En sus magníficas conversaciones con François Truffaut, Alfred Hitchcock explicó el elemento esencial del cine de espionaje que tanto le gustaba hacer: el “MacGuffin”, una información secreta de la que depende la vida del protagonista, pero que no es necesario revelar al espectador.1 Esas piezas claves —lo mismo un microfilm escondido en una escultura purépecha, como en North by Northwest (1959), que la fórmula matemática aprendida por un artista de la mnemotecnia que anda de gira por Londres, como en The 39 Steps (1935)— deben ser, según Hitchcock, “de una gran importancia para los personajes de la película, pero nada importantes para mí, el narrador”. Según la mente detrás de clásicos como The Man Who Knew Too Much (1956) y de películas fallidas del género como las propagandísticas Topaz (1969) o Torn Curtain (1966), era un desperdicio tomarse en serio el qué, el cómo y el por qué de cada MacGuffin y, en cambio, era más provechoso concentrar los esfuerzos narrativos en hacer emocionantes las peripecias desatadas por su culpa.
Entre otros variados recursos arbitrarios, acaso su invención más creativa sea la de The Lady Vanishes (1938), obra maestra de su periodo británico, en la que el director cumplió dos fantasías de cualquier amante de la música: la de que una canción pudiera transmitir un aviso codificado entre sus notas y la de que un musicólogo sirviera finalmente para algo. Como se recordará, The Lady Vanishes ofrece una variopinta galería de personajes obligados a pasar la noche en un hotel de Europa Central, una vez que su tren hacia Gran Bretaña ha sufrido un percance en la nieve. Durante la cena, una tal señorita Froy, que se presenta a sí misma como institutriz y profesora de música, muestra mucho interés en escuchar a un trovador local que canta desde la calle una tonadita sin letra. Después de asomarse al balcón para prestarle atención al músico, la dama le avienta una moneda que el otro no tiene tiempo de recoger porque dos manos salidas de quién sabe dónde lo estrangulan. Esta escena —que acontece entre otros incidentes relacionados con el folclor de la zona— cobra importancia más tarde, cuando nos enteramos de que la señorita Froy es en realidad una espía al servicio del Ministerio de Asuntos Exteriores británico y de que la melodía que se ha aprendido al vuelo contiene detalles en clave de un pacto político entre dos países europeos. Cuando la espía confiesa su identidad a otros dos personajes que la han ayudado a lo largo de la trama, le tararea la canción a uno de ellos —un etnomusicólogo, para más referencias—, a fin de que el mensaje se conserve en caso de que ella muera en su arriesgada travesía hacia Londres.
El MacGuffin es, de cierto, ridículo, pero resuelve con ingenio un problema que The Lady Vanishes plantea desde sus primeros minutos: el hotel donde todos los implicados pasan la noche es un hervidero de variadas lenguas, lo que provoca bochornosos malentendidos entre el personal de servicio y los huéspedes. ¿Cuál es la manera más sencilla de pasar información confidencial si no es a través de una melodía que ni siquiera precisa de palabras? Al poner en el centro del relato una canción que muchos están en posibilidades de transmitir, pero casi nadie de descifrar, Hitchcock y sus guionistas confirmaron la impresión, compartida por millones, de que la música opera en dos niveles: uno familiar, que comprende todo mundo, y otro secreto, al alcance de unos cuantos.
Una cosa en que quizás la receta hitchcockiana no repara es lo difícil que resulta codificar un mensaje en una partitura y lograr un resultado de pocas notas, como sugiere la película. El reconocido Grove Dictionary of Music le dedica una entrada (“Cryptography”)2 a los numerosos intentos que, desde el siglo XV, emprendió una buena cantidad de mentes inquietas por encontrar un sistema infalible para mandar recados musicales. No todos fueron sencillos ni seguros como suponían sus creadores, pero la lista incluye métodos ocurrentes, como el de Giovanni Porta para enviar avisos desde una ciudad asediada a través de secuencias de campanadas. Según Eric Sams, redactor del artículo, en los siglos XVIII y XIX hubo un enorme interés por la criptografía musical, que se fue perdiendo con los años, ya que en el siglo XX solo se tiene documentado un caso en el que unos malandrines neoyorquinos se pasaban datos de apuestas ilegales a través de líneas melódicas “en clave de sol”.
Una de las curiosidades más repetidas por los músicos que se creen espías es que los reclutadores de Bletchley Park, el enclave más importante de descifradores de códigos durante la Segunda Guerra, les preguntaban a sus aspirantes si sabían leer música. Los funcionarios del centro que tenía a Alan Turing entre sus filas habían encontrado una correlación nada despreciable entre interpretar una partitura y resolver un acertijo, y por tanto consideraban que un músico podría resultar adecuado a la hora de decodificar las comunicaciones del enemigo.
