En el muro exterior de una casa abandonada, sobre una columna color durazno descarapelada por el paso del tiempo, un día de septiembre de 2022 apareció una placa de cerámica blanca. En ella se leían las siguientes palabras:
Por estas calles anduvo Liliana Rivera Garza. Sus pasos fueron luminosos y audaces en esta tierra.
Una flor verde en una esquina de la pieza se complementaba con cenefas vegetales. Debajo de esta placa, otra gris con las siguientes palabras:
Que el recuerdo de su asesino sea devorado por el tiempo y el olvido.
Durante varios días estos dos mensajes habitaron esa calle, ambos vinculados por el feminicidio de Liliana Rivera Garza, cuyos pasos deberían seguir siendo hoy luminosos y audaces sobre esta tierra.
Desde esa pequeña esquina del mundo decenas de transeúntes atestiguaron la realidad de la ausencia impuesta por la violencia feminicida. La calle hablaba y recordaba no solo a Liliana, sino la memoria de todas las que nos han sido arrebatadas al igual que ella. La calle hablaba, incluso sin personas presentes, de la misma manera que lo hacen otras muchas intervenciones en el espacio público. Las placas de cerámica y arcilla creadas e instaladas por la poeta Martha Mega buscaban señalar una verdad profundamente dolorosa que no deja de aquejarnos: ninguna hermana, madre, tía, abuela, padre, hermano, amiga ni amigo debería vivir este tipo de duelo. El duelo impuesto.
La elección de materiales para este mensaje silencioso (pero parlante) no fue fortuita. Mega es ceramista y decidió usarlos por estar tradicionalmente relegados a lo doméstico y lo femenino. Ella busca resituarlos en lo público. Además, le parece crucial que la cerámica no suela destinarse para el uso de una sola persona, sino que sea comunal, elaborada para usarse por mucha gente. Por otro lado, la arcilla cruda tiene una permanencia breve. La placa se creó con el propósito explícito de degradarse rápidamente ante la acción de la lluvia, el sol y el viento. Su descomposición intencionada pretendía ser más veloz que su colapso paulatino e involuntario. Sin hornearse la arcilla es endeble, se degrada y desaparece en poco tiempo a la intemperie. Aquella intemperie donde son arrojadas cientos de miles de mujeres por la violencia y que ahora degradaría el recuerdo del asesino de Liliana en la placa. En palabras de Martha, lo importante del gesto era
que se mencionara el asesinato, pero que no fuera eso lo que permaneciera en el tiempo. La intención es que lo que no se pierda sea Liliana, mientras que lo que se lleve el tiempo sea a su asesino. Aunque, a la vez, es importante nombrarlo.
y con ello denunciar que el feminicidio, en efecto, ocurrió.
En una suerte de coincidencia cósmica, el dúo de placas ya se encontraba en proceso de creación cuando la escritora Cristina Rivera Garza, hermana de Liliana, recibió el premio Xavier Villaurrutia 2021 por su libro El invencible verano de Liliana (Random House, 2021). En su discurso de recepción la autora habló de la necesidad de encontrar nuevas formas de recordar a las que nos han sido arrebatadas por esta guerra contra las mujeres. Formas de la memoria no centradas en la violencia ejercida y mucho menos en sus asesinos. Durante la entrega del premio, Cristina Rivera Garza usó el poder de la palabra viva para afirmar que:
Tenemos que verlas siempre a ellas, no a sus asesinos. Tenemos que verlas a ellas, tenemos que conocer sus nombres, tenemos que toparnos con los lugares donde vivieron, tenemos que poner sus nombres ahí. Hace no mucho, el artista Gunter Demnig ideó una serie de adoquines de cobre para combatir el olvido en honor a las víctimas del Holocausto. Se trata de adoquines con los que uno se topa en todos lados, porque vivieron en todos lados, porque siguen con nosotras en todos lados.
Los adoquines de Demnig señalan los sitios donde estas personas vivieron, trabajaron, pasearon, a veces donde murieron. Son pequeñas interrupciones a la indolencia de la sociedad en formato de unos diez centímetros cúbicos. En alemán se llaman Stolpersteine, “piedras” o “bloques de tropiezo”. Su función es hacernos tropezar, forzarnos a detener nuestro camino. Practican la interrupción como un acto de memoria. La idea de las placas conmemorativas existe en muchas geografías. Sutiles intervenciones en la vía pública que nos recuerdan que afuera de tal o cual edificio italiano fueron arrestadas y enviadas a un campo de concentración familias enteras de judíos. Mosaicos argentinos que indican dónde fueron detenidos y desaparecidos muchos jóvenes durante la dictadura. Placas afuera de las casas de disidentes aniquilados por el régimen estalinista. Rectángulos metálicos que al pie de la Estela de Luz en la Ciudad de México señalan la desaparición de personas.
