En un principio fue una bola de estambre. Siempre lo es, pero en noviembre de 2016 esa madeja sirvió para tejer una revolución, y cuando el 23 de enero de 2017 vistió de rosa las calles de Estados Unidos, captó la atención mundial. Con la llegada de Donald Trump al poder, miles de mujeres tomaron agujas y ganchos para replicar el patrón de un gorrito compartido por la diseñadora Jayna Zweiman y la guionista Krista Suh, las dos tejedoras rebeldes detrás del proyecto Pussy Hat, que llegó a la portada de la revista Time el 6 de febrero de 2017. “The Resistence Rises. How a March Becomes a Movement” fue la cabeza de una historia que todas las tejedoras sabemos: un punto es suficiente para crear una prenda o, como Mahatma Gandhi lo había comprobado, una protesta. Quien sabe tejer entiende que no hay nada de sumisión en el acto, aunque exista un prejuicio patriarcal que ha relegado al tejido y al bordado a las “manualidades”, en un intento por domesticar la creatividad. Las que tejemos lo hacemos a pesar del estigma, como lo hicieron las arpilleras chilenas, quienes bordaron mensajes enviados al exterior del país durante la dictadura de Pinochet; como lo están haciendo las mexicanas Aris Pretelín y Pamela Badallo, egresadas de la Escuela Nacional de Arte Teatral, con el proyecto Tejidos, que consiste en una escenografía de más de 400 metros cuadrados tejida en parques de la Ciudad de México, que se exhibirá en el Site Specific Performance Festival en Praga. O como lo hacen miles de tejedoras anónimas que se reúnen en mercerías, parques, tiendas, casas, cafés y hospitales para acompañarse mientras tejen para los suyos y para los otros, como ha demostrado también Tejiendo otro Mundo, que año con año convoca a tejer cuadritos de estambre para formar cobijas, para abrigar a personas en situación de calle. Así vuelven tangible eso que parece imposible: recuperar el tejido social. Pertenezco a una estirpe de tejedoras que mantuvo su hacer en lo doméstico y lo limitó a esas “tareas del cuidado” que parecen obligación exclusiva de la mujer. Crecí tejiendo ropa para mis barbies y para mí. Antes de descubrir el sonido del do it yourself, había experimentado la necesidad de expresar mi individualidad en la ropa. También he ejercido mi libertad para tejer con la misma pasión y obsesión con la que escribo, no sin enfrentarme a los convencionalismos conservadores, liberales, de izquierda y de derecha. ¿Tejer? Eso es para las mujeres que no tienen nada que hacer, que carecen de estudios, que no son creativas. En el imaginario dominante tejen las sumisas, las “de antes”, esas subyugadas sin derechos, sin ideas, casi sin futuro, castigadas con cumplir un destino miserable que las limita a tejer y destejer, repitiendo una gastada versión de Penélope. Pareciera que hemos olvidado que las diosas griegas tejían (¿no fue el tejido el motivo de la pugna entre Atenea y Aracne?) y que texto y tejer comparten la raíz latina textere. Las tejedoras escribimos libros táctiles, volumétricos, matéricos. Tejemos sin pensar en el ejercicio neuronal, que sí nos hace más inteligentes, ni en la musicalidad ni en las matemáticas aplicadas que practicamos, ni en la perpetuación de una tradición manual que literalmente nos teje desde hace siglos.
Poco pensamos en que la manera en que sujetamos un gancho o las agujas es memoria corporal que evoca a nuestros antepasados; sin embargo, cuando terminamos una prenda y la observamos ocupar —abrazar— un cuerpo, entendemos que ahí está el saber de generaciones tejido en el presente, en nuestros pensamientos, gustos, presiones, tristezas, sabores y ruidos… Obviamos que entre sus puntos también están entramados el auto mal estacionado, la lluvia, las jacarandas, el paseo de la mascota, la pelea, la fila del banco, la rutina, la discusión familiar, el WhatsApp, la industria textil, Engels y su novia obrera, la revolución industrial, los Sex Pistols, la máquina de Jacquard, las redes de Gandhi, la geometría islámica… Vestimos esa prenda y sentimos cómo se ajusta al cuerpo exhibiendo la densidad del tiempo. Y así, salimos a la calle portando la memoria de la humanidad contada por una abuela, una tía, una hermana…, siempre, o casi siempre, por una mujer que ha aprendido a narrar con croché o agujas. Históricamente las tejedoras hemos ejercido eso de que lo personal es político, ninguna esperó a Carol Hanisch. Durante las guerras mundiales las mujeres tejieron calcetines para los soldados, les dieron tierra en sus batallas con la misma generosidad con que la abuela teje un suéter al nieto o con que las tejedoras de la Bauhaus revolucionaron el diseño textil y se independizaron conceptualmente de la mirada masculina. Las tejedoras de la primera parte del siglo XX asumieron el ejercicio del tejido como una economía, un oficio y una expresión artística, sembraron las semillas de una resistencia hecha a mano