En 1999 el cineasta español Félix Viscarret viajó a un pequeño barrio del sur de La Habana llamado Mantilla guiado por una vieja ambición: encontrarse con Leonardo Padura (Cuba, 1955) para lanzarle una propuesta: hacer de sus novelas una obra cinematográfica. Sólo pasados diecisiete años ese proyecto pudo materializarse en una miniserie de cuatro capítulos ahora disponibles en la plataforma Netflix. Lleva por título Cuatro estaciones en La Habana y es un cine pobre. Explico. Dos años después de aquel viaje a Mantilla, en el 2001, Humberto Solás, también director de cine, pero éste cubano, hizo el tornaviaje; fue de Cuba a España, para lanzar un manifiesto que aclaraba malentendidos: “Cine pobre no quiere decir cine carente de ideas o de calidad artística, sino que se refiere a un cine de restringida economía que se ejecuta en los países de menos desarrollo”, se lee en la proclama. Al comparar esta serie con, por ejemplo, uno solo de los capítulos de Game of Thrones, pongamos por caso “Battle of the Bastards” —que costó unos 10 millones de dólares—, la de Viscarret resulta no ya un cine pobre, sino escuálido. Aunque quisieron, Mariela Besuievski y Gerardo Herrero, los productores de la serie habanera, no pudieron grabar escenas del pasado, pues ello requería dinero extra para hacer las adaptaciones correspondientes. Irónico: la melancolía, haz y envés de Cuba, también sufrió un bloqueo. No obstante, ésta fue una obra que intercambió presupuesto por ideas. La solidez de las historias se debe a que la serie es una adaptación de las primicias cosechadas por Padura entre 1991 y 1998, de sus primeras novelas negras, protagonizadas por el entrañable teniente de investigación Mario Conde (Pasado perfecto, Vientos de Cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño), y a que el guion fue escrito por el propio autor, en colaboración con Lucía López Coll, su esposa. En ellas se tratan problemas que la Revolución no ha podido ultimar del todo: oportunismo político, tráfico de drogas, homofobia y corrupción. Todos los crímenes son investigados por el teniente más querido del barrio: Mario Conde, quien cambia detonaciones por corazonadas, sobornos por cofradías y legislaciones por novelas, aunque hay en él algunas cosas irrenunciables: las mujeres y el alcohol. Un inédito que no puede ser sino un policía literario. Por otra parte, la calidad artística de la serie está garantizada por la fotografía del español Pedro J. Márquez y por la dirección de arte del cubano Carlos Urdanivia. Esta dupla reinventó el género e hizo lo que nunca: filmar cine negro de día. Doble mérito, pues las atmósferas brumosas se conservaron, pese a lo envalentonado que es el sol en el Caribe. Hay tomas de tonos crepusculares, intimistas y profundamente conmovedoras; de muchas texturas, facilitadas por la pátina decadente de los edificios del barrio El Vedado —donde se grabó la mayoría de las escenas—, y de temperaturas cambiantes, generadas por la combinación de luces neón y de bombilla. “Es que esa ciudad, con sus recovecos, sus callejones poco iluminados, con sus misterios […] parece que está pidiendo ese género, parece que está pidiendo que ruedes ahí un noir”, contó Viscarret en una conferencia. En el infinito borde de la costa cubana, eso que el poeta Virgilio Piñera —artista homenajeado en Máscaras— llamaba “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, sobraron las escenificaciones en esquinas de habitaciones, tan habituales del género. El resultado fue un noir exótico e inédito, pues nunca antes había sido tan colorido, tan tropical. Aún más: fueron los primeros en hacer tomas aéreas con drones en la isla, aunque para ello tuvieran que batallar meses con la burocracia a fin de conseguir los permisos. Por otro lado, está el reparto; destacan el cubano Carlos Enrique Almirante, la colombiana Juana Acosta y la española Mariam Hernández. El gran reto se presentó en la selección del actor principal. En sus obras, Padura acostumbra describir detalladamente a sus personajes, “a pelos y señas”, dice él, menos al protagonista, por lo que cada lector ha tenido que figurar a su propio Conde. Finalmente, se optó por Jorge Perugorría, la cara más conocida en Cuba. No sin generar desconciertos. “Eres demasiado guapo para ser Conde, y un poco pasadito de peso”, reza la cantaleta que le dirigen al actor en cada uno de sus paseos por La Habana desde que la serie se transmite en Cuba. Es un Conde que no gusta a todos, pero digamos que es uno posible, aunque, eso sí, en lo histriónico, no deja deudas. Aunque Netflix irrumpió en 2015, sólo es costeable para las altas esferas o para las familias que reciben constantes y sonantes remesas de los traidores (o tredólares, según se vea). Pero el cubano siempre encuentra el modo. La nutrida lista de telenovelas mexicanas comparte lugar tanto con la obra completa y digitalizada de Padura como con la serie en cuestión en “el paquete”, esa colección de material digital que circula clandestinamente en la isla, ofrecido a un módico precio, y sin el cual miles de cubanos no tendrían acceso a tantas y tan variadas obras literarias y cinematográficas.
El hambre de Padura
Hubo un tiempo duro, realmente duro para la isla. Entonces, a cada habitante se le repartía una “Libreta de abastecimiento”, en la cual se estipulaba la ración diaria de comida a la que se podía acceder. Ni un gramo más. Ni un gramo menos. Se llamó “Periodo especial en tiempos de paz”. Fue la época en que los frigoríficos se rebautizaron: “el coco”, porque al igual que la fruta, son blancos y están vacíos por dentro. Sólo agua había: agregaban azúcar, la ponían al fuego y luego quedaba esperar a que volviera la barriga a rugir. En 1991, la URSS se desintegró y con ella, los acuerdos comerciales con Cuba; se dejó de exportar crudo y derivados del petróleo. Vino un shock energético en el país caribeño y, consecuentemente, un colapso en su producción de alimentos. Para 1993 el consumo anual per capita de carne en la isla había caído de 39 a 21 kilogramos; el de pescado, de 18 a 8 kilogramos; el de lácteos, de 144 a 53 kilogramos. En un año el cubano perdió una media de nueve kilos, según cuenta Emilio Santiago Muíño en su tesis doctoral. Es por ello que Mario Conde no logra concebir de dónde es que Jose, la madre de su mejor amigo, logra cocinar tan abultados platillos para cuatro hambrientos comensales. —Jose, un día me vas a tener que decir a mí de dónde tú sacas esta comida. Voy a tener que meterte presa porque costilla de res no hay ni en el noticiero —bromea Conde en el tercer capítulo, cuando la santa señora le pone un tamal hecho con maíz rallado, relleno de carne de puerco, pollo y unas costillitas de res. —Pues de la imaginación, de dónde más —resuelve la mamá del “Flaco” Carlos. Con estos detalles, Leonardo Padura ofrece al televidente un retrato de la cruenta Cuba de los noventa, con un ángulo distante de como lo propone el realismo sucio y radicalmente opuesto a los escritores de novela negra de su tiempo, tan oficialistas, tan acomodados y arropados en la literatura de género. Además, con esta serie demuestra su capacidad como guionista y el compromiso social con su patria.
Imagen de portada: Fotograma de Félix Viscarret, Cuatro estaciones en La Habana, Netflix, 2016