Sir Vidiadhar Surajprasad Naipaul, cuyo nombre de pluma fue V.S. Naipaul, nacido en 1932 en la isla de Trinidad, en el Caribe, de estirpe india, y uno de los narradores clave de finales del siglo XX, murió el pasado 11 de agosto en su casa de Londres, Reino Unido. Sus lectores podemos ufanarnos, quizá, si es que profesamos ese vicio tan usual de presumirles a los demás los libros transitados, de habernos divertido como enanos pérfidos con El sanador místico, Un recodo en el río, Guerrilleros, o su obra más conocida, Una casa para el señor Biswas, novelas todas agudas, acerbas y desesperanzadas, pero escritas, sin embargo, con una prosa diáfana y serena, que llega a provocar adicción. Otros quizá prefieran sus libros de crónicas, a caballo entre la ficción y la no ficción (él detestaba que llamaran a algunos de ellos “literatura de viajes”, aunque en cierto modo lo fueran, porque sentía que la etiqueta los minimizaba), como La pérdida de El Dorado, India (una civilización herida) o Entre los creyentes. Explorador implacable del mundo postcolonial, Naipaul ofició, en esos textos, como un notario del colapso de la ilusión libertaria en las naciones que se sacudieron el colonialismo británico y se vieron, de inmediato, arrasadas por la corrupción, la violencia, el radicalismo, la miseria… Ave de mal agüero, llegaron a decirle. A él, que tenía un carácter más áspero que sus mismísimas ideas literarias, no le perturbaba en lo más mínimo que lo llamaran lo que fuera. La crítica lo reconoció como un escritor notable desde sus inicios (ganó una ringlera de premios que culminaron con el Nobel de literatura, en 2001). A la vez, su pesimismo, su arrogancia personal (que era insondable, si hemos de hacer caso a multitud de testimonios) y la crudeza de sus juicios y opiniones lo hicieron entrar en conflicto con medio mundo. Biografías y confesiones a los medios nos han hecho saber, además, que Naipaul fue un tipo violento y cruel con su primera esposa, Patricia Hale, a la vez que sostenía una relación sádica (digna de diván, si no de ministerio público) durante tres decenios con Margaret Murray. Al biógrafo Patrick French le contó que se consideraba responsable de haber acelerado la muerte de Hale, enferma de cáncer, por contarle que frecuentaba prostitutas mientras ella se encontraba en pleno tratamiento. Se sentía responsable, sí, pero no culpable. Sir Vidia no parece haber sentido culpa de nada. A los amigos y conocidos los maltrató también. Al escritor estadounidense Paul Theroux, que lo veneraba, dejó de hablarle por años luego de que éste le recriminara, más o menos cariñosamente, haberse topado en una librería de viejo los ejemplares dedicados de sus obras que le había obsequiado. A pesar de ser el ofensor, Naipaul actuó como si fuera el ofendido y le aplicó a Theroux la ley del hielo. Mario Vargas Llosa cuenta en un artículo que lo invitó a una cena a su casa en Londres y que, pese a que se le sirvió un guiso de verduras, el vegetariano Naipaul se ofendió porque aquellas no habían sido cocinadas sólo para él, sino para cualquiera… Y las anécdotas sobre cómo humillaba o expulsaba de su lado a los periodistas que desconocían su obra o titubeaban al hablarle de ella son cientos. Todo esto nos deja claro que el ciudadano Naipaul era, sin duda, un sujeto muy desagradable, o incluso muy vil, a quien no nos hubiera gustado toparnos ni siquiera en el metro (lo cual habría sido difícil, porque lo suyo era ir en auto con chofer). A la vez, es innegable que este tipo misógino, malicioso, a quien Derek Walcott acusó de ser un llano racista, era un narrador extraordinario. ¿Una paradoja demasiado dura para esta época nuestra, en la que las reivindicaciones éticas ocupan el centro de las controversias estéticas y en la que muchos esperan que los artistas sean ejemplares guías de sus conciudadanos? Con ciertos autores, valdría, me parece, tomar las mismas precauciones que consideraría adoptar uno antes de acercarse a los tigres. No buscarlos en su propio terreno ni mirarlos más que si hay rejas de por medio, porque no tendrían empacho en echarnos el colmillo encima. Pero tampoco dejar de reconocer que esas fieras altaneras, en sus garras llenas de sangre, tienen algo oscuro, vital y viscoso de lo que nosotros carecemos. Y que por eso las contemplamos. O, dado el caso, las leemos. }
Imagen de portada: Fotografía de Frida Bredesen, en Unsplash.