Llevo veinte minutos al teléfono con la directora de una preparatoria. Ha llamado para pedirme una charla con un grupo de alumnos a los que quiere que les hable sobre sexualidad y ha sido muy enfática en cuanto al mensaje que necesita que transmita. Quiere desalentar en sus alumnos lo que ella considera un interés desmedido por el sexo. “Además de que un embarazo les arruinaría la vida, háblales feo de las enfermedades sexuales; que sepan a lo que se meten cuando tienen sexo.” La directora suena preocupada y yo la escucho mientras juego con un lápiz sin tomar ninguna nota. No es falta de empatía. Sus inquietudes me parecen legítimas y por eso me he tomado el tiempo de explicarle que, después de años de dar charlas sobre sexualidad a jóvenes, sé de primera mano que discursos como ése rara vez causan el impacto que ella busca. “Pero hay otros temas que sé que les interesan —le digo— y que podemos tocar para darles la información que necesitan. Confíe en mí.” “Bueno —me dice—. Pero sí le encargo mucho que me los espante.” Con eso concluye la llamada y su interés por seguir negociando mi participación. No me desaniman sus condiciones. A decir verdad llevo años teniendo conversaciones similares y años escuchando a padres, madres y maestros expresar las mismas inquietudes. Lamentablemente, éstas casi nunca reflejan las verdaderas preocupaciones que tienen niños, niñas y adolescentes (que también llevan rato escuchando las mismas advertencias sobre los mismos temas). Por eso, parte del secreto de una charla exitosa con adolescentes se basa en evitar, a toda costa, bombardearlos con más de lo mismo. El truco final consiste en pasarles papelitos en blanco donde les pido que anoten cualquier pregunta que tengan sobre sexualidad y lo lleven a una urna. Yo los voy sacando, leyendo y respondiendo. Esta dinámica la disfrutan, sobre todo, los adolescentes. Por fin pueden externar, anónimamente, sus dudas más privadas sobre el sexo, saber si a alguien más le inquieta lo mismo que a ellos y lograr que una completa extraña dé respuesta a sus preguntas (es decir, lo mismo que ya hacen con Google, con la ventaja de que aquí quien responde sí sabe sobre el tema). Esta última dinámica no la disfrutan tanto los maestros y, en mi experiencia, enloquece a algunos padres. No los culpo: es un baño helado de realidad. Escritas en un montón de papelitos están las verdaderas dudas de sus hijos y, probablemente, ninguna aborda los temas que ellos esperaban que les interesaran. Preguntas sobre posiciones sexuales, diversidad sexual, punto G, sexo anal, masturbación, sexting, squirting y pornografía son de las más populares, pero cualquier tema tiene oportunidad de aparecer entre más alejado esté de lo reproductivo (aunque, ciertamente, también hay preguntas sobre eso). Nunca me da tiempo de contestar todas sus dudas pero, en mi experiencia, a estas alturas de la charla y aunque no con la intención que nuestra directora anticipaba, ya hay muchos adultos espantados. Desde luego, no es sorprendente que un grupo de adolescentes muestre interés por el sexo. En realidad, lo que me inquieta es darme cuenta de que, en los últimos veinte años, los tabús siguen siendo básicamente los mismos. Aun así, en materia de educación sexual no estamos parados en el mismo lugar que hace dos décadas, y para entender qué tanto y en qué dirección nos hemos movido resulta importante hacer una breve revisión de la historia que nos trajo hasta acá.
