El pasado abril asistí a la Feria del Libro de Bogotá. Para llegar tuve que volar desde Seúl durante once horas, esperar cinco en Los Ángeles y luego tomar otro vuelo por ocho más. Cuando aterricé, había pasado más de un día completo. Teniendo en cuenta la distancia entre Corea y Colombia, no es sorprendente que aquella fuera mi primera visita. Me daba curiosidad qué tipo de personas me esperaban al otro lado del mundo; me preguntaba cómo pensarían y cómo vivirían. Sin embargo, no puedo decir que haya aprendido algo sobre ellas incluso después de estar unos días en Bogotá, participar en tres charlas literarias y caminar por las calles observándolas. Por el contrario (probablemente), lo que se me ocurrió al conocer a gente que ha vivido en entornos completamente diferentes era esto: ¿Cómo creerían ellos que pensaba y vivía yo? Para llegar a conocer a otros, primero debemos enfrentarnos a la pregunta de quiénes somos nosotros. Y viceversa. ¿Quién soy? Entonces, ¿quiénes son los otros?
Quien me pidió que escribiera este texto abordó el tema del suicidio y agregó algunas preguntas. Una de ellas era por qué la tasa de suicidios en Corea es tan alta, lo cual me dejó un tanto perplejo. ¿Los coreanos se suicidan mucho? No lo sé. Para llegar a esa conclusión, es necesario saber qué tanto se suicidan en otros países, y eso lo desconozco. Por supuesto, al ver las estadísticas, es cierto que en Corea hay muchos suicidios. De acuerdo con los datos del año pasado, Corea ocupó el primer lugar entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Al igual que el año anterior a ese. Y el anterior… Pero ¿sabré algo más que eso? Es evidente que los coreanos están muy interesados en el suicidio. A veces, esas cifras nos causan un poco de orgullo. A menudo hacemos referencia a ellas para demostrar qué tan mala es nuestra situación, mejor dicho, para que reconozcan qué tan difícil es nuestro entorno y cómo lo estamos padeciendo. “¡Vaya que es duro vivir en esta sociedad! Así lo dicen las estadísticas, ¿lo ves?” Me viene a la mente un meme que ha estado rondando en las redes sociales. Es una imagen compuesta por cuatro fotogramas donde personas de cuatro países se turnan para decir algo.
Inglaterra: “Muero por el honor“.
Francia: “Muero por el amor“.
EE. UU.: “Muero por la libertad“.
Corea: “Muero“.
Aunque “Muero” puede significar “Me voy a morir”, ante todo se entiende como “Me estoy muriendo (porque la vida es muy dura)”, por lo que este meme pudo cautivar a los coreanos que se burlan de sí mismos al tiempo que enarbolan su orgullo de ser los mejores (¿?) en la tasa de suicidios.
Pero, realmente, ¿por qué tantos coreanos se suicidan? Unos dirán, como si nada, que la respuesta es el clima social que promueve la competencia excesiva. Parece simple, claro e incluso plausible, porque la realidad es esa. A los coreanos les gusta competir (de muchas maneras). Tendría que averiguar en qué medida le gusta la competencia a la gente de otros países para confirmar esta afirmación, como lo vimos antes, pero para ser honesto, no siento la necesidad de hacerlo. ¿Habrá alguien a quien le guste competir más que a los coreanos? No lo creo. En la televisión siempre pasan competencias tipo supervivencia, los estudiantes tienen que consultar su clasificación a nivel nacional cada vez que realizan un examen, y toda universidad o empresa está claramente clasificada en un escalafón. Para colmo, aquellos que se han hecho acreedores a la atención mundial en los últimos años y plantaron el orgullo nacional en el corazón de los coreanos, a fin de cuentas, ganaron competencias (Bong Joon-ho, director de Parásitos, ganó el premio a la Mejor Película en los Premios Óscar y en el Festival de Cannes; BTS ocupó el primer puesto en las listas Billboard; El juego del calamar consiguió el primer lugar en los índices de audiencia de Netflix; y el pianista Seong-Jin Cho ganó el Concurso Chopin).
