We’ve got heads on sticks You’ve got ventriloquists Radiohead, “Kid A”
Afuera, la inquietante armonía compuesta por carros de tamales, patrullas, Uber Eats, marimbas, ambulancias y uno que otro pesero hace vibrar el aire. Adentro, los días se entretejen con hilos invisibles, una red pegajosa y wireless. La ciudad vacía dormita, irreal, mientras en los edificios zumban enjambres de hikikomoris transportando pequeños muros de azogue: espejos, laberintos, eléctricas matrioshkas. El tiempo moldea su forma, el presente se dilata en un segundo que ciñe todo lo que existe. Cómo bañar a tu perro sin agua, tarta de queso vegana, noches de Cards Against Humanity, videos de TikTok, videos ASMR, stickers de gatitos, Zoowoman, sexting, más gatitos, Bárbara de Regil haciendo pesas con litros de leche… Las ventanas se superponen, la mirada se hunde en la luz que irradian los pixeles: pequeñas celosías de color que nos permiten mirar sin ser vistos. Lewis Carroll nos lo advirtió hace tiempo. Del otro lado del espejo se esconde un mundo parecido al nuestro, pero invertido, esquizofrénico, donde el tedio se vuelve hechizante y la soledad multitudinaria. Hay ciudades defendidas por sólidos cifrados; inmensos bulevares llenos de hyperlinks que proveen toda clase de mercancías; también hay callejones, tugurios de la Deep Web tan oscuros como los parajes más recónditos de la psique humana. No es lo mismo ser miembro de ASmallWorld y ligar por Luxy que transitar por los proletarios barrios de YouTube o por las conferencias de cuarenta minutos en Zoom. En las cantinas facebookeras las peleas se arman a la menor provocación; los estafadores hacen su agosto en las esquinas del Gmail, engañando a miles de incautos con técnicas como el phishing. El flâneur que deambule por las zonas rojas de la web encontrará inconcebibles manifestaciones de la sexualidad humana almacenadas y catalogadas escrupulosamente. Y en cada bocacalle la gula hallará nuevos oasis: tutoriales, muros de Facebook con recetas, perfiles de comida en Instagram… you name it. Así que usted no se preocupe: si las agencias de noticias muestran videos sobrecogedores de lo que pasa allá fuera, sólo necesita scrollear para olvidar la realidad y descansar los ojos en la foto de un humeante plato de ramen. Antes perdía más el tiempo en cosas random. La pandemia me sirvió perfecto para enfocarme en tomar el póker en serio y estudiar y jugar un chingo. El mundo virtual borra la frontera entre el juego y el trabajo: el rendimiento acecha los resquicios de cualquier actividad, y es tan móvil, tan abarcador, que no hay rincón de la casa —ni de la mente— que no esté entregado a él. Pocos se han visto tan beneficiados por el actual enclaustramiento como los gamers, que ganan millones por mostrar su destreza y carisma por Twitch, plataforma cuyo público suele consistir en niños. Menos afortunados son los Godínez —explotados ahora en la intimidad de su hogar—, los anfitriones de Airbnb y los dentistas, que viven mordiéndose las uñas: Asistí por Zoom a una plática de dos celebridades del mundo dental, me cuenta S. Pensé que nos darían los nuevos lineamientos de la odontología post-COVID… pero lo único que hicieron fue lloriquear. Ni qué decir de los oficios tradicionales que dependían de la vida barrial: los zapateros, las costureras, los afiladores. El homo faber se extingue: el esfuerzo de las manos ha sido sustituido por el movimiento de los dedos sobre un teclado. En época de artrosis digital, no es raro que una de las actividades más socorridas para relajarse consista en amasar pan.
Sueño que camino por Bolívar, rumbo al Centro. Llueve. Paso junto a un toldo bajo el cual se resguarda un grupo de vagabundas. Una de ellas me grita: ¡Cuidado con el leproso! Una figura se aproxima arrastrándose por el suelo, una especie de bailarín de butoh que se adueña de la calle, decidido a bloquear el paso. Despierto con la imagen aterradora y fascinante de este ser, la animalidad selvática de sus movimientos, semejante al guardián de un camino que no debería recorrerse nunca.
