Antenas

Olimpiadas / dossier / Julio de 2024

Daniela Tarazona

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I

Desde la orilla del río se veía la antena gigantesca. Hace cientos de años brillaba bajo el sol, ahora muestra manchas verdes como si estuviera enferma de humedad. Nadia muerde el fruto redondo y el jugo se le escurre entre los dedos; mira compasiva la figura espléndida de la antena porque su cuerpo también recibe frecuencias. El trozo minúsculo de metal injertado en su tobillo derecho engrosó la carne y la cicatriz parece una costura. Se rasca por impulso, aunque desconoce la comezón.

​ Está de pie con los ojos clavados en el agua del río. La memoria enquistada en sus circuitos le dice que la ribera era el sitio de los amantes de otro tiempo. Ve las ecuaciones y las cifras: la historia del río dentro de sus globos de plástico a la manera de proyecciones que se le presentan guardadas en la córnea. Y dice, mientras lee: “más rápido, más alto, más fuerte”, pero la información viene incompleta y esas palabras carecen de atribución. Luego, sube las escaleras para tomar el paseo desde arriba.

​ Algo chirría en su cabeza. Falta savia, sus engranajes están secos. ¿Cómo conseguiré lubricarlos?, se pregunta. Se percibe extraviada sin tener conciencia de ello. Camina hacia la plaza como si tuviera hambre. Finge de manera automática. Se detiene en seco cuando una flecha pasa sobre su hombro. Busca al arquero en la distancia, no lo encuentra. Las manos le sudan por la falta de aceite.

​ Entonces decide realizar lo que, alguna vez, ha hecho sin que nadie la viera. Nadia se pone en el filo de la baranda que da al río y se para de manos, ejecuta un salto mortal y cae con los dos pies alineados. El tiempo de los Juegos ha llegado.

Fotografía de Bruce Tang, Beijing, 2019. UnsplashFotografía de Bruce Tang, Beijing, 2019. Unsplash

​ Desde el borde de concreto puede saber, como si alguien desde alguna central le hubiera enviado un mensaje, que en la esquina de la avenida con la calle que baja del monte encontrará un local para aceitarse el pensamiento.

​ Se desliza por el umbral de la puerta pareciéndose a un gato. Pide con educación extraordinaria y excelente articulación idiomática: “peux-tu me vendre de l’huile?” Y la mujer que está del otro lado de la barra de madera le dice que sí dándose la vuelta para tomar de una repisa la botella de cristal azul semejante a una mamila antigua. Nadia paga con monedas doradas y sale a la calle. Se sienta en una banca frente al local, inclina la cabeza y coloca en su oído izquierdo el chuponcillo de la botella para dejar entrar en sí las gotas de aceite. De inmediato, los ojos se le llenan de lágrimas, parece que ha visto o recordado algo triste, pero no es eso. Sigue su camino. Acaba de saber que debe irse a casa.

​ La ceremonia comenzará dentro de poco. Toma la calle que sube al monte y dobla en la segunda a la izquierda. Sin saber cómo, encuentra el portal de su edificio y entra después de soplarle a la cerradura. Al cruzar el umbral de su departamento, enciende los instrumentos. Sobre la pared del fondo se proyecta la imagen de las tribunas. Mil millones de ellos, se dice. Mil millones sentados en cada lugar que habitan para ver los Juegos.

​ Desde el barco que abre el recorrido, salta al agua el hombre camaleón y conforme se humedece va convirtiéndose en ballena. Nadie podría haber visto algo así antes. La siguiente imagen a cámara es el rostro de un niño que se debate entre el horror y la fascinación y en cuyas pupilas se refleja el cuerpo brilloso del falso cetáceo. El truco no dura demasiado porque el camaleón ya es un hombre de edad y resiste con dificultad las transformaciones prolongadas. Nadia ríe de placer ante sus inmersiones.

