El veneno no está en la planta sino en la dosis. Versión libre de la frase de Paracelso
¿Tiene sentido concebir un museo de papel? Es factible imaginarlo, desde luego; pero yo iría incluso un poco más lejos. Me parece que en ciertas ocasiones, tal como la que tenemos entre manos, dicho elemento constructivo en forma de pliego podría ser su manifestación más adecuada. ¿Qué sería más congruente al elegir con qué hemos de edificar el recinto destinado a exhibir una colección de plantas insólitas que valerse, precisamente, de la misma materialidad que distingue a los especímenes que serán resguardados en su interior? La forma y el contenido, espejos complementarios de una misma esencia. Tal como si se tratara de un mapa elaborado con la exacta tierra que este perfila, el museo sobre el mundo vegetal que nos ocupa ahora se esparce sobre folios de celulosa. Estamos ante un pequeño gesto arquitectónico —no sé si podría llegar a considerarse un edificio, pero no cabe duda de que es posible habitar en sus adentros de manera transitoria—: un vivero de perímetro rectangular y macizo cimentado sobre paredes delgadísimas (finas láminas de papel bond ahuesado de 90 gr/m2) en el que se despliega una serie de pasillos, galerías ramificadas y una infinidad de recorridos posibles.
Un libro, pues, pero un libro que es también un herbario. Un museo botánico de papel para llevar en la maleta. Un templo esculpido en pulpa arbórea procesada, sin ir más lejos, cuya colorida superficie se encuentra labrada por grafemas (que a lo largo de las páginas van componiendo una prosa tan entretenida y nutritiva como poética) intercalados por imágenes intrigantes (ilustraciones de compendios naturalistas antiguos, esquemas anatómicos, fotografías extrañas y collages llamativos) y que, en conjunto, nos abren las puertas para explorar un acervo de relevancia no solo científica sino también artística e histórica. Una colección de plantas, vaya, tan valiosa en términos taxonómicos y evolutivos como clandestina en cuanto a su conocimiento y consumo; y es que las vegetaciones que pueblan este almanaque, como su título tiene a bien señalar, están prohibidas.
¿Prohibidas por quién (valdría preguntarse a estas alturas)? Ni más ni menos que por la COFEPRIS (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios) en el documento “ACUERDO por el que se determinan las plantas prohibidas o permitidas para tés, infusiones y aceites vegetales comestibles”. Ciento cuatro especies de flora, para ser exactos, cuyas raíces, tallos, semillas, hojas, cortezas o flores, según sea el caso —e inclusive la planta completa tratándose del alhelí amarillo, la anémona de los bosques, la belladona o el cáñamo, por mencionar solo algunas—, se encuentran restringidas para ciertos usos debido en buena medida a su toxicidad.
El listado en cuestión no refiere únicamente a las plantas con propiedades psicoactivas, daturas (toloache, floripondio, burundanga) y sus semejantes —aunque sí engloba a la mayoría de hierbas que cuentan con alcaloides de carácter enteógeno en sus tejidos—, sino a muchas otras que, aunque inofensivas si se consumen a menudo de diferentes maneras, sí presentan riesgos al ser ingeridas por medio de tés, infusiones o aceites. Pensemos por ejemplo en el socorrido pero menospreciado epazote. Así es, ese modesto epazote que rellena quesadillas, ilumina guisos y salpica tamales y que, de acuerdo con la sazón de cada hogar, podría parecernos de rigor cotidiano. Resulta que si se bebe a la manera de un té cargado puede llegar a ser letal (debido al ascaridol que contiene, nos advierte la entrada incluida en el libro).
Ya lo decía Paracelso, el célebre alquimista, médico y astrólogo suizo que a finales de la Edad Media se consagró como el padre de la toxicología: “Todas las sustancias son venenos, no existe ninguna que no lo sea. La dosis diferencia un veneno de un remedio”, o si se prefiere aludir a su fraseo más elegante y depurado: dosis sola facit venenum, es decir, “solo la dosis hace al veneno”.