A Camille Saint-Saëns alguna vez lo acusaron de conspiración, porque desprendía ese tufo de secrecía y habilidad para escribir y descifrar signos raros que en ocasiones comparten músicos y espías. En diciembre de 1889, el compositor luchaba por sobrellevar la muerte de su madre y el problemático estreno de una de sus obras, por lo que buscó refugio en Las Palmas de Gran Canaria, confiado en que ahí nadie lo reconocería. Se alojó en el hotel Las Cuatro Naciones, bajo el nombre de Charles Sannois, un supuesto comerciante que había llegado procedente de Cádiz. Sin embargo, el dueño del establecimiento empezó a desconfiar de los hábitos del recién llegado: a pesar de su ocupación, no recibía ni enviaba correo alguno y parecía gastar sus días en recorrer la ciudad y hacer garabatos en un cuaderno. Los otros huéspedes especulaban si se trataba de un perseguido político o de un amante despechado, pero la posibilidad de que fuera un espía cobró fuerza cuando se le vio haciendo extraños dibujos de la costa canaria.
Aunque Saint-Saëns cerraba la puerta con doble llave mientras permanecía en el cuarto, algunos chismosos pudieron verlo, a través del ojo de la cerradura, escribiendo cientos de pequeños signos sobre papel pautado. Se trataba claramente de una especie de código y se decidió llamar a la policía. Un funcionario recibió la orden de vigilarlo de incógnito y proporcionar informes. Saint-Saëns pronto se dio cuenta de la figura laboriosa que seguía sus pasos. Pidió un carruaje, hizo las maletas, pagó la cuenta y se trasladó a otro hotel en el lado opuesto de la ciudad.3
No obstante, a mi parecer, la mayor virtud de un músico para cumplir las tareas propias de un espía no está en manejar un “segundo lenguaje”, como muchos suponen, sino en convivir con figuras de primer nivel que lo consideran a veces un amigo y a veces un símbolo de buen gusto. Así lo confirman casos de los siglos XVI y XVII, como los de los compositores Petrus Alamire, que le sacaba secretos a Enrique VIII, y Alfonso Ferrabosco, metido en toda clase de intrigas religiosas y palaciegas en favor de Isabel I. Según Nicolas Bell, curador de las colecciones de música de la Biblioteca Británica:
los músicos podían escuchar en aquel tiempo mucha más información que otros cortesanos. No había demasiados estadistas presentes en las veladas de entretenimiento del rey después de cenar, por lo que los músicos disfrutaban de un tipo particular de intimidad que ni siquiera los funcionarios de alto rango habrían tenido.4
Uno de los mejores ejemplos de esto último —lo suficientemente actual para pensar que la deferencia con los intérpretes de música clásica o popular se ha mantenido con los años— es el de Margery Booth, mezzosoprano nacida en Gran Bretaña, que desde muy joven se había asentado en Alemania para probar fortuna. A principios de la década de los treinta, Margery había adquirido fama entre el público de Berlín como una inglesa capaz de interpretar un papel en Parsifal sin arruinarlo. Para cuando Adolf Hitler, que amaba a Wagner, se convirtió en canciller en 1933, Margery tenía ya algunos años siendo la cantante principal de la Ópera del Estado de Berlín, por lo que el futuro Führer sintió naturalmente deseos de conocerla (“era absolutamente encantador”, dijo la mezzosoprano a propósito de ese encuentro; “hablamos de arte y música”). Otros notables funcionarios del Tercer Reich, como Göring y Goebbels, parecían tenerla en alta estima y se sabe que una vez Hitler le mandó un ramo de rosas rojas envuelto en una bandera bordada con una esvástica. En 1936, la cantante se casó con el periodista y economista alemán Egon Strohm, excompañero de sus épocas de estudiante, con lo que obtuvo la ciudadanía alemana.
Cuando estalló la guerra, la vida de Margery se escindió entre dos lealtades: por un lado, Alemania la había acogido con los brazos abiertos, le había proporcionado la fama que tanto ambicionaba desde pequeña y le aseguraba además una digna fuente de ingresos, pero por otro, era el país que estaba lanzando ataques aéreos a la ciudad donde se había criado, Southport, a escasos kilómetros de Liverpool. El padrastro de Margery murió en 1943, convencido de que su hija simpatizaba con el enemigo, pero nada estaba más alejado de la realidad. Ese mismo año, Margery conoció a John Brown, un soldado inglés presuntamente convertido a la causa nazi, que trabajaba persuadiendo a los oficiales aliados en cautiverio de luchar al lado de Hitler. Lo que casi nadie sabía es que Brown, a espaldas de los alemanes, enviaba cartas codificadas a los aliados para informarles de probables blancos de los bombardeos.
