panóptico Feminismos NOV.2019

¿Tiene género el cerebro?

Fernanda Pérez-Gay Juárez

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En las razas más inteligentes, como entre los parisienses, existe un gran número de mujeres cuyos cerebros son de un tamaño más próximo al de los gorilas que al de los cerebros más desarrollados de los varones. Esta inferioridad es tan obvia que nadie puede discutirla siquiera por un momento; tan sólo su grado es discutible. Gustave Le Bon


La idea de que los cerebros de las mujeres funcionan de forma distinta a los de los hombres surgió mucho antes de que existieran métodos para observar la actividad del sistema nervioso. Sin embargo, durante siglos se utilizó como justificación para mantener los roles sociales que relegaban a la mujer al hogar y al cuidado de los hijos, alejándola de los vórtices de la vida intelectual, política, artística y científica. Tras la emergencia de tecnologías que nos permiten hacer preguntas más directas al funcionamiento y la estructura del cerebro, crece la expectativa de obtener una respuesta más clara a la pregunta ¿determina el género nuestra estructura o función cerebral? En su libro The Myth of the Gendered Brain, la neurocientífica Gina Rippon explora las limitaciones de la neurociencia del cerebro masculino y femenino: desde estudios con poco poder estadístico, pasando por la falta de replicación de resultados y el sesgo de publicación (un estudio que encuentra diferencias tiene más probabilidad de ser publicado), hasta malinterpretaciones guiadas por estereotipos históricos. El problema —concluye la neurocientífica— no son los datos arrojados por las nuevas tecnologías, sino seguir interpretándolos basados en asunciones a priori, en lo que la psicóloga Cordelia Fine ha llamado “neurosexismo”. Considerando el enorme impacto social de asumir que los cerebros de los hombres y de las mujeres son distintos, es urgente preguntarnos: ¿tiene género el cerebro?

Más allá del cerebro dimórfico

¿El cerebro tiene sexo? Sí, si consideramos que está hecho de neuronas, que son células nucleadas, y que el sexo está determinado genéticamente por el último par de cromosomas en el ADN celular —XX o XY—. El sexo es una variable biológica, y fuera de algunos desórdenes hormonales, determina la fisiología del cuerpo con que nacemos. El sistema endócrino producirá distintas hormonas dependiendo del sexo, y estas hormonas determinarán la diferenciación de los aparatos genitales, la masa muscular, la altura y la distribución de grasa y cabello. Siguiendo esta línea, es natural preguntarse si el sexo biológico —y su perfil hormonal— tiene algún efecto en el cerebro. Una de las estructuras cerebrales que dependen del sexo es el “núcleo sexualmente dimórfico”, una estructura en el hipotálamo relacionada con la regulación de la fisiología y el deseo sexual, y que no está involucrada en tareas cognitivas complejas. Más allá de eso, diversos estudios han reportado diferencias físicas en los cerebros de hombres y mujeres, tanto en el volumen total, como en el tamaño de diferentes regiones —las mujeres tienen mayores áreas de lenguaje y los hombres mayores áreas que sirven al razonamiento visoespacial—, y también en la proporción de materia gris (cuerpos neuronales) y materia blanca (axones: prolongaciones que conectan unas neuronas con otras). Recientemente, otros estudios han encontrado también diferencias en el patrón de conexiones de los cerebros de hombres y mujeres. Estas diferencias tienen algunas limitaciones: están basadas en promedios poblacionales, y es un hecho que los cerebros individuales muestran poca consistencia interna, es decir, el cerebro de un hombre presentará características femeninas y viceversa. Además, más allá de diferencias puntuales categóricas, existe una enorme coincidencia de estructuras cerebrales entre hombres y mujeres. En este contexto, el acercamiento de la investigadora Daphna Joel resalta que las diferencias observadas no justifican la idea de un cerebro estrictamente dimórfico, sino que los cerebros tienen un mosaico de características que hemos tipificado como “masculinas” o “femeninas”. Si se toma en cuenta la suma de todas estas características, propone Joel, cada cerebro puede localizarse en un continuo entre lo masculino y lo femenino, y son escasos los individuos cuyos cerebros caen en los extremos del espectro. La visión de Joel es más consistente con la definición actual del género, un constructo social compuesto por características y conductas “femeninas” o “masculinas” que se entiende mejor como un continuo que como una variable binaria, y que no siempre corresponde al sexo biológico. En este y otros temas, los avances más recientes de la neurociencia nos muestran que nuestras categorizaciones binarias, por útiles que sean, son en realidad una simplificación de la realidad.

Neurocognición y género: ¿biología es destino?

Incluso entendiendo el cerebro como un “mosaico de características femeninas o masculinas”, nos enfrentamos al problema de si esas características son realmente biológicas o están determinadas por la cultura. ¿Cómo separar lo innato de lo aprendido? Lo biológico y lo social están en realidad combinados en el cerebro y resultan difíciles de discernir, pues los circuitos cerebrales están determinados por la genética y pueden modificarse por la experiencia desde la vida intrauterina. La plasticidad, esa capacidad de nuestro sistema nervioso de introyectar aprendizajes y almacenarlos en forma de nuevas conexiones cerebrales, permite a nuestro ambiente físico y social modificar nuestra biología.