¿Cuántos fantasmas, cuántas teorías de la conspiración circulan por nuestra conciencia de internautas? El otro se vuelve sinónimo de enemigo, portador de enfermedades, espía —igual que nosotros— en un panóptico que nos apresa. La garganta empieza a escocer, volvemos a consultar el oxímetro. Lo aterrador de las noticias propicia toda clase de hipocondrías, azuzadas por extrañas fake news —desde incontrolables brotes de peste bubónica hasta el mortífero hantavirus coreano, que convierte a los pequeños y tiernos hámsters en una amenaza del orden mundial—. Lejos, cerca… las distancias pierden sentido. Frente a nosotros se despliega la intimidad de unos cuantos amigos y centenas de extraños que intentan domesticar la imperfección de la vida mediante filtros, boomerangs y unas cuantas canciones de fondo. Reviso el celular, todavía un poco adormilada. Tengo un mensaje de L., una poeta que conocí en la verde humedad de Samaipata. ¿Has escrito alguna vez un libro de cartas?, me pregunta. Pienso en las amigas de mi madre, que antes de la pandemia todavía intercambiaban largos correos contándose los avatares de sus vidas en distintos puntos del globo… y que finalmente han cedido a los diabólicos e instantáneos encantos del Zoom. Tal vez las novelas epistolares se compongan, de ahora en adelante, de mensajes de WhatsApp.
A diferencia de la radio o la TV, la comunicación virtual no requiere de intermediarios; los receptores y consumidores de información también son emisores activos. Esto explica que en unos meses los talleres y actividades en línea se hayan multiplicado de forma exponencial: cineclubes, clases de idioma, aerobics, seminarios de ciencias cognitivas, torneos mundiales de escritura… El conocimiento se vuelve rizomático, subversivo, por el simple hecho de circular de forma horizontal, con una amplitud nunca antes experimentada por el ser humano. Las formas de intercambio abarcan toda clase de experiencias y saberes, desde los diplomados de “Gestión de procesos culturales para la construcción de la paz y la memoria”, hasta talleres sobre “Caricaturas que vemos los adultos”. Algunas clases son fáciles de cursar en línea: tomar yoga por internet es relativamente sencillo —siempre y cuando asumas el riesgo de estrellarte contra la pared de tu cuarto haciendo un bakasana—. Otras presentan más complicaciones. Mi clase de laboratorio fue un desastre, confiesa Y. entre risas. Mi papá es maestro en el Conservatorio, comenta A., imagínate dar clases de orquesta online. El arte escénico, que parecía condenado a desaparecer durante estos meses, ha encontrado vías de desahogo —algunas más afortunadas que otras—. Ver, por ejemplo, el performance de un actor echándose tierra en la cabeza en la sala de su casa para conectar con la Pachamama fue una experiencia más bien deprimente; por otro lado Cerrojo, el streaming de unos amigos en un galerón gigante, vacío, tocando blues y noise con tapabocas me hizo regresar al mundo de las tocadas underground. Artistas como Chris Martin o Patti Smith han realizado Together At Home Concerts, y muchos centros culturales han liberado grabaciones de obras de teatro, presentaciones y charlas, por no hablar de la enorme cantidad de podcasts y plataformas de radio que han surgido en cosa de semanas. Algunos se han dedicado a experimentar nuevas posibilidades de la escena virtual y el interplay, con obras como el Calendario Sonoro de Adriana Camacho, Todd Clouser y Alex Otaola. Tal vez el papel del arte en esta época sea, al menos en parte, explorar la forma en que la vida virtual modifica nuestra percepción y nuestros afectos… sin que nos demos cuenta. Lo cierto es que el aislamiento ha provocado reencuentros y extrañas celebraciones virtuales: los amigos disgregados por el mundo se mandan memes por Messenger, los compañeros de la primaria se juntan por Jitsi para tirarse carrilla, los tíos convocan a reuniones familiares por Google Meet para anunciar que está embarazada su mujer (otra vez). Hay quienes se resignan a tomar un par de chelas frente a la cámara; otros intentan darle a sus noches un toque menos desabrido. L. me cuenta: Hay una disco de Santiago que organiza fiestas virtuales los viernes. La gente es demasiado chistosa: un tipo bailando con su mamá de noventa años, niños con antifaces… Los chilangos no nos quedamos atrás: el sonidero de PapiPerez transmite música en vivo todos los fines de semana para quien desee conectarse y mover las caderas al son de una guaracha iztapalapense. Pero no todo es diversión y tumbao; en este barullo a distancia también se dan momentos de insospechada solidaridad: se comparten flyers para reunir dinero o alimentos, se crean festivales online para recaudar fondos, se firman cartas apoyando cientos de causas… Mientras los periodistas le hacen preguntas a López-Gatell dignas de Patricio Estrella, el brillante personaje de Bob Esponja, y en el Canal del Congreso los diputados siguen dormitando —ahora frente a sus cámaras de Zoom—, la sociedad baila, protesta, se organiza.
Imagen de portada: Parque Mission Dolores, San Francisco, California, durante la cuarentena. Fotografía de Christopher Michel, mayo 2020 CC