La obra narrativa de Emmanuel Carrère (París, 1957), al día de hoy, se compone de diez libros que pueden clasificarse en dos bloques: cinco novelas publicadas entre 1983 y 1995 y luego cinco libros más publicados entre 2000 y 2014. Según la tradición a la que uno se adscriba, esta división adopta distintas etiquetas. Para los críticos anglófonos es fiction y nonfiction, distinción que siempre me ha parecido limitante. Algunos lectores franceses han hablado, por un lado, de romans (novelas) y, por el otro, de récits (relatos), en el entendido de que toda novela es un relato, pero no todo relato es una novela. El cintillo de “autoficción” también se usa con frecuencia para caracterizar a la segunda etapa. Y, finalmente, para referirse a esos cinco libros (El adversario, Una novela rusa, De vidas ajenas, Limónov y El Reino) se ha impuesto la categoría, propiciada por el propio Carrère, de novelas de “no ficción”, que es como las llama su sello editorial en castellano (Anagrama).
Aunque la primera etapa de la obra narrativa de Carrère tiene su interés (notablemente El bigote y Una semana en la nieve), me limitaré a comentar aquí las novelas de “no ficción”, no sólo por falta de espacio sino porque me parece que constituyen una apuesta más radical y coherente.
El rasgo común más evidente de estos cinco libros es que están escritos en primera persona y que el nombre del narrador coincide con el del autor. Carrère no sólo se pone a sí mismo como personaje, sino que tematiza el proceso creativo: la historia de la escritura del libro es fundamental dentro del libro mismo.
Tres de estos cinco títulos (Una novela rusa, De vidas ajenas y El Reino) despliegan, además, una estrategia a la que el propio Carrère se ha referido en entrevistas: “A menudo he utilizado este método, combinando cosas que no tienen una relación evidente y apostando a que, al hacerlo, voy a acceder a algo que está en el reino de lo indecible. Es algo que funciona en el psicoanálisis y creo que también en la literatura”.1 Se trata de obras que, al menos como punto de partida, plantean dos o más situaciones inconexas. Las otras dos novelas (El adversario y Limónov) son, de un modo heterodoxo, “biografías noveladas”.
Por último, se puede rastrear en los cinco títulos un mismo aliento filosófico: la empatía (el esfuerzo por imaginar el mundo desde la mirada del otro) aparece de una forma u otra como un asunto central en ellos. La paradoja de buscar esa empatía desde la voz de un narrador que a menudo se exhibe como egocéntrico (y que se pone como blanco de su propio humor) es una dificultad abordada por Carrère mediante un giro metaliterario que le da otra dimensión, otra capa de sentido a su obra.
Mi primer acercamiento a la narrativa de Carrère fue Limónov (2011), un libro que me pareció atípico no sólo por la confluencia del tono periodístico y el acercamiento personal, sino también por el sujeto biografiado (el escritor disidente ruso Eduard Limónov) y por la familiaridad de la que Carrère hace gala en lo tocante a la política, la historia y la cultura rusas. Esta familiaridad no habrá sorprendido tanto a quien conociera la obra previa del autor; en especial Una novela rusa (2007), libro que supone un punto de referencia clave para leer Limónov.
Una novela rusa cuenta tres historias: la de una ruptura amorosa, la del rodaje de un documental en un pueblo perdido del noreste de Rusia (Regreso a Kotelnitch, 2003, dirigido por el propio Carrère) y, por último, la del abuelo materno del autor, un exiliado georgiano que colaboró con los nazis durante la ocupación.
Cuando el libro se centra en la ruptura amorosa, el narrador exhibe lo peor de sí mismo: se pinta sin pudor como un personaje controlador y megalómano, empeñado en convertir en literatura la desgracia propia y ajena para alcanzar la gloria. Si el libro se quedara ahí sería una pieza de autoficción más bien insulsa. Pero es en el contrapunto con las otras dos tramas que Una novela rusa se convierte en una obra mucho más ambigua y conmovedora. La madre de Carrère (Hélène Carrère d’Encausse, una reconocida historiadora especializada en la Rusia soviética, y secretaria permanente de la Academia Francesa) le pide explícitamente que no escriba sobre el abuelo colaboracionista. El libro no sólo transgrede esa petición, sino que al incorporarla a sus páginas retrata con desnuda franqueza la relación madre-hijo y las tensiones políticas de la familia.