Tanto por su localización como por su formato, estos pequeños espacios de memoria son una suerte de antimonumento en enjambre, lo opuesto a la monumentalidad tradicional de bronce. Nos recuerdan que las calles, hoy en apariencia inocuas e inocentes, han sido también espacios de terror. Nos conducen a preguntar qué implica memorializar los espacios de secuestro, desaparición o asesinato, que siempre son mucho más que lugares donde la violencia interrumpió y apagó vidas. Y a afirmar que también son dignos de memoria los sitios donde fueron felices las personas que nos arrebataron. Al final de su discurso, Cristina Rivera Garza conminó a sus escuchas a unirse a un esfuerzo similar al de Demnig.
Yo creo que necesitamos algo así en México. […] Necesitamos ver sus nombres, toparnos, tropezarnos, verlos ahí. Chocar con sus nombres en todos lados. Necesitamos esos adoquines con sus nombres, con sus apellidos, con su fecha de nacimiento, con ellas. Todas y cada una de ellas, para darnos cuenta de todos los lugares donde nos hacen falta. De todos los lugares de donde nos las arrebataron. De todos los lugares donde siguen ahí, también.
El nombre de Liliana habitó por primera vez el espacio público en un cartel durante la marcha del 8 de marzo de 2021, en medio del confinamiento por la pandemia. Lo sostenían un par de niñas con su madre y una amiga de esta. El libro de Cristina aún no se había publicado y ese cartel tiene su propia historia dentro de él. Pero lo importante es que el nombre de Liliana estaba acompañado ese día y lo sigue estando. A su lado han estado quienes lo portaban y la memoria de tantas otras vidas que no debieron ser interrumpidas. En los carteles repletos de nombres que se erigen en toda marcha contra la violencia feminicida se eleva una especie de antimonumento colectivo móvil. Coexisten con los trazos palimpsésticos de pintas y grafitis que se dibujan protesta tras protesta, manifestación tras manifestación, disturbio tras disturbio, no solo sobre los muros de las calles, sino sobre las mamparas que utiliza la policía para bloquear el paso de las y los protestantes durante las marchas.
Sucede que son las mismas mamparas metálicas que utiliza la policía para controlar tanto las marchas feministas como las que exigen la presentación con vida de los estudiantes de Ayotzinapa, las conmemorativas de la masacre del 2 de octubre, las del magisterio y las de otros movimientos que habitan las calles exigiendo justicia. Al paso de los meses se sobrelapan en una misma superficie, como un rompecabezas de la ignominia, mensajes donde cohabita el “¿Dónde están?” con el “Ni una más”. Estas vallas de contención se convierten así en la crónica de la resistencia colectiva que ha surgido ante la violencia sistémica, patriarcal y estatal en México. La mampara, ideada como protectora de monumentos y edificios, barrera encapsuladora auxiliar de la policía, se transforma en un lienzo para ser tomado, apropiado, habitado e inscrito por quien protesta, en un gesto de toma de la calle. No se trata únicamente de un archivo no intencionado de mensajes de protesta, sino de palabras que transitan el espacio y avanzan como esporas buscando otros dolores similares con los que hacer frente al monstruo que nos acecha.
El mismo año en que el nombre de Liliana fue escrito en un cartel y en los muros de las calles de la Ciudad de México, el exterior del Palacio Nacional amaneció tapiado de canto a canto para protegerlo de la rabia colectiva de las protestas contra la violencia feminicida. En un acto coordinado de escritura, los nombres pintados en blanco de cientos de mujeres asesinadas poblaron esa altísima muralla negra de metal. En este caso, la calle, más que en un lienzo, se convirtió en una lengua agitada que grita un alto a la violencia y la impunidad. La inscripción colectiva de cientos de nombres se ha reiterado como un método de protesta. Tras el retiro de la estatua de Cristóbal Colón del Paseo de la Reforma, en la Glorieta de las Mujeres que Luchan vuelven cada vez que los borran los nombres de multitud de mujeres: defensoras del territorio, madres de mujeres asesinadas, periodistas, buscadoras, defensoras de derechos humanos. Las nombramos.
¿Qué conmemoramos cuando conmemoramos? ¿A quién queremos recordar cuando intervenimos el espacio público con un monumento? y ¿de qué maneras un antimonumento es una cosa distinta? Hoy en día existen en la Ciudad de México múltiples ejemplos de antimonumentos cuyo propósito es desarticular la lógica mnemónica del monumento de bronce, estatal e institucionalizado que inscribe en la memoria colectiva al héroe nacional. En el Paseo de la Reforma se alzan el antimonumento a los +43, el que conmemora la tragedia minera de Pasta de Conchos en 2006 y el del asesinato de 72 migrantres en San Fernando (Tamaulipas) en 2010; frente a la Suprema Corte de Justicia se encuentra el que reclama responsabilidades por el incendio de la Guardería ABC de Hermosillo; en la plaza del Zócalo el de la masacre de estudiantes del 68 y, por supuesto, frente al Palacio de Bellas Artes la Antimonumenta por las víctimas de feminicidio. Pero estas esculturas, producto de la labor colectiva anónima y organizada, no son los únicos antimonumentos que existen. También lo son los pañuelos al aire de Bordados por la Paz, así como las fuentes que durante el calderonato se tiñeron de color sangre. Son antimonumentos las caminatas y las caravanas, las ofrendas que algunas dejan en lugares donde han sido abandonados los cuerpos sin vida de otras mujeres.
