A lo largo de toda mi vida, he buscado (y encontrado) mis experiencias narradas por otros. Milagrosamente, a través de los siglos y los mares, personas que no pudieron conocerme supieron de mis circunstancias y desventuras, felicidades y epifanías. Esta sorpresiva obligación de volverme prisionero entre cuatro paredes no me ha sorprendido. Mi nueva condición fue contada centenares de veces, en la voz de Segismundo, de Robinson Crusoe, de Miss Havisham. No soy un avanzado. De estos hermanos mayores he aprendido mucho, y su compañía cotidiana me consuela de la ausencia de otros. Me ayudan a reflexionar. A lo largo del día, me ocupo de idear (como Edmond Dantès) planes de evasión, de soñar (como La Bella Durmiente) con quien vendrá a rescatarme, de estudiar mi entorno (como Xavier de Maistre), de añorar el pasado (como Ovidio en Tumis). Quien más me acompaña, sin embargo, es un anarquista genial cuya rabia contra la injusticia y el infortunio me ayuda a expresar la mía. No trato de destruir, como él, la infamia representada en embarcaciones militares y comerciales (en términos de nuestra época, la política racista y el consumismo suicida) pero escucho sus lecciones e intento traducirlas al papel. Mi lema cotidiano es el suyo, tomado de Voltaire: “Écrasez l’infâme!” Mi héroe lleva un nombre prestigioso. Nemo, Nadie, Niemand, No one, Nessuno… La identidad que niega serlo se nombra casi universalmente con la letra N. Fichte imaginó una distinción filosófica entre Alguien (aliquis en latín) que es un Yo presente, y Nadie (nemo) que es un No-Yo, una falta de existencia encarnada, una suerte de agujero negro del ser. Famosamente, Ulises asume esa máscara y le dice al torpe Polifemo que su nombre es Nadie: esa ausencia nominal será su salvación. Nemo es también el apellido que Julio Verne dio a su famoso rebelde marino, antecesor de los paladines de Greenpeace y del movimiento pacifista, terrorista anárquico avant la lettre.
Confiado, de ojos negros que pueden abarcar una cuarta parte del horizonte, frío, pálido, enérgico, valiente, orgulloso, entre los treinta y cinco y los cincuenta años, alto, de frente despejada, nariz recta, boca bien dibujada, dientes magníficos, manos finas y largas, dignas de un alma noble y apasionada: es así como el Capitán se presenta ante el atónito Profesor Aronnax en la entrañas del submarino Nautilus. El editor Hetzel (quien publicó tanto Veinte mil leguas de viaje submarino como también todas las otras grandes novelas de Julio Verne) reconoció en Nemo un autorretrato de su autor y convenció al ilustrador Edouard Riou que utilizara a Verne como modelo para el héroe del libro.
Nemo es un luchador, un disconforme, un idealista (en el sentido que daba a esta palabra, hoy despectiva, el siglo diecinueve). Nemo es también, como yo, un lector. Después de una curiosa cena, en la que los diversos manjares resultan ser todos productos marinos hábilmente disfrazados, Nemo invita a su forzado huésped a visitar su reino acuático. La primera sala a la que lo conduce es una biblioteca. “Altos muebles de palisandra negra, con incrustaciones de cobre, albergaban en sus largas estanterías un gran número de libros uniformemente encuadernados. Seguían el contorno de la sala y remataban, en su parte inferior, en vastos divanes tapizados de cuero marrón, que ofrecían confortables curvas. Ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o retirarse a voluntad, permitían posar el libro elegido. En el centro de la sala, se alzaba una gran mesa cubierta de panfletos entre los cuales asomaban algunos periódicos ya viejos.” El profesor Aronnax expresa su admiración ante tal colección que ha acompañado a su lector “hasta las profundidades más grandes del mar,” colección que “haría honor a más de un palacio en tierra firme”. Pero el Capitán Nemo no admite que su biblioteca tenga nada de extraordinario. “¿Dónde hallaría usted más soledad, más silencio, señor profesor?” le pregunta. Para Nemo (para mí en mi encierro) soledad y silencio son los atributos esenciales de una auténtica biblioteca cuyo lector ideal, dividido entre tantos personajes de tinta, es siempre Nadie.
La biblioteca del Capitán Nemo contiene 12.000 libros de ciencia, de moral, de literatura, escritos en una multitud de lenguas. Tres características la definen: en primer lugar, no hay libros de economía política, ya que ninguna teoría en ese campo satisface a su exigente lector; en segundo lugar, la clasificación de los libros es arbitraria, mezclando temas e idiomas sin orden lógico alguno, como si el capitán leyese aquello que su mano encuentra por obra del azar; en tercer lugar, en los anaqueles no hay libros nuevos. Esto es casi exactamente una descripción de la mía. Mi encierro comenzó el día de mi cumpleaños, el 13 de marzo. Desde entonces, han llegado a mi biblioteca unos pocos libros nuevos. Los otros son viejos habitantes de mis anaqueles. Nos conocemos bien.