​ Luego aparecen en la barca aledaña tres jóvenes descendiendo por una pista invisible que los hace suspenderse en el aire sobre sus patinetas. “C’est une hallucination”, dice el hombre de la transmisión. Nadia deja salir un poco de baba de glicerina por la comisura derecha de su boca fría. Los tres jóvenes van a la par de la ballena: dioses surfistas que se desplazan sobre el agua. Entonces ella piensa que es tiempo de comer. Se le vienen las palabras “queso con pan” al centro de su mirada biónica y va hacia el refrigerador. Saca el queso y corta un trozo con el cuchillo de madera para untarlo en la rebanada de pan negro. Lo muerde como si se le fuera el metal en ello.

​ La escena final de esa primera transmisión colosal recorre con las cámaras la piel de la antena gigantesca y retrata las arañas fosforescentes que trepan por ella hacia la cumbre para hacer su nido. Allí se quedarán durante los días de los espectáculos.


II

El fuego de la antorcha permanecía ardiendo. Desde la distancia, Nadia vertía los ojos sobre las llamas; si hubiera sido monja podría haber rezado, en cambio, se le ocurría preguntarse si aquel fuego era el mismo que el primero de la Historia. Tal vez el aceite no había sido de buena calidad y por eso sus engranajes se articulaban despacio y extraviaban los pensamientos para convertirlos en reflexiones.

​ Entró al estadio pasado el mediodía. Tenía las manos crispadas por el calor y de su nuca corría la sustancia del sudor. Se acomodó en la parte baja, donde le correspondía. Sin darse cuenta, ante sus ojos, el hombre con la jabalina realizó el lanzamiento y el arma cayó frente a los pies del Primer Mandatario, sentado con las rodillas juntas en la tribuna especial. La manera de iniciar la competencia era fascinante, pensaba Nadia, sin entender por qué. Luego, desde el otro lado de la pista, vio venir a toda velocidad al segundo concursante. Él tomó distancia, corrió y en un suspiro se levantó del suelo para perderse, primero en los cuerpos de las nubes y, después, bajo un rayo anaranjado del sol. Nadia cerró los ojos a manera de súplica. Que tarde en volver, murmuraba entre sus dientes de titanio. Pasó un tiempo considerable y se escuchó un lamento que era, en realidad, la oración de los asistentes, pues de entre las nubes y hacia la tierra distinguieron al hombre, sólo que ahora volvía con dos alas blancas que le salían de los omoplatos. La recepción arriba fue maravillosa, concluyó Nadia, que conocía los trámites precisos para devenir en pájaro. El hombre posó los dos pies sobre el suelo y la piel se le vio dorada y brillosa bajo la luz caliente. Plegó sus alas y se inclinó para escuchar los aplausos y la voz en off del estadio: “le meilleur a gagné!”.

​ A su lado, una niña también miraba al cielo. En un deslizamiento de su mano alcanzó los dedos de Nadia y se cogió de ellos. Iba sola. Sus padres no existían porque era una criatura de laboratorio. Nadia le enseñó los dientes y pensó que podrían compartir las observaciones sobre los tránsitos de los juegos. Por eso dejó descansar su mano entre los dedos de ella. Cuando estaban por irse, dado que habían suspendido los concursos por las amenazas de un atentado, la niña le dijo a Nadia que esperaba verla otra vez: Quierro serr tu amiga para siemprre, dijo con un frenillo en las erres. Nadia la sostuvo de la mano y salieron fuera del estadio al atravesar el segundo túnel.

Ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Verano en Beijing, China, 2008. Fotografía de Tim Hipps FMWRC Public Affairs Ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Verano en Beijing, China, 2008. Fotografía de Tim Hipps FMWRC Public Affairs

​ Afuera, la gente iba deprisa. Se sentía el miedo. En cada uno de los días del mes habían sucedido atentados en distintas partes del mundo. No era novedoso, pero los habitantes, a pesar de lo que podría pensarse, temían perder la vida. La niña, con los ojos oscuros como agujeros negros, le preguntó si sabía dónde ponerse a salvo. Nadia le respondió que cerca de su casa había un sótano. Esquivaron a las personas que corrían y se sumergieron en las entrañas de la calle de la Concordia para resguardarse. Compartieron el espacio estrecho con decenas de habitantes y, en medio de la incertidumbre, comenzaron a cantar la canción del verano. La niña emitía chillidos que estremecían los oídos cableados que tenía Nadia y ella le pidió que hiciera la voz un poco más grave. La bomba cayó sobre la plaza. No hubo heridos, era demasiado tarde, pero las instalaciones para que los visitantes pidieran información sobre los Juegos quedaron hechas polvo.