El antimonumento no es antimonumento por su esculturalidad ni su materialidad ni su permanencia. Lo es porque rescata del olvido a quien la colectividad, y no la historia oficial ni el Estado, considera importante. Pero también porque más que solo recordar exige, demanda. Es un gesto de conmemoración y reclamo. Por eso las prácticas de cuidado mutuo de cientos de colectivas a lo largo del país son antimonumentos: no nos cuidan pero entre nosotras nos cuidamos. Son formas de resistencia que posibilitan la memoria más allá de la piedra o el bronce. El monumento se concibe como un espacio en recuerdo de lo memorable. Pero, ¿qué es lo memorable de nuestro tiempo? Los antimonumentos son una respuesta al anquilosado discurso de la monumentalidad institucionalizada. Lo memorable para nuestra generación es quizás la certeza de la impunidad ante la cual seguimos intentando oponer resistencia. En este contexto la antimonumentalidad no solo surge como resistencia discursiva, sino como una contramonumentalidad, que es un esfuerzo de la memoria aliada con lo efímero como resistencia contra la violencia.
La contramonumentalidad efímera son muchas cosas y gestos. Es reunirse a cocinar el lonche en un colectivo de búsqueda, contar historias, tejer o bordar juntas. Surge, ante todo, de la reunión de los cuerpos en el espacio, del habitar temporal —y por ende efímero— de comunidades fugaces que se crean, se deshacen y se vuelven a reunir a destiempo, tejiendo memorias colectivas que servirán como recordatorio de que la violencia no debió ocurrir y no debería repetirse. Es absolutamente lo opuesto a lo fijo, a lo permanente, a la dureza metálica de las estatuas de los llamados “héroes de la patria”. También es lo contrario a la soledad de esas figuras de bronce que casi nunca están acompañadas. Los gestos de contramonumentalidad efímera son también un baile coordinado entre miles de mujeres para acusar de violador a un sistema letal de discriminación y muerte; el silencio de cientos de miles de pasos en una marcha para exigir justicia; los fanzines y panfletos que se pasan de mano en mano; una playlist rescatada de la computadora de alguien que debería seguir vivo y que ahora suena en una fiesta que todavía no puede ser una fiesta del todo porque el dolor sigue, pero igual queremos seguir celebrando la vida. La contramonumentalidad es una milpa creciendo alrededor del número +43 sobre la avenida más importante del país. Es la memoria, el recuerdo de quienes ya no están que impide olvidar las violencias de los eventos del pasado. ¿Cómo habrán de recordar las calles mismas nuestro paso por el mundo? ¿Qué queda de nuestros gritos cuando ya se limpiaron las pintas, cuando ya se quitaron los carteles, cuando ya se arrestó a las manifestantes? Queda la memoria de esos gestos efímeros pero contundentes. Nos queda narrarlos también.
Alguien pinta un mensaje sobre una mampara, otras ponen un cartel. Viene la policía y los quita, algún operario lo pinta de nuevo con una masa sólida de color. Se vuelve a poner otro mensaje. Los trabajadores de la ciudad retiran y voltean la mampara, la almacenan. La vuelven a poner en otra marcha. Aparecerá otra pinta, con otro mensaje. Otros manifestantes repintan encima. Un mensaje más cohabita con el anterior. Es así como la memoria del dolor colectivo queda plasmada en la calle: rehabitándola de manera fluida con cada nueva atrocidad que nos duele. La calle es arcilla donde colindan dolores y palabras de memoria, rabias y exigencias, donde las narrativas, más que competir, se acompañan. “Nos están matando”, dicen todas desde cada uno de sus mundos. “Que ya nos dejen de matar”, se exige. “Que paguen los culpables”, se demanda.
Un vacío también es un espacio de memoria: un silencio puede ser memorable, habitáculo de la voz que ya no volveremos a escuchar jamás porque su sonoridad fue interrumpida por la muerte violenta. A veces lo contramonumental es hacerle espacio a esa ausencia para que se escuche.
Imagen de portada: Acción en memoria de las víctimas de feminicidio, de la Colectiva SJF, Zócalo de la Ciudad de México. Fotografía de ©Santiago Arau, 2020. Cortesía del artista