpretando otros actores interpretando además a alguien más. Hasta que baja el telón. Con La desobediencia de Marte Juan Villoro explora el cosmos de la metateatralidad. El teatro dentro del teatro. La mascarada infinita que lo constituye a él tanto como a nosotros y a las criaturas que habitan el teatro función tras función hasta desvanecerse como Hamlet y Lear, como Kepler y Brahe, como el actor viejo y el actor joven, como el padre y el hijo. Como los espectadores. Como quien esto escribe.

Imagen de portada: Jorge Vargas