Sin juego no es posible convertirse en sujetos vinculados con otros, incidiendo en la sociedad. Francesca Gargallo
Desde pequeña me ha gustado jugar. La verdad es que no era buena en deportes ni muy activa que digamos en el patio escolar, pero en otros espacios disfrutaba correr, andar en bicicleta, trepar árboles, cercas e imaginar que era un héroe. Eso sí, nunca estuve sola. Desde que nació mi hermana menor, a quien le llevo poco más de un año, hicimos equipo para sobrevivir juntas.
En nuestra casa teníamos dos cosas aseguradas: libros —por mi mamá, que es maestra de español— y una computadora —por mi papá, que es ingeniero en sistemas—. Nosotras nunca jugamos en las maquinitas de las tiendas del barrio ni disponíamos de consolas pero, aunque sí teníamos juguetes, mi papá siempre se encargó de proveernos videojuegos, sin importar lo sencillos que fueran, como la “Viborita” que movía su sinuoso cuerpo verde brillante sobre un fondo negro. Conforme se actualizaban los equipos y los sistemas operativos, papá nos conseguía nuevos títulos, respetando la condición de mamá: que no hubiera disparos ni violencia extrema. Lo que más jugábamos entonces, en ocasiones a cuatro manos, eran RPG (Role-playing Games o juegos de rol) y juegos de estrategia. Como no podíamos comprar los discos originales, los marchantes del tianguis fueron parte de nuestra formación lúdica. A veces los discos venían bugeados (con errores de programación o copiado), así que pasábamos varios días tratando de subir de nivel en escenarios incompletos o deformados, hasta que pudieran hacernos el cambio, porque esperar o rendirse no eran opciones. Y no por el miedo a la derrota, sino porque necesitábamos saber qué ocurría después y debíamos lograrlo juntas.
Los años pasaron y yo me dediqué a las letras y las narrativas gráficas; mi hermanita, por su parte, al modelado 3D dirigido a videojuegos, realidad virtual y realidad aumentada. Ella ha sido la encargada de enseñarme desde entonces. La adultez nos quitó tiempo, pero no el deseo de seguir jugando (incluso ahora cada una tiene su cuenta de Steam, una plataforma libre de videojuegos donde guardamos algunos títulos de nuestra infancia a los que regresamos). No obstante, crecer también nos hizo entender que mis papás, con mayor o menor conciencia, nos protegieron de una de las partes más terribles y comunes de la cultura gamer: dado que solo teníamos acceso a juegos o modalidades de jugador único y fuera de casa no hablábamos de este tema, no nos tocó ser acosadas o insultadas por ser niñas. Crecer, además, fue descubrir los niveles de violencia que sufren las chicas que quieren formar parte del mundo de los videojuegos, ya sea como jugadoras o como desarrolladoras, y darnos cuenta de lo poco que suenan los nombres de mujeres en la industria. Son esos vacíos los que han perpetuado la idea de que a las niñas y las mujeres no les gustan los videojuegos.
No estoy diciendo nada que no sepan o intuyan, estoy segura, pero vale la pena echar un vistazo al panorama que nos concierne. Según Statista, en 2021 la población de jugadores en Estados Unidos se componía de un 58.5 por ciento de hombres y un 41.5 por ciento de mujeres (en este caso no se consideró a personas no binarias); sin embargo, de acuerdo con The Guardian (2020), las mujeres representan apenas el 20 por ciento de toda la fuerza de trabajo en videojuegos a nivel mundial. Barry Lee, agente de eSports (campeonatos de videojuegos a nivel profesional), cuenta que las campañas publicitarias de los años noventa y la primera década del siglo XXI estaban dirigidas a niños y adolescentes, lo que determinó en gran medida que estos orientaran sus intereses personales y profesionales hacia los papeles de gamer y desarrollador y, eventualmente, se convirtieran en una mayoría aplastante. Pero no siempre fue así.
Según la plataforma Digital Future Society, los primeros softwares de computadora fueron programados por mujeres. En la década de 1940 este tipo de trabajo era considerado secundario, perfecto para que una mujer se encargara de él mientras los hombres trabajaban en el hardware, la parte tangible de las computadoras que, según ellos, implicaba mayor complejidad y fuerza física. Pero en la década de 1960 todo cambió: Margaret Hamilton, científica computacional y matemática, escribió el código responsable del alunizaje del Apolo 11. La atención mediática suscitada por el logro de Hamilton provocó que los hombres empezaran a acaparar el campo de la programación y se produjeran dinámicas que desalentaban a las mujeres a participar como antes. Hacia los años ochenta, en medio de un boom (y una crisis) del mercado de los videojuegos, apenas había lugar en el sector para las mujeres, hecho que fue reforzado con subsecuentes campañas de publicidad.