Breve historia de las batallas por la educación sexual
En México, como en muchos otros países, el abordaje de la sexualidad en las escuelas siempre ha sido motivo de enfrentamientos entre padres, grupos religiosos y políticos. Desde comienzos de los años treinta, cuando la propuesta del secretario de Educación Pública de implementar la educación sexual en las escuelas fue vetada por grupos conservadores, hasta las protestas de 2019 por la reforma al Artículo Tercero Constitucional,1 ha quedado claro que la educación nunca levanta tantas pasiones como cuando involucra el tema de la sexualidad. A cada propuesta por la inclusión de este tema la han seguido una serie de batallas a todos los niveles. De éstas, las que más se han documentado son las del ámbito público. Las que no figuran en ningún documento oficial, la mayoría, son las que se han peleado todos los días en el anonimato de las escuelas, las casas, las calles y, recientemente, las redes sociales. Es natural que en una batalla tan larga como ésta haya muchos ejemplos de estrategias más o menos eficaces y ejemplos de cómo la abundancia de recursos económicos y de influencias puede cambiar el curso de la historia de una guerra que, aunque ha visto batallas triunfales en todos los bandos, nadie ha logrado ganar.
La batalla religiosa: la estrategia mediática del miedo
En los años cuarenta, cuando el afamado sexólogo, biólogo y entomólogo Alfred Kinsey comenzó a hacer públicas sus primeras investigaciones sobre sexualidad, el sexo era el tabú favorito de la sociedad estadounidense. El impacto mediático de su ahora clásico Sexual Behavior in the Human Male —donde sin ningún prejuicio describía las variadísimas hazañas sexuales a las que se atrevían los hombres estadounidenses a puerta cerrada—, tendría repercusiones a nivel mundial. Como en el caso de Kinsey, la contribución de distintos trabajos de investigación y de muchos movimientos que durante décadas defendieron la libertad sexual lograron que, gradualmente, el sexo empezara a discutirse y estudiarse sin tapujos. La idea de educar en materia de sexualidad comenzó a verse menos como un escándalo y más como una necesidad, apoyada por una creciente evidencia científica. Así, cuando para 2002 el Instituto Mexicano de Sexología llevó a cabo una investigación en 15 mil padres y madres mexicanas, 94 por ciento ya se mostraba de acuerdo con que se impartiera educación sexual en las escuelas.2 Para los grupos que hasta ese momento habían hecho carrera envileciendo la educación sexual, estos cambios significaban ajustes a los puntos centrales de su discurso y la superproyección mediática de su estrategia estrella: el discurso del miedo.
Así, reduciendo los distintos enfoques educativos y sus conceptos a teorías conspirativas que el gobierno usaría como una especie de colonización ideológica, estos grupos han pintado escenarios apocalípticos en donde la consecuencia natural de la educación sexual es el completo desorden ético y moral. Las pancartas que protagonizan sus protestas contra lo que ellos denominan “ideología de género” presagian un futuro donde los niños serán homosexualizados, obligados a cambiar de sexo y arrastrados a la depresión y al suicidio. Como bien apunta Ana Campoy, la “ideología de género” es un hombre de paja; una invención de la extrema derecha a partir de una mezcolanza de ideas y conceptos dispares que no existe más allá de sus propios manifiestos, pero que ya les ha ayudado a conseguir victorias muy reales. Paradójicamente, en esta batalla el arma que tendría mayor efectividad contra cualquier discurso de odio y pánico moral sería la educación en sexualidad.
La batalla política: la complejidad de capacitar
En México, con cada nuevo gobierno llega una propuesta educativa que se hace pública durante los meses posteriores al inicio de sus funciones oficiales. A través de los años algunos de estos programas han incluido, al menos como una promesa plasmada en documentos oficiales, el tema de la sexualidad. Desde 1974, cuando por primera vez se publicaron contenidos sobre sexualidad en los libros de ciencias naturales de sexto de primaria, los libros de texto gratuitos se han considerado una clave importante en la implementación de estos programas. Estos libros son los mismos censurados por los grupos conservadores que han protestado contra ellos, pero en cuyos contenidos también se han enfocado para lograr que los ignoren muchos docentes que prefieren evitar enfrentamientos con padres conservadores. No obstante, ésta es solamente una parte del problema. En realidad, el principal obstáculo al que se enfrentan las escuelas al integrar contenidos sobre sexualidad humana es la falta de capacitación. Como lo describe Luis Enrique Ortega, en un sistema educativo tan complejo la implementación de nuevos programas debe seguir un orden específico que comienza en los niveles más altos y que se espera llegue, eventualmente, a cada maestro y cada aula (lo cual puede tardar hasta dos años). Pero así, incluso sin capacitación, se espera que los maestros sean capaces de manejar todos los contenidos y cumplir con los objetivos propuestos por los planes de estudio. Lograrlo requiere de un esfuerzo enorme, que se ha convertido en la batalla que muchísimos profesores pelean todos los días en las aulas y a la que una buena parte de ellos llega sin armas suficientes.