Mujer enseñando geometría, ilustración medieval de Los elementos de Euclides, 1310

Para interpretar la información que reciben los sentidos, el cerebro debe generar una serie de predicciones, influidas por la experiencia previa. El género que se nos asigna al nacer, según nuestro sexo biológico, viene acompañado de una serie de reglas de conducta y aprendizajes sociales que permearán desde muy temprano nuestra forma de ver el mundo. Antes de que nos demos cuenta, nuestros circuitos cerebrales ya habrán absorbido la carga social del rosa y el azul, lo que incidirá en nuestro desarrollo cognitivo y emocional. Esto complica aún más la interpretación de las diferencias cerebrales entre hombres y mujeres. Dicho de forma simplista: ¿cómo saber si la mayor capacidad visoespacial en hombres y la mayor capacidad verbal reportada en mujeres es innata u obedece a la estimulación social —jugar con Legos o aviones si eres hombre y con muñecas si eres mujer—? Los cerebros, desde el punto de vista de Gina Rippon, reflejan la vida que han vivido, no el sexo (y mucho menos el género) de sus dueños. Una sociedad que insiste en la diferencia de géneros —escribe Rippon— producirá cerebros que difieren entre géneros.

Neurosexismo

Una de las primeras anécdotas de neurosexismo se remonta al trabajo del neurólogo Paul Broca, quien comparó 292 cerebros masculinos con 140 cerebros femeninos y encontró que el cerebro de la mujer pesaba 181 gramos menos que el del hombre. Para Broca, esta diferencia en la masa cerebral era una confirmación inequívoca de la inferioridad de la mujer. Aun sabiendo que la diferencia en masa cerebral podía ser explicada por la estatura, Broca no intentó relativizar el efecto y agregó que no podía establecer la totalidad de la diferencia puesto que “sabemos a priori que las mujeres son menos inteligentes que los hombres”. Toda proporción guardada, un ejemplo moderno ocurrió en un controvertido estudio, publicado en 2013 por Ingalhalikar et al., que comparó el mapa de conexiones del cerebro de 428 hombres y 521 mujeres. El estudio encontró que los hombres tenían más conexiones dentro de los hemisferios, mientras que las mujeres mostraban más conexiones que cruzaban de uno a otro hemisferio. Los autores concluyeron, a partir de sus datos, que “el cerebro de los hombres facilita la conexión entre percepción y acción mientras que el de las mujeres facilita la comunicación entre procesamiento analítico e intuitivo”, una interpretación sesgada por el estereotipo hombres-acción / mujeres-intuición. Además, el boletín de prensa anunció el estudio como una posible explicación de por qué “los hombres son mejores para leer mapas y las mujeres mejores para el multitasking y para crear soluciones aptas para un grupo”, extrapolando las diferencias en estructura cerebral al desempeño en tareas que los sujetos nunca realizaron dentro del escáner y que casualmente correspondían a creencias de la psicología popular. Este ejemplo, entre muchos otros citados por Rippon, nos muestra que ni las tecnologías más avanzadas escapan a la sed social de perpetuar ese dicho simplista de que “los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus”.

Anónimo, Fig.118-Profiles en Samuel R. Wells, New Physiognomy, Fowler and Wells, 1889

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La crítica a la idea del cerebro masculino y femenino no debe tomarse como un deseo de anular la diferencia: la diversidad de ideas y comportamientos es la base de la riqueza del ser humano y entender de dónde y en qué consisten estas diferencias es relevante para todo aquel con un cerebro, un sexo y un género. Pero, como señala Daphna Joel, el binarismo hombre / mujer se queda corto al intentar explicar la enorme diversidad neurocognitiva de los seres humanos. Para alejarnos del “neurosexismo” conviene ser críticos de las interpretaciones de los estudios del cerebro y el género, especialmente si buscan explicar los datos utilizando estereotipos a priori. Sólo estando atentos a la nueva evidencia y dispuestos al debate e intercambio, podremos señalar las fallas de argumentación de aquellos que sostienen que la diferencia entre lo masculino y lo femenino es estrictamente binaria, inmutable y determinada por la biología. La idea del cerebro dimórfico no sólo determina cómo nos entendemos a nosotros y a los demás, sino que permea en las políticas educativas y sociales. Hoy en día, la perspectiva de las investigadoras que buscan explicar el cerebro más allá de dicotomías, como Gina Rippon y Daphna Joel, resulta esencial para evitar que los nuevos hallazgos de la neurociencia sean utilizados para enunciar “verdades innegables” que justifiquen y perpetúen la desigualdad en nuestras sociedades.

Imagen de portada: Neuronas. Ilustración de Gerd Altmann