Curiosamente, los medios (o el gobierno) parecen pensar que los coreanos se suicidan porque no pueden controlar su impulso interno de morir. Los medios tratan de no mostrar ese codiciado fruto. Al final de cada reportaje sobre el tema, aparece un teléfono que conecta con profesionales médicos en caso de que se lleguen a tener ideaciones suicidas. Cuando una celebridad se suicida, no se menciona cómo lo hizo, por miedo a que surjan imitadores y, cuando no es necesario informar la causa de la muerte, tan solo se dice que “falleció”. En determinado momento, la palabra suicidio ya no volvió a aparecer en ninguna transmisión, incluidas las noticias o las series. Se la ha reemplazado por otra expresión. La primera vez que la escuché en uno de estos programas (“Estaba desesperado y terminó tomando una decisión extrema”), lo interpreté como un simple recurso literario. Incluso cuando vi que en una noticia periodística se informaba sobre un hombre que se quitó la vida y se decía que había tomado una “decisión extrema”, pensé que el artículo estaba imitando los diálogos de aquel drama tan popular. Claro, me gusta confiar en los expertos. Aunque parezca un método ridículo, vale la pena que una sola persona se libere del impulso de suicidarse. De cualquier modo, no puede sino ocurrírseme una situación como esta: “—Junho tomó una decisión extrema. —¡No es posible! ¿Está muerto? —¿De dónde sacas eso? Quiero decir que dejó la facultad de Derecho y se fue a estudiar literatura creativa”.
Pero, ¿será verdad que los coreanos tienen más pensamientos suicidas que la población de otros países de la OCDE? En Corea hay una broma que dice: “—¿Es cierto que en cada casa tienen un refrigerador aparte para almacenar kimchi? —Para nada, eso es un estereotipo. —Entonces, ¿en tu casa no hay? —No, en mi casa sí hay”. No lo sé. No sé si todos los coreanos tienen impulsos suicidas, pero yo he estado luchando contra ellos de forma constante desde que tenía al menos diez años (y mi casa, por supuesto, tiene un refrigerador especial para el kimchi).
No es una dicotomía muy sofisticada, pero con base en mi experiencia, puedo decir que hay dos tipos principales de pensamientos suicidas. El primero se basa en el anhelo de “otra” vida. Los de mi infancia tuvieron diferentes orígenes, que al final podrían resumirse así. Creo que los pensamientos suicidas que surgieron de la desesperación por no poder escapar de la violencia doméstica y el deseo de probar mi amor a una chica que no me correspondía dando mi vida por la de ella cuando sufrió un accidente automovilístico no eran tan diferentes entre sí. En la novela Lucy, de Jamaica Kincaid, se encuentra el siguiente pasaje:
Una niña puede desear la muerte de alguien, y puede estar tentada a llevarla a cabo ella misma, pero también querrá que la persona muerta resucite y viva como antes, si aquello que la hizo desearle la muerte en primer lugar se ha esfumado.
La capacidad de negar la vida actual hasta el punto de destruirla con nuestras propias manos solo es posible cuando anhelamos una vida verdadera y nos decimos que, en principio, no debería ser así. Supone anhelar la muerte intensamente como si hubiera una segunda oportunidad. La niña en Lucy también debe haber deseado la muerte de alguien con sinceridad. Y habrá esperado que, tras morir, esa persona reapareciera bajo una nueva versión de sí misma. El problema es que si uno es quien anhela morir e incluso tomar el asunto en sus propias manos, al final imagina que tendrá la oportunidad de descubrir lo que realmente quería. Y esto no es una tierna fantasía de un niño inmaduro, sino una ideación suicida que muchas personas albergan. Sin importar la religión, ya sea que creamos en la otra vida o no, el poderoso impulso de un anhelo conduce a la acción. No dejo de pensar que ese mismo principio puede ser la fuerza que mueve el odio o la negación de mí mismo que a menudo me embargan.
