Algo que comparten el ejercicio de la crítica literaria y su objeto de estudio es que a través de la escritura ambos se lanzan a “la búsqueda de lo absoluto”, como diría Maurice Blanchot. Tanto el crítico como el escritor trabajan la lengua hasta agotar, en la medida de lo posible, el tema tratado y producir impresiones novedosas. Se puede percibir el aspecto vano de estos afanes pero también, paradójicamente, el orgullo desmedido que los sustenta. Esta dinámica vincula irremediablemente escritura y vanidad.
La definición y el uso de las palabras las cargan con diversos sentidos. Un mismo término abarca distintas acepciones y relacionarlas entre sí resulta en una interacción particularmente fecunda: los matices entre significados invitan a ejercer un pensamiento activo que rompe con los clichés y las ideas preconcebidas. Vanidad es una palabra con varios significados, de los que podemos percibir dos orientaciones diferentes. Por un lado, se refiere a aquello que es vano, inútil y cuyo valor es totalmente ilusorio. Del otro, se refiere a una persona satisfecha de sí misma y que gusta de mostrarlo. Las dos acepciones, lo sabemos, difícilmente se tocan: entre un personaje pagado de sí mismo y la idea de que todo es vano la distancia es inmensa. Por ello me parece útil analizar lo que han pensado algunos escritores sobre su propia actividad. De hecho, gracias a que frecuento a este tipo de creadores desde hace tiempo y a que a veces me dedico también a la escritura, me resulta evidente que el escriba está inmerso en una dinámica singular frente a esta complacencia ante sí mismo y el avasallador sentido de la nada. Su actividad debería protegerlo de la vanidad en ambos sentidos del término. Por un lado, esta práctica conlleva lecciones de humildad y cuestionamientos permanentes, y por el otro, rechaza el aspecto vano y nihilista que acongoja a veces el espíritu del creador ante su obra. Ambas son pruebas de la voluntad de no capitular.
Aunque algunos son sensibles a los elogios y les gusta poner por delante su talento para brillar en sociedad, o sencillamente gustan del reconocimiento, en todos los casos surge una pregunta: la de la utilidad de la escritura, cómo interviene en la sociedad y las consecuencias de no mantenerse encerrada en una estéril zona de confort, sin lazos con el mundo. El Eclesiastés lo dice: “Lo que fue, eso será; y lo que se hizo se volverá a hacer; no hay nada nuevo bajo el sol”.
¿Para qué escribir si todo ha sido dicho ya? ¿Acaso el autor está condenado a formular simples variaciones a partir de lo ya dicho? ¿Acaso nuestra libertad consiste en adaptar infinitamente las tramas formuladas antes de nosotros? Cada escritor (e incluso quien no lo es) ha tenido que enfrentar tales preguntas. La escritura aparece como tensión entre estas interrogantes: es afirmación y desafío al mundo. Escribimos y publicamos porque no estamos satisfechos con lo existente. Como dijo Pessoa: “escribo porque el mundo no basta”. Eso puede provocar cierta satisfacción, pero en exceso genera en el autor un orgullo fuera de lugar.
Sin embargo, sigue siendo la lucha contra el sentimiento de “para qué…”.
En la lentitud de su ejercicio, la escritura rechaza el lado vano de las cosas e intenta atrapar el valor de la palabra y la creación. Escribir es saber rechazar, es decir, negar la vacuidad y sentir que cada palabra puede albergar una nueva dosis de utilidad y resplandor, a pesar de que en apariencia repose sobre lo ya visto. La influencia de un libro recae únicamente en el espíritu de quien lo escribe y quien lo lee. No le podemos pedir más a un texto que conmovernos, hacernos pensar y reaccionar, lo cual, claramente, puede tener consecuencias en todos los sectores de la actividad humana. Como afirma Leiris: “en el uso literario de la palabra solo veo una manera de afilar la conciencia para vivir plena e intensamente”. Este papel es la única certeza que aleja al escritor y al lector del tormento de la duda y los obstáculos ligados a la atracción por el vacío o la repetición, así como de percibir la inutilidad de toda creación. La literatura debe nutrirse con el desconcierto y lo inesperado, con los secretos que afloran en la vida y los misterios de lo insondable. Percibirlo implica entrar en ella y sentir cuánto vibra cada nueva página por su singularidad, incluso si creemos estar condenados a la repetición.