​ Cuando Nadia y la niña salieron del refugio, era de noche. Los habitantes habían olvidado la desgracia o se veían acostumbrados a las amenazas. La niña le reveló a Nadia que, desde que tenía recuerdos, las bombas solían caer. La guerrra no parrrarrrá, le dijo.

​ Caminaron por los Campos Elíseos y vieron a las mujeres de los saltos: de dos en dos, iban poniéndose ante los árboles y brincaban sobre las copas. Desde allí gritaban las consignas de la velocidad: “rien ne nous arrêtera, rien, rien!” En una esquina vieron la demostración de fuerza: un hombre con la estatura de la niña levantaba del suelo un autobús y se lo colocaba sobre los hombros, parecía que los ojos se le iban a salir del cráneo. La niña tuvo un ataque de risa. Nadia sintió un poco de asco, provocado por alguna falla de origen. Poco después, en un abrir y cerrar de ojos, la niña se teletransportó y Nadia no pudo despedirse de ella.

​ En una isla, la niña miraba ahora a los concursantes sobre las tablas de colores que peinaban las olas del mar. Y sin que la mujer sentada a su lado pudiera percatarse, la niña deslizó su mano sobre la arena caliente y se cogió de sus dedos.


III

Nadia no despertó porque no sabía dormir, aunque simulaba el sueño. Encendió el instrumento de pantalla y vio la noticia: seis impostores se habían hecho pasar por atletas. La revisión facial los había delatado. Se confundió. Si el hombre camaleón había sido ballena, ¿por qué aquellos hombres eran otros? Entendía poco.

​ En el cuartel centenas de vigilantes observaban las imágenes de las cámaras. La niña aparecía en varias con un teleobjetivo en la frente. Los vigilantes sabían que ella tampoco era lo que aparentaba ser. Sobre la ciudad se extendían cientos de miles de ojos puestos en las grabaciones. El control era de razonamiento construido: las máquinas vigilaban las máquinas en las manos de los usuarios. La ciudad entera era una red de millones de antenas y nada terminaba de colapsar.

​ Nadia bebía el agua con grasa. Su tráquea, de metales reciclados, estaba seca y había hecho pruebas de habla sin tener éxito. Se quedó con los pensamientos volcados en el enigma de los atletas falsos. La noticia era terrible. Ellos eran quienes no eran. Pero ¿los demás sí eran?

​ Cuando salió a la calle para asistir al nuevo espectáculo de los bailarines callejeros vio, en la pantalla, en una tienda, el rostro de la niña con el teleobjetivo en la frente: “Se busca terrorista”, leyó. No pudo comprender que aquella niña que había conocido se dedicara al terrorismo. Algo debía estar equivocado. Luego, con el paquete de mantequilla y dos mandarinas en las manos, escuchó el insólito falseamiento: “se hace pasar por una niña, pero es un hombre de edad adulta que se ha transformado para engañar”.

​ Mientras tanto, en la isla, la niña encendía la mecha de un explosivo que detonaría bajo el agua para dañar el fondo marino de manera irreversible. Cuando sucedió, en ese instante exacto, Nadia ya estaba en el parque colgada de las barras y dando giros sobre sus brazos —para caer siempre de pie— ante el asombro de los que pasaban por allí. Si hubiera competido, tendría dieces de calificación, pero no era humana.

​ La reunión fue espontánea. En la plaza, los fanáticos del baile hacían piruetas sobre el suelo para imitar a sus ídolos. Las mujeres brincaban sobre ellos como leones. Hubo alguna cuyo salto fue tan extenso que se le atribuyeron facultades atléticas. Nadia se paraba de manos de cuando en cuando. La coreografía era alegre y quienes llenaban la plaza festejaban los juegos de la calle, que no eran los oficiales. Sin embargo, sabían de la vigilancia. Y es cierto que, en el salón central de las cámaras, se conocían los movimientos de cada uno, incluso se sabía si presentaban sudoraciones porque había detectores de humedad escondidos en los árboles.