La batalla oculta: la voz acallada
Las batallas por la educación sexual, dice Armando Javier Díaz Camarena, son las disputas históricas “entre la conservación y la transformación del orden sexual reconocido como legítimo en medio de creencias, intereses y realidades”.3 Sin embargo, reconocer que nadie ha ganado la guerra no es igual a decir que nadie la ha perdido, porque si bien siempre se ha dicho que se pelea por los más jóvenes, sin duda alguna ellos siguen siendo el grupo menos beneficiado. Mucho se ha hablado hasta ahora de que la educación sexual es preponderantemente biologicista, rara vez se centra en el placer y fracasa en su cometido de eliminar las conductas de riesgo. Sin embargo, el análisis de la realidad siempre es muchísimo más complejo. Cuando nos planteamos el tema de la educación de la sexualidad, casi siempre lo hacemos pensando en todo lo que, como a aquella directora, nos preocupa como adultos. Queremos educar sobre el sexo que nosotros queremos que ellos (no) tengan, en un contexto que nosotros asumimos que tienen y con objetivos que son convenientes, sobre todo, para nosotros. Desde el punto de vista de los adultos, las variables del comportamiento adolescente deberían resultar simples de predecir y controlar. Es decir, si lo que se busca es la prevención de embarazos e infecciones de transmisión sexual, podría bastar con darles información y repetirles un mismo mensaje de advertencia. Acto seguido, cuando el resultado no es exactamente el que esperábamos, nos apresuramos a culparlos por su “inconciencia”. Es entonces cuando me pregunto si habrá adultos interesados en conocer el porcentaje de mujeres adolescentes cuyo embarazo ha sido producto de la violencia sexual, o de la cantidad de jóvenes que se embaraza como un proyecto de vida para obtener apoyos económicos o para lograr cierta independencia de hogares en donde son explotadas. Me pregunto también si sabrán que hablarle de métodos anticonceptivos a los adolescentes no les garantiza acceso a ellos ni evita que los adultos en los servicios de salud y las farmacias los juzguen; que detrás de cada negociación por el uso del condón que una pareja tiene se involucran necesidades que sobrepasan el miedo a cualquier enfermedad, y que muchos hombres y mujeres descartarán cualquier tipo de protección que sientan que amenaza el vínculo emocional establecido con una persona.
Tal vez si las batallas que peleamos por la educación llevaran menos de nuestros prejuicios e intereses y más de lo que los jóvenes realmente necesitan, la historia de esta guerra sería muy distinta. Porque sin importar en qué bando decidamos estar nosotros, frente a las batallas que ellos pelean todos los días están desprotegidos. Me pregunto si los jóvenes que hoy tildamos de inconscientes serán los adultos que mañana querrán espantar a sus adolescentes o si llegarán a ser la generación que le apueste a la sensatez; la que logre entender que, por cada niño y adolescente que pierde, perdemos todos. Nos urge firmar la paz.
Imagen de portada: Alberto Cruz, Sin título, 2018
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La publicación de dicha reforma se encuentra disponible aquí ↩
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Juan Luis Álvarez-Gayou, Educación de la sexualidad: ¿en la casa o en la escuela? Los géneros, la escuela y la educación profesional de la sexualidad, Paidós, México, 2007. ↩
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Armando Javier Díaz Camarena, “La contienda por los contenidos de educación sexual: repertorios discursivos y políticos utilizados por actores en México a inicios del siglo XXI”, Debate Feminista, vol. 53, 2017, p. 73. Disponible aquí ↩