dossier Especial: Diario de la pandemia JUN.2020

Allá afuera hay monstruos

Edmundo Paz Soldán

A Nellie Campobello


Mamá nos pedía que solo saliéramos a la calle cuando tocaba hacer las compras. Vicente se encerraba junto a los gatos en el cuarto que compartíamos y jugaba videojuegos o se perdía en teorías conspiratorias que circulaban en Internet. Para mí, en cambio, no era fácil. A veces me escapaba, otras no me quedaba más que el balcón. La nuestra era una de las primeras casas a la entrada de Los Confines, apenas se cruzaba el puente que nos separaba del bosque. Las calles estaban vacías. En el puente la gente de Acosta le tomaba la temperatura a los que llegaban. Cruz iba y venía incapaz de quedarse tranquilo, al verme en el balcón me gritaba que me metiera a la casa. Luego reía: mentira, salga si quiere, pero no le diga nada a su madre. Alto y flaco y de sonrisa fácil, nunca llevaba barbijo, decían que por coqueto. Cuando mamá salía rumbo al hospital por la madrugada él se le acercaba con cualquier excusa. Le chequeba la temperatura y le preguntaba si los doctores eran buenos con ella. Mamá se incomodaba pero reconocía que al menos no sentía un tono agresivo. Una vez que iba a llegar tarde a su turno él se ofreció a llevarla. A cambio le pidió barbijos y guantes para su familia, y ella lo miró incrédula, como si él no supiera que en el mismo hospital estaban escasos de equipos y que ella misma debía fabricarse lo que podía a punta de pedazos de ropa vieja y una máquina de coser de su abuela. Cruz era lindo. Soñaba con afeitarle sus bigotes y pedirle un mechón de su rizado pelo negro y guardarlo bajo mi cama. Una mañana a eso de las nueve se repitió el ritual y me metí en el balcón y los gatos se vinieron conmigo. Un cuerpo tirado en la mitad de la calle; era Cruz. Dos hombres de Acosta guardaban distancia, uno llamaba a la ambulancia. Saqué fotos de esa cara hermosa ahora apagada, ese cuerpo con el uniforme ensangrentado. Mamá me contó después que el pecho de Cruz explotó mientras hacía su guardia; decían que el balazo debía haber llegado desde la plaza pero ella me aseguró que no se encontraría ningún proyectil en el cuerpo. Le pregunté cómo lo sabía. –He visto muchos de esos casos en el hospital –dijo–. Creo que este es otro bicho.


En la televisión el presidente decía que todo estaba bajo control y Vicente aplaudía a ese hombre viejo y cansado con la piel de un durazno maduro. Me preguntaba cuánto entendía mi hermano de lo que ocurría. A veces pensaba que era solo por llevarle la contra a mamá; otras, recordaba cosas perversas de su infancia y creía que nada de lo suyo era casual. Algunos canales contaban la versión del presidente pero otros sabían que mentía. Nosotros lo sabíamos: a Los Confines lo controlaban las tropas de Elías Acosta y no había rastros del gobierno. Decían que el gobierno todavía mandaba en los pueblos detrás del bosque, pero mamá, que tenía primos por allá, me contaba que toda esta esquina del país estaba con Acosta. Mamá admiraba a Acosta. Decía que era valiente y llevaba en un escapulario en el pecho una estampita con la foto de su madre, muerta en una reaparición del bicho. Me contó que una vez Acosta llegó borracho al hospital a visitar a un entubado seguidor de MacIntyre, el loco que lideraba una comuna en el bosque y desde allí lanzaba sus proclamas incendiarias. Decían que MacIntyre y su gente habían aprendido a convivir con el bicho y Acosta quería la receta. Pero el entubado seguidor de MacIntyre murió en su cuarto con Acosta al lado y así se instaló la sospecha de que lo único que salvaba a MacIntyre era la suerte. El bicho destrozaba un distrito y ni se le ocurría visitar a los de al lado. Mi hermano dibujó al presidente y mamá le pidió el cuaderno y rompió la hoja con sus manos enguantadas; él se puso a llorar. Mamá entonces dibujó a Acosta con colores vibrantes, escribió abajo su nombre con letras grandes y le dijo que de ahora en adelante iba a ser su mejor amigo. Su cara era del color de un guineo. Mamá se puso a cantar.