​ Las arañas lo veían todo desde lo alto de la antena. Guardaban la calma y tejían sus telas. Al atardecer de aquel día, los vigilantes tomaron la ciudad. Nadie se dio cuenta. Los atletas estaban en sus competencias, las personas en sus trabajos, pero ellos —que contaban con la información— se mezclaron con las multitudes en los festejos y llevaron a cabo el plan en secreto.

​ Nadia se sacudió una catarina del brazo. No sentía cansancio, pero simulaba cierto jadeo tras la fiesta en la plaza. Miraba alrededor suyo con el deseo de pertenecer al resto. Quería ser como ellos, deseaba encarnar.

​ Los vigilantes fueron, poco a poco, en esa plaza y en todas las de la ciudad, adivinando las intenciones de las personas. La conclusión a la que llegaron fue compleja.

​ Nadia fue a hacer como si durmiera. Tumbada en la cama de su casa, vio las noticias de la noche en su instrumento de pantalla. La niña había sido atrapada en la isla y, con la mirada voraz sobre los ojos de una periodista, su cuerpo había regresado a ser el del hombre adulto que en realidad era. La periodista soportó ver la transformación para demostrar su profesionalismo.

​ Con los ojos sobre el techo pintado de azul, Nadia recibió la información que le explicaba, en cierta medida, los acontecimientos experimentados desde el día de la ceremonia. Supo con sorpresa lo que conocemos ahora: las antenas habían eclipsado los pensamientos de los habitantes, la vigilancia había establecido su veredicto y los juegos llegaban a su final. Cualquier persona podía recibir frecuencias y enviarlas. Los deseos eran señales invisibles lanzadas desde las máquinas individuales. El hombre camaleón era, quizá, el único habitante que escapaba de esta desgracia porque tenía fobia a las pantallas.

​ Nadia, con la procuración de entender, vio que no podría ser como ellos, porque no quedaba rastro de los seres que antes habitaban la ciudad o el mundo.

​ “Más alto, más rápido, más fuerte”, escuchó en voz de un gimnasta. Y repitió las palabras como un conjuro, aunque la nostalgia no tenía espacio en la mecánica de sus cables o en las corrientes de su cuerpo artificial.

Fotografía de Andrea Leopardi, Atenas, 2018. UnsplashFotografía de Andrea Leopardi, Atenas, 2018. Unsplash


IV

Con la mirada puesta en la antena, Nadia lloró lágrimas de melaza. Olió la tarde y registró dentro de su mente vacía la posibilidad de lluvia. Dio un salto mortal y cayó a la orilla del río. Se dispuso a pensar más, pujó y apretó los labios con ese anhelo. Y no consiguió nada.

​ Los Juegos habían concluido el día anterior. Los periódicos anunciaban los hallazgos de los vigilantes. “Nos hemos convertido en antenas”, declaraba el Primer Ministro con los ojos muy abiertos y la jabalina que había recibido el primer día en la mano. En la foto, parecía el integrante de una tribu desaparecida.

​ Nadia, que había visto en el puesto de periódicos aquella imagen, pensó en la buena fortuna de haber atestiguado los acontecimientos. Vio pasar una barca pequeña con un hombre barbado que remaba como si supiera hacerlo desde que era un niño. Ella quiso gritarle que la llevara a pasear por el río, pero no supo qué palabras emplear para hacer esa petición y se sentó a la orilla.

​ Los vigilantes cerraron el salón de las cámaras. El experimento se había efectuado con éxito. Ahora podrían emplear el Razonamiento Integral para cualquier asunto. La multitud necesitaba ojos encima, más que nunca.

​ Nadia descubrió una planta de tréboles que crecía entre el cemento. Tomó uno con la pinza de sus dedos y lo observó: tenía tres hojas. Entonces, por detrás de ella, pasó una de las arañas que subieron a la antena y se quedó quieta. Había escuchado decir que cuando una araña se detenía a tu lado era una señal fatídica. La araña comenzó a moverse poco a poco. Nadia sabía que un día dejaría de existir sin adivinar cómo, y no comprendía de dónde le venía ese pensamiento reflexivo.

Imagen de portada: Fotografía de Andrea Leopardi, Atenas, 2018. Unsplash