Estos 12.000 libros “son los únicos vínculos que me unen a la tierra,” confiesa el Capitán. “El mundo acabó para mí el día en que mi Nautilus se hundió por primera vez bajo las aguas. Ese día, compré mis últimos volúmenes, mis últimos panfletos, mis últimos diarios y, desde entonces, quiero creer que la humanidad no ha pensado ni escrito más.” Reconociendo en los estantes un libro de Joseph Bertrand, Les Fondateurs de l’Astronomie, publicado en 1865, el Profesor Aronnax comprende que la vida submarina del Capitán Nemo remonta a apenas tres años. Estamos en 1868, dos años antes de la publicación de la novela de Verne.
Si toda biblioteca es autobiográfica, también la del Capitán Nemo revela la escondida identidad de su lector. El mundo de la superficie, de la turbulenta sociedad humana, le causan pavor a Nemo. Prefiere la reclusión: yo sólo hasta un cierto punto. Nemo cree en la invención, la imaginación, el espíritu de curiosidad del ser humano, pero aborrece sus abusos, su despotismo, su crueldad codiciosa. Le importa, por sobre todo, la libertad, pero no cualquier libertad. No sería extraño que, entre los volúmenes de la biblioteca del Nautilus se encontrase La solution du problème social de Pierre-Joseph Proudhon, obra que Verne conocía bien, y que yo he hojeado en estas últimas semanas. “No se trata de la libertad subordinada al orden, como en la monarquía constitucional, ni de la libertad representando un orden,” escribió Proudhon con ímpetu alegórico. “Es la libertad recíproca y no la libertad limitada. La libertad no es la hija sino la madre del orden.” A esta libertad engendradora, Proudhon la llamó “anarquía positiva”. Esta es la fe de Nemo, sólo que el Capitán no se contenta con la propuesta anárquica de Proudhon. Nemo es, en cierto sentido, el precursor (si no el coetáneo) de Ravachol, Auguste Vaillant, Emil Henry, Santo Caserio, y por qué no, Emiliano Zapata, todos hombres violentos cuya filosofía de “anarquía positiva” se traduce en bombas y asesinatos. Obviamente, los deliberados naufragios que ocasiona el Nautilus son otra versión de aquellos actos de terror.
La violencia del Capitán Nemo en la segunda parte de la novela asustó al editor Hetzel. Respondiendo a una crítica de Hetzel hecha poco antes de la publicación de Veinte mil leguas de viaje submarino, Verne explica que no puede ser de otra manera. El taciturno bibliófilo que enseña al Profesor Aronnax sus anaqueles llenos de “todo lo que el hombre ha producido de más bello”, se convierte, en el momento de necesaria acción, no en un preceptor de la humanidad sino en “un sombrío verdugo”. Los libros han servido de guía al Capitán Nemo, como a mí: guía de conocimiento, de repositorio de la memoria común de la humanidad. Pero (como todo lector sabe) un libro o una biblioteca entera no pueden hacer más que iluminar el camino que su lector ha elegido; no pueden dirigirlo ni mucho menos obligarlo a seguir una cierta dirección. Años después, Verne contaría el fin de su héroe en La isla misteriosa, cuando el desilusionado anarquista confiesa su fracaso: “Soledad, aislamiento: estas son cosas tristes, más allá de la fuerza humana,” dice Nemo, agonizando. “Muero de haber creído que un hombre pueda vivir solo.” Yo espero no morir creyendo en esa utopía.
Cuenta el nieto de Julio Verne, Jean-Jules Verne, que su abuelo quiso escribir sobre la lucha del pueblo polaco contra el imperio ruso y que, quizás por razones de censura gubernamental, no lo hizo. Escribió en cambio Veinte mil leguas de viaje submarino. El Capitán Nemo es un rebelde universal, no un revolucionario específico. “¡Soy el derecho, soy la justicia!”, le dice al Profesor Aronnax. Y señalando la embarcación que está por atacar: “¡Es por su culpa que he visto perecer todo aquello que he amado y venerado, mi patria, mi mujer, mis hijos, mi padre, mi madre! ¡Todo lo que odio está allí!”
Después de la terrible escena de destrucción que sigue, el Profesor Aronnax trata de dormir y no puede. En su imaginación, vuelve a ver la historia desde el comienzo, como si hojeara un libro ya leído, y a medida que recuerda, el Capitán deja de ser su igual y se convierte “en un hombre de las aguas, en el genio del los mares”. Ante nuestros ojos lectores, el Profesor Aronnax, personaje de la novela de Verne, se desdobla en lector de sus propias aventuras. Yo, su lector, también, me veo recorriendo en un largo corredor de espejos. Me veo a mí mismo en mi departamento-celda, viendo al profesor Aronnax leyendo a Nemo, quien ya no es un hombre como él sino algo más vasto, menos comprensible, más espantoso, menos propio a la imaginación de Julio Verne que a la mítica biblioteca universal. En este punto mágico, protagonista y autor, autor y lector, lector y protagonista se confunden en un solo personaje, dentro y fuera del libro, suspendido entre el tiempo de la novela y el de mi enclaustrada persona leyéndolo hoy.
Nueva York, 3 de junio 2020
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Imagen de portada: Édouard Riou, Le capitaine Nemo prit la hauteur du soleil, 1871. Dominio público. (Detalle)