Fue justamente el mencionado “Acuerdo” de plantas prohibidas —o venenosas, si atendemos a la presentación de su oferta— de COFEPRIS lo que llevó a la etnóloga e historiadora María del Carmen Tostado Gutiérrez a zambullirse profundamente en el tema. Eso mismo generó su extensa investigación, el esfuerzo creativo, la colecta iconográfica y una posterior colaboración con Emiliano Becerril (editor de Elefanta Editorial) hasta que el proceso al fin devino en este adictivo, desbordante y efervescente ejercicio de indagación naturalista que podríamos incorporar, si no es que directamente dentro del catálogo de museos de historia natural, dentro del floreciente género de la liternatura en español (piezas literarias que abordan la naturaleza, por si quedara duda). Como autor de ese mismo género confieso que el resultado es envidiable. Pocas obras que yo recuerde incorporan de forma tan fluida y multidisciplinaria aspectos estéticos para diseminar el conocimiento. El álbum bajo inspección —que hace ecos del excepcional libro La inteligencia de las flores (1922) de Maurice Maeterlink— no solo es un agasajo para la imaginación y el intelecto, sino también para los sentidos. De entrada: un banquete a la vista, pero de forma indirecta también al oído, siempre y cuando el lector goce del diálogo interno con el que se vocaliza involuntariamente la poesía dentro de la mente.
Con gran sentido del humor, trayendo constantemente a colación sagas peculiares de la antropología y de la ciencia y agregando una cantidad sumamente satisfactoria de datos sorprendentes, la autora consigue una proeza nada sencilla: transmitir una cantidad extraordinaria de información por medio del artificio lúdico.
Almanaque farmacopeico, tratado histórico, ensayo visual y poético, monografía botánica e instructivo práctico de usos tradicionales, industriales y populares de las plantas prohibidas, esta obra hace alusión también a los límites de la imaginación y del entendimiento particulares a cada una de las distintas épocas en las que se va adentrando. En ella se plantea un juego reflexivo que salta a través del tiempo, en el que se cruzan especímenes, disciplinas, estilos y representaciones plásticas de los diferentes periodos y geografías retratadas.
Hay algo de aquelarre en estás páginas, algo de manual de druida, algo de códice secreto y mucho juego simbólico que llama a seguir mirando (o quizás decir descubriendo sería más atinado). La aproximación por la que se inclina María del Carmen para abordar la biología esboza sorpresa, frescura y una afable disposición a dejarse encandilar por las frondas que se van asomando en su campo de escrutinio. Para mí su estilo remite a una bitácora de exploración decimonónica de tierras lejanas sin dejar fuera información actual. En suma, consigue enarbolar un tratamiento creativo de la realidad que maravilla y lleva a revalorar la vida vegetal. De la Bryonia dioica nos dice, por ejemplo:
Las plantas trepadoras son un modelo adelantado a su tiempo, casi animal, cazadoras de luz solar. Inquietas, raras en el reino, las bryonias se salen de toda norma. Pertenecen a la familia de las cucurbitáceas, plantas que se mueven rápidamente lanzando pequeños zarcillos sensibles a través de los cuales perciben la luz y les sirven de sostén para sujetarse, en su afán de subir y alcanzar el máximo posible de luz.
Poco más adelante la autora nos cuenta sobre experimentos recientes en los que se ha constatado que estas plantas son capaces de percibir el entorno y anticipar su próxima posición. Por ejemplo, si en repetidas ocasiones los investigadores mueven quince centímetros a la derecha la percha a la que ansía llegar la trepadora, esta comenzará a aventar sus zarcillos quince centímetros más adelante de lo que se encuentra la percha en un momento dado. Es decir que, basada en la experiencia inmediata, de alguna manera la planta comprende y predice lo que sucederá.
Es de dominio público que en los libros —al igual que en los museos— podemos perdernos, hacer una inmersión en su interior e irnos de paseo. Viajar de la mano de las plantas prohibidas hacia parajes lejanos, dispersarnos como semilla por el viento hacia otros tiempos. Trepar como bejuco que analiza el entorno y penetrar en saberes censurados. Desentrañar, cual raíces removiendo el subsuelo, estratos olvidados de esa historia que compartimos: brotes, tallos, nervaduras y fermentos que, para bien o para mal, nos han ido moldeando hasta germinar en la sociedad que somos hoy. Una fruta colectiva un tanto marchita quizás, pero con posibilidades de ser regada y así reverdecer.
Elefanta Editorial, Ciudad de México, 2022
Por si aún hiciera falta un poco más de incentivo, acá la liga a la presentación del libro en la Sociedad de Científicos Anónimos:
Imagen de portada: Poleo (Mentha pulegium), en John Stephenson y James Morss Churchill, Medical Botany, 1834-1836. Wellcome Collection