El segundo tipo serían los pensamientos suicidas por la carencia de anhelos. De hecho, esto sería más un suicidio por elección que un impulso. El caso más cercano que he experimentado fue el de una compañera de trabajo hace unos diez años. Después de su divorcio, cayó en el alcoholismo. Aunque estuviera en la oficina, a menudo se quedaba sentada por una o dos horas con la mirada perdida. Nos hicimos cercanos al sentarnos ante una mesa amplia con la comida que cada uno llevaba de su casa para almorzar. Yo acostumbraba a salir a un restaurante. Sin embargo, ella parecía no tener con quién comer, así que decidí llevar almuerzo de casa una o dos veces por semana para hacerle compañía. Ya sea porque estuviera agradecida o porque tuviera una personalidad amistosa, tomó nota de mi comida favorita y la preparó en abundancia. Una vez dije que me gustaban las algas, así que horneó suficientes para semanas y llenó con ellas el congelador. Parecía ir recuperándose. Ya trabajaba sin quedarse con la mirada perdida, sonreía y hablaba con sus colegas. Hasta que un día, otros compañeros y yo nos enteramos de su fallecimiento. Se había quitado la vida. En su funeral hubo pocos dolientes, a excepción de unos cuantos compañeros de trabajo, y no se pudo localizar a su familia. De casualidad, tras su muerte, me cambiaron de departamento y me tocó sentarme en su asiento, donde encontré que aún estaban sus pertenencias. Lo que más me llamó la atención fue el cajón de su escritorio lleno de paquetes de fideos instantáneos. Por alguna razón, no podía tirarlos, así que comencé a comerlos a la hora del almuerzo, y había tantos que me tomó varias semanas terminarlos.
En ese entonces, me imaginé que ella podría haber estado pasando por dificultades financieras o sufrido alguna traición. Es decir, que podría haberla atacado de nuevo la misma crisis o una nueva mientras se recuperaba. Pero luego se me ocurrió que no le había pasado nada, sino que los signos de recuperación la habían dejado sin esperanza. ¿Y si no hubiera recobrado el deseo de vivir incluso después de dejar el alcohol y retomar una vida normal? Que aquello hubiera confirmado la ausencia de anhelos podría haber sido la razón de su suicidio. Realmente no lo sé, porque la conocí muy poco y no tengo forma de descubrir algo más. Sin embargo, ahora pienso que su muerte no fue un impulso, sino una elección. O, quizá, es lo que quisiera creer. Su muerte se convirtió en un catalizador que me hizo pensar en el suicidio.
Así como todos tenemos un lugar y un día de nacimiento, todos tendremos una fecha y una causa de muerte. Por eso suelo pensar en la causa de mi muerte y la de mis amigos. Nosotros constantemente albergamos pensamientos suicidas con el anhelo de “otra” vida, pero, al final, lo que tendremos que enfrentar es “la carencia de anhelos”. ¿No seríamos capaces, entonces, de tomar una decisión no tan extrema? El no poder elegir mi ciudad natal no significa que no pueda elegir la causa de mi muerte. Cada vez que me asaltan estos pensamientos, recuerdo el deceso de mi compañera de trabajo. Si un día pierdo todo anhelo de vida y decido morir, quizá piense en su rostro. Dado que ella tomó esa decisión antes que yo, podré comprender cómo se sintió a lo largo del proceso de decidir, ejecutar y llegar al final, mientras yo mismo lo esté haciendo.
El hecho de que a menudo haya luchado con pensamientos suicidas no significa que le tema menos a la muerte. Pensar que es el fin de la existencia y tras ella no queda nada me deja sobrecogido por un miedo intolerable. Es un sentimiento que me hace temblar y me congela hasta las ideas, a pesar de que un pensamiento no la hace real. Tal como todos los que ya están muertos, todos los que estamos vivos tendremos que dejar este mundo algún día. Y lo importante no es que así deba ser, sino si podemos aceptarlo. Si no pudiera rendirme a la muerte, a la nada eterna, el temor nunca me abandonaría; pero si pudiera aceptar la muerte antes de llegar a ella, ¿qué me detendría de llevarla a cabo por mi cuenta? ¿Será que pienso así porque soy coreano? No lo sé.
Imagen de portada: ©Yuna Park, Byte Cellar #1, de la serie Byte Cellar, 2008. Cortesía del artista