Discernir la relación entre vanidad y escritura implica saber cómo el autor puede sentirse satisfecho de aquello que ha producido: él abandona su texto cuando cree que no puede mejorarlo y, por lo general, se pone manos a la obra para comenzar un nuevo libro. Esa es la paradoja de la literatura, que la coloca en oposición al “¿para qué?” pernicioso que puede minar el espíritu de aquellos que se entregan a ella. Más que un rechazo, la escritura es afirmación infinita. Como dice Joyce Carol Oates en The Faith of a Writer: “El ‘éxito’ en sí mismo es solo una forma de ‘fracaso’, un compromiso entre lo que deseamos y lo que obtenemos”. Hay en este acto creativo una especie de negociación entre la aspiración un poco abstracta de querer decir, de dar cuenta de los aplastantes desgarramientos que avasallan a los seres humanos y el objeto final obtenido, inevitablemente frágil frente a lo real pero con una fértil presencia, portador de dudas fructíferas e inquietudes fecundas. Como señala Oates, en el mejor de los casos, aun si el libro logra un cierto éxito no otorga una satisfacción plena y absoluta. En el centro mismo de la creación reina la insatisfacción y de ahí surge el impulso para volver a empezar una y otra vez.
La pregunta “¿por qué escribe usted?” fue planteada por los surrealistas, dado que era un cuestionamiento central para esta vanguardia. En 1919, en la revista Littérature, Philippe Soupault invitó a varios escritores a responder a esa interrogación, buscando poner en evidencia la arrogancia de algunos y la prepotencia de otros. Fiel al espíritu rebelde de su grupo, intentó cuestionar lo que parecía evidente. Blaise Cendrars contestó lacónicamente “porque sí…”. Pero esta pregunta había sembrado una inquietud que acompañaría a los autores del siglo XX. Muchos años después Beckett respondió de la siguiente manera: “solo soy bueno para eso”, y García Márquez: “escribo para que me quieran”. Esta pregunta obliga a una reflexión sobre la vanidad: existe la literatura porque un escritor busca convencerse de que su trabajo no existe en vano. Lo puede dudar y, de esta manera, alimentar su pluma. Bernard Noël dijo: “La impotencia para cambiar el mundo no es culpa del pensamiento: este convierte esa herida en boca”. Es en torno a esta interrogante que un autor encuentra su motivación, y algunas veces su freno. Ser escritor no es solo escribir, sino persistir en la escritura. Es estar insatisfecho permanentemente y encontrar en ese sentimiento las respiraciones que permiten proseguir. La intensidad de la rebeldía que empuja a la creación se mide en la persistencia del esfuerzo, en el rechazo de capitular frente al vacío.
El acto mismo de escribir se inscribe contra el sentimiento de vanidad, esa manera de invocar al vacío; crear es afirmar, rechazar el abandono de la obra en curso. El escritor debe estar convencido de la pertinencia del texto que está escribiendo y, al mismo tiempo, saber que detrás de esa certeza se esconde el orgullo de quien cree haber logrado rozar aquello que intentaba formular. Debe ser consciente también del aspecto temporal y furtivo de esta impresión. Debe confiar en sí mismo para publicar pero no siempre ser vanidoso… Este acto creador consiste, por lo tanto, en mantener un equilibrio entre el deseo de aportar un texto original, que satisfaga ante todo al autor, y la voluntad de no perder la lucidez en cuanto a la propia estatura y el alcance de la propuesta. El ego del escritor debe ser lo suficientemente imponente para creer en el valor de su obra pero no debe pesar demasiado, de manera que no se pierda de vista quién es en realidad. El equilibrio es muy frágil… La autosatisfacción acecha porque el narcisismo del artista es inevitable y necesario para la creación. ¿Cómo tomar la palabra sin estar convencido de los méritos de las aportaciones propias? Todo depende de cómo explotemos este egocentrismo, la distancia que tomemos en relación al texto y de intentar observarlo sin demagogia ni autosatisfacción.