que explotó después de los años cincuenta. Artistas como Louise Bourgeois abrieron el camino del tejido a mano en las artes; otras, como la francesa Cécile Dachary o la portuguesa Joana Vasconcelos, lo han defendido como una metáfora de la domesticidad y otras más, como la danesa Marianne Jørgensen, convocan a la ciudadanía a participar en la creación de piezas que son simultáneamente manifestaciones políticas, colaboración y consignas contra el patriarcado y el capitalismo, que reivindican lo femenino y evidencian otras formas de producción artística y económica. En la transición del siglo XX al XXI, el acto de tejer tomó las calles. Allá afuera se toparon frente a frente el tejido artístico que se exhibe en museos y galerías con ése doméstico que sostiene en silencio hogares y teje una economía propia. ¿Quién teje? ¿Es el mismo un tejido en manos de la artista que en manos de la mujer común? La respuesta la dio el “yarn bombing”, una expresión urbana textil que consiste en arropar el espacio público. Sin fechas exactas, en los albores del siglo XXI aparecieron tejidos anónimos en Europa y Estados Unidos, vaticinando el futuro del tejido a mano; aunque para efectos historiográficos se considera a la texana Magda Sayeg la “mamá del yarn bombing”. A ella se le atribuye el primer “bombardeo de estambres”. Durante el primer lustro del siglo XXI el boom del tejido se globalizó, simultáneamente surgieron artistas como la polaca Olek, que en 2005 cubrió la escultura The Bull en pleno Wall Street neoyorquino, o como Jørgensen que convocó a la ciudadanía nórdica a tejer cuadros rosas para cubrir un tanque de combate utilizado en la Segunda Guerra Mundial como protesta contra el gobierno de Dinamarca por apoyar a Estados Unidos en la guerra contra Irak. Asimismo, Keri Smith incluía el tejido en su libro The Guerrilla Art Kit, con lo que popularizó una vertiente del craftivismo; el colectivo Knitta Please se apoderaba de espacios icónicos de Estados Unidos mientras que el inglés Knit the City abrigaba a los leones de Trafalgar Square, en Londres. Tejer se globalizó como una forma de resistencia e inspiró a las tejedoras anónimas a salir del clóset. Si lo personal es político, el tejido también lo es, como lo viralizó el Pussy Hat en 2016. Una experiencia que se ha expandido a otras iniciativas como el Tempestry Project, que surgió en Seattle después de que Estados Unidos salió del Acuerdo de París. Estas tejedoras activistas confrontan a Trump con un tejido que muestra el desarrollo del cambio climático desde 1950 al presente: cada vuelta (línea) tejida representa la temperatura más alta por día. Esta “data:knit” ya ha sido exhibida en espacios como el Museum of Northwest Art y forma parte del Data Art Movement al que se han incorporado North Central Michigan College, Pennsylvania State University, University of Georgia y la American Geophysical Union. Pero estas ansias tejedoras no sólo han envuelto al mundo anglosajón, en Latinoamérica las tejedoras colombianas, argentinas y mexicanas, entre otras hemos aportado más que un derecho y un revés, como el Costurero/colectivo/laboratorio feminista, encabezado por las colombianas Tania Pérez-Bustos, de la Universidad Nacional de Colombia, y Eliana Sánchez-Aldana, de la Universidad de los Andes, que investiga y hace textiles como una forma de pensar en su encuentro con las tecnologías digitales y como una acción activista; o el colectivo argentino Tejiendo Feminismos, cuya convocatoria para tejer la bandera feminista más grande del planeta ocupó una cabeza del periódico El Clarín. Esa noticia nos inspiró. ¿Por qué no replicar esa bella idea verde y tejerla nosotras en morado, en eco de la cinta morada que, a raíz de la ola de secuestros en el metro, se propuso portar como muestra de sororidad? Así nació en México la Manta por la Sororidad, que convocó a mujeres a alzar sus agujas y ganchos para llevar un mensaje a la marcha del 8 de marzo de 2019: somos muchas antes y después. ¿Somos y aunque no estemos aquí existimos? “Tejo, luego insisto” es nuestra misión. Así, insistiendo a través de las redes y de voz en voz, mujeres de diversos puntos del país, de distintas edades, profesiones y habilidades tejimos “estamos vivas, unidas y empoderadas”. El Centro de Cultura Digital fue nuestro hogar para unir la manta, la cual, debido a la alta participación, se multiplicó en diez piezas. Ahí nos reconocimos en la otra y en nuestro tejido, estábamos ahí con y por las redes sociales, compartiendo puntadas, charla, empatía, texturas, narrando con derechos y reveses una historia común que a lo largo de ese viernes 8 de marzo reflejó a contraluz la felicidad de sabernos juntas, denunciando la violencia y tejiendo feminismos. Una manta feminista mexicana que matérica y metafóricamente nos tejió. ¿Tejer es sólo de abuelitas?
Imagen de portada: Cortesía de Miriam Mabel Martínez