Mientras mi hermana me contaba esta historia, me di cuenta de que algo muy similar había pasado en otra industria: Hope Nicholson, investigadora y especialista en archivos de cómics, cuenta que durante la Segunda Guerra Mundial las mujeres en Estados Unidos también se habían hecho cargo y mantuvieron a flote la industria editorial (como muchas otras), y que precisamente en los años ochenta la distribución de cómics dejó de centrarse en los kioscos (espacios públicos) para reorientarse hacia tiendas especializadas (espacios cerrados) que resultaban hostiles para las chicas. Esto, aunado a la reductora equivalencia de cómics y superhéroes, influyó de manera crucial en detrimento de la formación de lectoras de este género, ¡por eso todavía se cree que a las niñas y las mujeres no les gustan los cómics!
En ambos casos, el nacimiento y desarrollo de internet y las plataformas digitales han ayudado a darle un giro importante al asunto. Gracias al esfuerzo colectivo, la industria ha cambiado muchísimo en las últimas décadas y ha aumentado la población de mujeres jugadoras y desarrolladoras. Kim Swift, por ejemplo, es diseñadora de niveles y dirigió un equipo de trabajo en el estudio Valve para desarrollar el juego Portal, uno de los títulos más innovadores del género puzzle; Aya Kyogoku fue directora de Animal Crossing: New Leaf, e incluso fue guionista de dos títulos de The Legend of Zelda: Four Swords Adventures y Twilight Princess; Rhianna Pratchett participó como escritora en jefe de Tomb Raider y de Rise of the Tomb Raider; Kellee Santiago es diseñadora, productora, cofundadora y ex-CEO de Thatgamecompany, el estudio detrás de Journey, un juego de aventuras galardonado por lo revolucionario de su propuesta estética y mecánica.
Asimismo, cada día hay más grupos y asociaciones enfocados en incentivar a niñas, adolescentes y mujeres a dedicarse a la ciencias duras, incluyendo, por supuesto, la programación. En México tenemos Women in Gamex (fundado por Diana Rodríguez Aparicio), un espacio al que se invita a mujeres involucradas en diferentes áreas de los videojuegos —productoras, programadoras, diseñadoras, artistas digitales, etcétera— a dar charlas sobre su experiencia laboral con el fin de visibilizar su trabajo y promover la formación de alianzas y redes de apoyo. En España existe FemDevs con propósitos y dinámicas similares. En Argentina está Women in Games AR, conformado tanto por mujeres cisgénero como por disidencias sexogenéricas que buscan “visibilizar, educar y crear oportunidades de acceso y trabajo para grupos y minorías tradicionalmente en desventaja”.
Por desgracia, tanto en videojuegos como en cómics, hay quienes desde el odio o el desdén critican la formación de espacios distintos y la visibilización de mujeres en campos “de hombres”, lo que vuelve muy tortuosa la labor. Esas mismas voces se encargan, por ejemplo, de que numerosas personas tengan miedo de prender sus micrófonos durante las partidas de múltiples jugadores y hacer evidente que son chicas, porque serán recibidas con burlas, insultos, insinuaciones y amenazas de violencia física y sexual (esta es una de las principales razones por las que hay tan pocas mujeres profesionales en los eSports).
Escuchaba a mi hermana hablar con enorme pasión sobre estas historias que yo desconocía. Me acordé de cuando la vi hacer su tesis sobre diseño de ambientes para videojuegos, trabajar incluso a grados patológicos en diferentes estudios (tanto de videojuegos como de efectos especiales y materiales educativos) y ser, muchas veces, casi la única mujer en el equipo. He visto cómo ha amadrinado a jóvenes que están aprendiendo y el rigor con que les ofrece guía, sé cómo se ilumina su rostro cuando descubre un nuevo título y busca quién y cómo lo realizó, y que sueña con seguir haciendo los suyos propios (los mejores juegos, no cabe duda, son cosa seria, y desde la infancia lo tenemos muy claro). La veo, nos recuerdo y pienso en todas las niñas a las que se ha desterrado de manera directa o indirecta de este universo, las que han sido taladradas con la idea de que no es para ellas, las que ni siquiera contemplan la posibilidad porque nunca se les presentó… y las que, a pesar de todo, ahí siguen, resistiendo y buscando compartir su trabajo.
No sabemos qué nos depara el futuro, pero sé que debe haber juegos para todo mundo: para quienes buscan ponerse a prueba y para quienes necesitan descanso y consuelo, para quienes juegan mirándose en un espejo personal y para quienes juegan mirándose en el espejo de otras personas. Y también que debemos tener la garantía de que crear juegos sea un juego en sí mismo y no algo que le cueste el espíritu o la vida a una persona.
Imagen de portada: Imagen de The Legend of Zelda: Four Swords Adventures, escrita por Aya Kyogoku, 2006