El encierro siempre había sido una opción. De hecho, casi siempre era la primera opción. El encierro era la mejor alternativa para disimular la timidez, la inseguridad y las pocas habilidades sociales que pudieran ser expuestas en cualquier reunión con algunos rostros ajenos a mi confianza. Nunca me ha sido raro el encierro, lo que ahora enrarece mi ánimo es la vida pausada de los de afuera. De un día para otro los pasos rutinarios de mi calle se detuvieron para dar paso a otros, a unos pasos escasos, urgentes, distantes, que sólo anhelan la seguridad de una puerta que simboliza la esperanza de no ser contagiados por no sabemos qué cosa. Son pasos que solo transcurren, pero no andan, no dejan huella, no quieren dejarla. Algunos pasos no se detuvieron, no se han enterado quizás o quizás prefieren no darse por enterados. Esos pasos son los más largos, los que caminan sin descanso entre los inviernos, soles y aguaceros, esos pasos aún se escuchan, aunque en estos días se han hecho molestos para los que se quedaron quietos. Es cierto: el hambre no puede esperar hasta abril y menos hasta agosto. Pocas veces he visto con tal claridad el privilegio de no estar sobreviviendo. El caso es que ahora el encierro sabe distinto. Puede ser el egoísmo a compartir algo que creí exclusivo o también el miedo a no tener alternativas, esas que en otros días siempre están al acecho, esas manos dispuestas a tomarme a cualquier hora para invitarme a la vida. Esa salvación que a veces llega en unas palabras, en una llamada, en una botella o en unos labios que no deben tener nombre. Porque hay que decirlo, el encierro como ahora, no siempre es voluntario. Mis encierros no siempre son buenos. Mi celda deja su encanto y muestra su censura, su pequeñez frente a un mundo que está pasando. Hay días que el que mira las paredes es otro, tal vez el yo verdadero; el que lamenta tanto amor por unas letras que atrapan, el que susurra que quemará los libros, el que invita a ser valiente y dejar de jugar al literato frustrado, el que busca por lo menos casas verdes y pies dorados, el que pide a gritos salir, el que odia las madrugadas sin ruido, el que se calla después de seis horas, cinco copas y cuatro besos. Lo bueno es que esos días son los menos. Todo depende del ánimo, eso cambia los sabores del encierro. A veces éste sabe a actitudes burdamente superiores y hasta con tufos intelectuales, a veces sabe a descansos merecidos por un día de vida, a veces a un ascetismo amateur que no sabe durar, pero a veces son infiernos, son túneles sabatistas que parecen sumirnos en una vida alterna sin otra posibilidad que la de ser un espectador de otras vidas. Ese es el sabor de este encierro. Pareciera que ahora muchos estamos de este lado del túnel, pero sin espectáculo de los de afuera, no existen por ahora. Hoy comparto el ansia de que esto acabe. Mis padres son mi principal argumento. Anhelo el día que la rutina vuelva a ser el signo distintivo de mis amigos, de mis vecinos, el mío. Anhelo el día en que todos se vuelvan a abrazar, a besar, a tomarse de las manos, el día que los pasos resuenen tranquilos como en el reciente enero, que algunos de esos pasos me dicten un cuento para seguir jugando. Anhelo volver a ver todo eso desde mi encierro.
David Villanueva nació el 2 de octubre de 1987. Es originario y residente de Toluca, en el Estado de México. Politólogo de formación y leedor de todo lo que se pueda. Devoto a las letras y aficionado a contar algunas historias mediante la escritura.
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Imagen de portada: Caminando frente al Hotel Plaza Madrid. Fotografía de Eduardo Meza Soto, 2014. CC