Las actividades culturales que los nazis ofrecían a sus prisioneros permitieron que Margery y Brown estrecharan lazos de amistad y colaboración. De acuerdo con el historiador Graham Taylor, autor de una detallada semblanza de la cantante, “durante dieciocho meses, ella ayudó a Brown en su misión de inteligencia. Estaba en contacto con diplomáticos y altos funcionarios del Partido Nazi y, por tanto, se encontraba en una posición ideal para obtener información importante”.5 Su condición de mujer respetable que podía moverse entre varios círculos también la benefició: a menudo Brown le pasaba documentos de viaje e identificaciones falsas para terceros que Margery tenía que llevar de un lado a otro de Berlín, ocultos en su ropa interior. Por esa peculiaridad, digna de una película de Hitchcock, llegaron a apodarla “the Knicker Spy”, la espía de las bragas.
Cuando Brown cayó en manos de la Gestapo, sospechoso de espionaje, la policía puso el ojo también en Margery, quien, a pesar de tener entre sus amistades al Führer y alguno que otro aristócrata alemán, podía ser interrogada bajo tortura. Antes de recibir la visita de dos agentes de la Gestapo, la cantante había tenido la previsión de enterrar un buen número de documentos incriminatorios, y a la vez completamente necesarios, en los terrenos que su amigo Guillermo de Prusia poseía en su palacio de Potsdam, una operación que logró sin que el príncipe se enterara en absoluto. Frente al intimidante interrogador, Margery negó toda relación con Brown más allá de los espectáculos de ópera que ofrecía a los prisioneros de guerra, esquivó con inteligencia las trampas que le tendieron y supo guardar la compostura a pesar de que estaba aterrada ante la posibilidad de ser sometida a un juicio por traición, cuya sentencia podría desembocar, vaya ironía, en el estrangulamiento con una cuerda de piano.
La Gestapo no tuvo más remedio que soltar a Margery, quien sin embargo permaneció bajo vigilancia en los meses siguientes. Aprovechando los ataques aéreos en Berlín, la cantante huyó a Baviera, desde donde envió un mensaje a los servicios de inteligencia británicos, según recoge el periodista Robert Verkaik en su estupenda reconstrucción de la historia de Brown y otros agentes dobles bajo el nazismo:
Protegí y di consuelo a mis compatriotas —decía aquel comunicado—. Guardé papeles en mi cuerpo. Si me hubieran encontrado alguno de estos documentos, me habrían fusilado. Estoy muy orgullosa porque puse mi granito de arena. En mi casa escondí a una judía durante nueve meses y también ayudé a otros judíos. Pude haber muerto de haberse sabido. Ahora sufro las consecuencias. La pasé fatal. Me amenazaron con mandarme a un campo de concentración. Tenía que ir dos veces al mes a ver a la policía secreta, a sesiones que duraban dos horas cada una. Querían saber más sobre los prisioneros de guerra. Siempre actué como si no tuviera idea. Un desliz mío habría significado probablemente la muerte de muchos de mis compatriotas.6
Los estadounidenses recogieron a Margery en Baviera y la enviaron de nuevo a Inglaterra, donde la desgracia la persiguió en forma de insidiosas sospechas de que había congeniado con el nazismo durante una temporada. Ya divorciada, en 1951 emigró a Nueva York, donde murió al año siguiente, sin que su heroísmo fuera reconocido sino hasta décadas más tarde, de la mano de historiadores británicos, gente de su ciudad natal y curiosos que redescubrieron su vida y hasta planearon hacer una película, The Spy in the Eagle’s Nest, que después de muchos guiones escritos y vueltos a escribir logró estrenarse en 2014.
Los registros del barco que la llevó a América la describen como “una mujer soltera, de cinco pies y diez pulgadas de alto, cabello castaño rojizo y ojos azules”.
Imagen de portada: Ovación a Wilhelm Furtwängler y la Filarmónica de Berlín, 1935. En la primera fila, de izquierda a derecha, se encuentran Hermann Göring, Adolf Hitler y Joseph Goebbels. Archivo de la Filarmónica de Berlín
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François Truffaut, El cine según Hitchcock, traducción de Ramón G. Redondo, Madrid, Alianza, 2021. ↩
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Brian Rees, Camille Saint-Saëns. A Life, Faber and Faber, 2009. ↩
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Beth Rose, “Henry VIII, the choir book and Alamire the spy”, BBC, 13 de diciembre de 2014. Disponible aquí. ↩
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Robert Verkaik, The Traitor of Colditz. The Untold Story of Britain’s Bravest Double Agent, Welbeck, 2023. ↩