La manera en que Carrère explora las relaciones familiares (no sólo en Una novela rusa, sino también en De vidas ajenas) recuerda a los documentales del estadounidense Alan Berliner, que remonta su árbol genealógico para encontrar historias y personajes incómodos que, trascendiendo lo anecdótico, revelan algo sobre la Historia con mayúscula. De igual modo, Una novela rusa se despega de lo particular para tocar el tema de la relación entre la Europa democrática y Rusia. En el libro, unos conocidos franceses de Carrère que llevan un tiempo viviendo en Moscú insisten en que es inútil juzgar la política y la sociedad rusas desde una óptica de parisino biempensante. Carrère no cede al relativismo cultural ramplón: desconfía de la postura cínica de esos conocidos, pero sabe que para entender a los habitantes de Kotélnich debe hacer un esfuerzo por ponerse en sus zapatos, incluso si eso supone dejar de lado, provisoriamente, algunas de las creencias más arraigadas de su grupo. De un modo análogo, aunque reconoce que su abuelo fue un criminal que traicionó los valores de su patria adoptiva, Carrère se permite explorar los motivos de ese crimen con una mirada compasiva.
La incapacidad para entender “el alma rusa” a partir de categorías propias de los bourgeois-bohèmes reaparece más tarde en Limónov. Ahí, la decisión de no emitir juicios definitivos sobre el biografiado es la nota que convierte lo que podría ser una biografía interesante en una obra maestra. La investigación periodística no disipa la duda, esencialmente filosófica, de cómo juzgar a Limónov. Esa duda, esa reticencia a calificar a sus personajes —sean asesinos, colaboracionistas nazis, padres de la Iglesia o jueces de segunda instancia en un pueblo de provincia—, es una de las constantes que hacen de Carrère un novelista brillante.
El Reino (2014) es una novela no lineal, que narra por un lado la conversión del autor al catolicismo (y el posterior desencanto religioso), y por otro las vidas de Pablo el Converso y Lucas el Evangelista, así como el papel que tuvieron ambos en la composición del Nuevo Testamento. A diferencia de lo que sucede en Limónov, donde el narrador tiene una función discreta (aparece y desaparece en su papel de testigo), en El Reino la primera persona ancla y justifica la larga perífrasis histórica que ocupa buena parte de las más de 500 páginas de la novela.
Algunas de las preocupaciones presentes en El Reino (2014) estaban ya insinuadas en El adversario (2000), la primera novela de “no ficción” publicada por Carrère. El punto de partida de esa novela sobre la naturaleza del mal es una nota roja que conmocionó a Francia: el 9 de enero de 1993, Jean-Claude Romand asesina a sus hijos, su esposa y sus padres. Las investigaciones revelan que Romand pasó dieciocho años de su vida fingiendo ser médico y simulando trabajar en la Organización Mundial de la Salud; se concluye que cometió el crimen cuando su mentira estaba a punto de ser descubierta. Carrère entabla una relación epistolar con el asesino durante el proceso judicial, decidido a escribir un libro que muestre lo que pasaba por la cabeza del perpetrador durante las largas horas de su impostura.
Comparado a menudo con A sangre fría de Truman Capote, El adversario es un relato perturbador, de una concisión casi forense. Pero Carrère va más allá de la reconstrucción de los hechos: asume los dilemas éticos del periodista que busca comprender al criminal. Es también el primer libro de Carrère que muestra lo que hay tras bambalinas de su escritura: el autor cuenta los vanos esfuerzos emprendidos para narrar la historia de Romand asumiendo el punto de vista del asesino, en una primera persona de ficción.
Es sintomático que sea El adversario el libro que marca un cambio de tono, el comienzo de una etapa en la obra del autor. Carrère se plantea un ejercicio extremo de la imaginación (contar un crimen atroz desde el punto de vista del culpable) y fracasa en ello. Como consecuencia, asume la primera persona del escritor y, al hacer la crónica de ese fracaso —cartografiando el litoral de su propia empatía—, construye una voz narrativa ambivalente y compleja que sostendrá, con matices, en sus siguientes libros.
Aunque vinculadas entre sí por el tono y por algunas temáticas, las novelas de Carrère son también muy distintas unas de otras: la desnuda crudeza de esa primera persona del singular permite al lector percibir los cambios (ideológicos, espirituales) del autor de un libro al siguiente. Explorando el significado del mal, con una prosa que se detiene en los matices, haciendo a la vez metaliteratura y periodismo en primera persona, Emmanuel Carrère escribe, a contracorriente, una de las obras más intensas e inclasificables de la literatura europea contemporánea.
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Susannah Hunnewell, “Emmanuel Carrère, The Art of Nonfiction No. 5”, The Paris Review, número 206, otoño de 2013. ↩