El turno de mamá en el hospital solía alargarse porque no había personal y le ofrecían pagarle doble por las horas extra. Le debían mucho, decían que le pagarían cuando todo volviera a la normalidad, pero mamá se reía: más de dos años así, una oleada tras otra, esto es lo normal. Mamá se infectó en la primera oleada y sobrevivió; su inmunidad le daba ventaja sobre los demás. Igual se revisaba todos los días, porque no se sabía cuánto duraría o si aparecería una nueva cepa que no respetara historiales previos. La casa la dividió en dos: ella vivía en una sección del primer piso, que llamaba “el país de los enfermos”; Vicente y yo vivíamos en el segundo piso, en “el país de los sanos”. Los gatos paseaban por toda la casa, y si bien algunos animales se infectaban, mamá había decidido que Onix y Zircón serían libres. Cuando todo comenzó había veinte enfermeros y enfermeras en el grupo de mamá en el hospital; quedaban cuatro. Un grupo de voluntarios se esforzaba por llenar los huecos. Era inútil; varios cuartos y un pabellón del hospital estaban abandonados: se los desinfectaba seguido y aun así la gente seguía cayendo. No quedó más que renunciar a ellos. Mamá odiaba al presidente porque no cumplió con ninguna de sus promesas de trajes protectores, pruebas para los infectados, cuarentenas obligatorias. Su única obsesión fue reabrir la economía tan pronto se pudiera: el remedio no podía ser peor que la enfermedad. La reabrió cuando el bicho no estaba controlado, y así nos fue. Mamá aplaudió cuando llegaron los tropas de Acosta. Poco después las fuerzas del presidente recuperaron la ciudad y a mamá la vieron como traidora pero no la despidieron porque la necesitaban en el hospital. Así pasó con otras enfermeras. Ahora que la ciudad estaba de nuevo en manos de Acosta mamá respiraba más tranquila. El Kily era un paramédico amigo de mamá. Compartían ideas y se veían seguido; mamá decía que era curioso ver la ambulancia y alegrarse pese a que traía gente enferma. De la parte trasera bajaba el Kily y su figura tan viva en medio de espectros la reconfortaba. El Kily a veces venía a casa por las noches, desafiando el toque. Portaba chamarra roja y guantes amarillos. Improvisaba canciones para Vicente, que se reía cuando él lo llamaba: Vi-cen-ti-tooooo, mi-co-si-to, el ú-ni-co bi-chi-to que yo quie-ro! Usaba un anillo de rubí en el dedo índice; le confesó a mamá que se lo había quitado a un muerto. Caminaba como pistolero, con las piernas abiertas, y nos contaba de las cosas que había visto como si se tratara de una película de dibujos animados, procurando distraer a mi hermano; lo escuchábamos desde un rincón del “país de los sanos” en el primer piso. Cuando entré a ese apartamento, decía, el dueño de casa estaba tirado en el piso de la cocina y su perrito salchicha montaba guardia junto a él. Llevaron al salchicha a un buen lugar mientras su dueño iba camino al hospital, y yo pensaba que el trabajo del Kily era más bonito que el de mamá, porque le permitía entrar a otras casas y encontrarse con los objetos de los que se iban dejando sus posesiones detrás: un reloj de pared que daba la hora a destiempo, las macetas con suculentas junto a la ventana, los juguetes de los niños tirados sobre la alfombra, una pecera con gupys y escalares dando vueltas en el agua turbia.


Kily estaba casado con Magda, de la que nos hablaba maravillas: secretaria en un juzgado, coqueta, pies chiquitos y delicados. Nunca la conocimos en persona pero era como si estuviera con nosotros en esas noches en que venía el Kily a contar historias. Una tarde llegó la ambulancia al hospital y cuando se abrió la puerta mamá se dio cuenta de que el Kily era el paciente. Él le preguntó a ella si se iba a morir. Mamá vio los ojos estragados y el sarpullido en el cuello y bajó la mirada. Magda se fue del pueblo y trabaja en los servicios de apoyo a las tropas del gobierno. Mamá llora al Kily de vez en cuando. Yo imagino su casa vacía, los objetos que quedaron atrás, quizás el anillo de rubí, la chamarra roja en un perchero.

Fragmento de una novela en curso basada en Cartucho de Nellie Campobello.

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Imagen de portada: Enfermera en un área controlada. Fotografía de Ariadna Creus y Ángel García, 2018. CC