El humor es una manera de responder a estas inquietudes para distanciarse de la imagen seria e inamovible del escritor. Además, protege contra la autocomplacencia. Recordemos el inicio del Diario de Gombrowicz en 1953:
Lunes
Yo.
Martes
Yo.
Miércoles
Yo.
Jueves
Yo.
Nunca un diario había comenzado de esta manera, con una broma que cuestionara el sistema mismo de la escritura. Esta primera página es una sonrisa, una burla de sí misma y de este género literario que tanto se presta a exhibir la personalidad y el ego. De hecho, ese sentido del escarnio está presente en todos los géneros literarios practicados por el gran autor polaco: novela, teatro o cuento. Y no se trata de la pose gratuita de un dandy sin envergadura, sino más bien de una manera de exhibir cierta lucidez frente a las posibles trampas de la vanidad. Gombrowicz afirma con sus escritos la necesidad de decir y continuar con su obra, relativizando con ironía el valor de sus alcances y limitando la satisfacción excesiva de su ego. Así subraya la manera en que se coloca frente a su práctica escritural: atrapado entre la necesidad evidente de continuar diciendo y la claridad de saber que sus palabras no tienen importancia fuera de la esfera literaria, de manera que expresan el sentimiento fugaz de la inutilidad.
El humor protege contra la vanidad y es necesario para el oficio del escritor. La humildad o incluso el silencio son formas de dar respuesta a la vanidad en sus dos sentidos. Callarse, dejar la obra cerrada en vida, implica reconocer que hemos llegado lo más lejos posible en nuestra búsqueda, que no podemos continuar sin arriesgarnos a la repetición. Muchos han elegido el camino del silencio, algunos de manera definitiva, como Rulfo, Philip Roth y Rimbaud, otros temporal, como Westphalen.
La acepción de vanidad que está más ligada al rol social del escritor adquiere su sentido más completo en el mundo literario, donde las manifestaciones de arrogancia están muy presentes, desde los pronunciamientos públicos sobre la obra hasta los esfuerzos para mejorar su circulación/difusión. Sin embargo, la práctica de la escritura en sí misma invita a la humildad: las horas que pasamos intentando redactar lo mejor posible lo que llevamos dentro invitan a constatar nuestra propia fragilidad y nuestros límites. El sentimiento de haber podido vencer las dificultades ciertamente alimenta el amor propio, o al menos mejora la percepción que tenemos sobre nosotros mismos. Esta satisfacción permite afirmar un poco más nuestros cimientos. El estatus de escritor conlleva su dosis de romanticismo ya que esta actividad ha tenido durante mucho tiempo una imagen idealizada, tanto en su práctica como en el papel social y el aura conferidos al autor.
Quien haya asistido a una feria del libro o a encuentros literarios sabe que el ridículo no está lejos. Todo eso se observa en los detalles, indicadores de aquello que podríamos considerar como escalas de valor: qué editor nos publica, quién nos presenta, en qué mesa nos sentamos en las cenas oficiales… Este aspecto tan miserable no es de ninguna manera nuevo, pero en la actualidad, con las redes sociales y las campañas publicitarias llevadas al extremo, se cultivan los narcisismos y las apariencias engañosas. Cabe señalar que estos métodos de promoción y la idea de competencia que promueven van en contra del espíritu de la escritura. Blanchot lo dijo a su manera: “quien se consagra a la obra es atraído hacia el punto en que esta se somete a la prueba de la imposibilidad”. El escriba es confrontado desde el origen de su actividad a esta verdad: una vez terminado su texto se da cuenta de que su empresa se sostenía en un espejismo y que está condenado a volver a empezar. Al constatar su incapacidad de realizar aquello hacia lo que su práctica lo lleva, el autor debe saber que, frente a la página en blanco, la escritura se erige contra la vanidad, ya sea mediante la lección de humildad aprendida cada día, o la visión nihilista que a veces lo empuja hacia la renuncia. Solo regresando sin cesar hacia la obra el escritor le otorga a su arte toda su plenitud. El Eclesiastés, una vez más, lo dice: “Y además, hijo mío, debes saber que hacer muchos libros no tiene fin”.
La vanidad es así motor de la escritura.
Imagen de portada: Louis Marcoussis, Le Lecteur, 1937