Si alguna vez se preguntó cuál es el vestigio más antiguo que se puede observar del cosmos, la respuesta está en la Radiación Cósmica de Fondo en Microondas (RCFM), un tipo de radiación electromagnética fría que baña uniformemente el universo y que, según sabemos, proviene de una época muy temprana, cuando aún no había estrellas ni galaxias. Esta radiación corresponde al momento en que se formaron los átomos de hidrógeno. A continuación hablaré sobre su origen y sobre cómo su descubrimiento confirmó la Teoría del Big Bang o Gran Explosión, y explicaré el surgimiento de la estructura de gran escala del universo —incluyendo las galaxias— a partir de las tenues fluctuaciones que se observan en la distribución espacial de esta RCFM. Además, veremos por qué para lograr esta explicación, se predice la existencia de la materia y energía oscuras que, aunque invisibles, constituyen más del 95 por ciento del universo actual. Quizá pueda parecer metafísica o ciencia ficción lo que describiré, pero así es la ciencia: va más allá de nuestra percepción cotidiana y suele parecer inverosímil, aunque se fundamenta en teorías racionales y objetivas, sustentadas en la observación y experimentación. La ciencia hace predicciones que pueden ser demostradas una y otra vez. La cosmología no es la excepción.
La RCFM proviene del fin de la época del llamado “universo caliente”, unos 380 mil años después del “inicio”; la edad del universo actual es de alrededor de 13800 millones de años, tres veces la del Sol. Por lo tanto, la RCFM proviene del universo naciente. Si la edad del universo fuese la de una persona de 50 años, la RCFM se habría producido a la hora y 10 minutos de nacida. ¿Pero qué es la RCFM?
Las observaciones muestran que el universo se estuvo expandiendo desde su “inicio”. En el pasado, la materia y la radiación electromagnética tenían mayor concentración por unidad de volumen. En épocas muy previas al primer segundo, eran tales la densidad y energía, que ni las partículas más elementales podían existir libres, pues todas interactuaban entre ellas y con la radiación caliente, alcanzando la misma distribución de temperatura: estaban en equilibrio térmico. De hecho, en esas épocas existía la antimateria a la par que la materia. Toda partícula elemental tenía su antipartícula. Cuando un par partícula-antipartícula se encuentra, se aniquila en radiación muy caliente (rayos gamma) que, sin embargo, tiene la energía para volver a crear la pareja partícula-antipartícula. En esas épocas remotas, el universo era una “sopa” caliente (de cientos de miles de millones de grados) compuesta por partículas, antipartículas y radiación que interactuaban unas con otras. Al expandirse, la radiación se enfría y llega un momento en que ya no tiene la energía para crear el par partícula-antipartícula. De haber existido el mismo número de partículas y antipartículas, todas se habrían aniquilado en radiación electromagnética. Habría sido un universo muy aburrido. Pero, por alguna razón, hubo una asimetría increíblemente diminuta: de entre aproximadamente cada mil millones de pares, una partícula no tuvo su antipartícula. De esas partículas de materia (protones, neutrones, electrones, etcétera) está constituido el universo material actual, mientras que la antimateria prácticamente no existe.
Después de las eras de aniquilación, la radiación de fondo tiene todavía energía para interactuar con el plasma de electrones, calentarlo y no dejar que esos electrones sean capturados por los protones o núcleos de helio (2 protones más 2 neutrones) para formar átomos de hidrógeno y helio, los elementos químicos más sencillos y abundantes del cosmos. Cabe mencionar que las fracciones de protones y núcleos de helio quedaron fijas alrededor de los primeros cinco minutos de la edad del universo. Y no es sino hasta los 380 mil años que la temperatura promedio de la radiación cae por debajo de los 3000 grados Kelvin, a la cual, ahora sí, pueden formarse los átomos de hidrógeno (los de helio se formaron un poco antes). La radiación electromagnética de fondo deja de interactuar con la materia; es decir, se desacopla, y a partir de ese momento se propaga libremente, enfriándose en proporción a la tasa de expansión. Esta expansión ha sido, desde entonces, de 1100 veces; a la par, la temperatura bajó de esos miles de grados Kelvin a solo 2.73 en el pico de su distribución, lo que equivale a una longitud de onda de unos 0.2 cm en las microondas. Esa es la RCFM: contiene valiosa información del estado del universo temprano y en ella está impreso el código genético de las principales características del universo y de la compleja estructura que llegará a desarrollar.
La RCFM fue predicha en los años cuarenta del siglo pasado por el físico George Gamow como parte lógica del modelo de un universo en expansión, combinando cosmología y física nuclear; macro y micromundo. En 1965, dos radioastrónomos que estudiaban las propiedades de la ionósfera con fines de radiocomunicación —Arno Allan Penzias y Robert Wilson—, descubrieron casualmente la RCFM, misma que proviene de manera uniforme de todo el cielo. En 1978 recibieron el Premio Nobel en Física por este descubrimiento.
En los años noventa, con un satélite diseñado para estudiar las propiedades y distribución espacial de la RCFM —llamado Explorador del Fondo Cósmico, o COBE (por sus siglas en inglés)— se detectaron variaciones espaciales en la temperatura de cienmilésimas a diezmilésimas de grados Kelvin. Estas ínfimas fluctuaciones en el cielo, en la época en que se originó la RCFM, estaban asociadas a diferencias igual de ínfimas en la densidad de la materia con la que estaba acoplada la radiación electromagnética. En otras palabras, la distribución espacial de la materia en esos tiempos, aunque uniforme, ya presentaba tenues inhomogeneidades. Como veremos luego, de ellas se forman las estructuras cósmicas, en particular las galaxias. Los líderes del satélite COBE recibieron el Premio Nobel en Física en 2006. En 2019, el astrofísico James Peebles recibió también el Premio Nobel por su contribución al entendimiento de las fluctuaciones de la RCFM y a la comprensión de cómo emergió desde ellas la red cósmica de gran escala del universo, incluyendo a las galaxias. Antes de continuar el relato sobre el origen de las inhomogeneidades de la RCFM y de cómo de ellas emergieron las estructuras cósmicas, veamos la esencia de lo que es la teoría del Big Bang.
En 1917, Albert Einstein tuvo el atrevimiento de plantear que el universo —materia que era en esos tiempos solo de la religión o la filosofía— es un sistema físico y como tal era susceptible de ser estudiado con el método científico. Einstein estaba armado de una herramienta genial para esta tarea: su teoría de la relatividad general, postulada en 1915, según la cual la gravedad no es una fuerza, sino la manifestación de la curvatura que sufre el espacio-tiempo por la concentración de la materia y energía. Einstein aplicó su revolucionaria teoría al universo como un todo, donde la gravedad es el ingrediente clave para entender su dinámica. Su único postulado plantea que no hay puntos privilegiados en el universo; es decir, que la geometría del espacio y las propiedades de la materia en promedio son las mismas en cualquier dirección. A esto se le conoce como el “principio cosmológico”. El resultado fue inesperado: el modelo de universo no era estacionario, algo que contradecía las observaciones astronómicas de ese tiempo. Por eso Einstein introdujo en sus ecuaciones de campo un término llamado la “constante cosmológica”, que supuestamente compensa la atracción gravitacional para mantener al universo “inamovible”.
En 1922, el matemático Alexander Friedmann resolvió las ecuaciones de Einstein sin introducir la constante cosmológica y encontró que, de acuerdo a la cantidad de materia que tiene el universo y el tipo de geometría del espacio, este puede estar en expansión o contracción. Pocos años más tarde, en 1924, el astrónomo Edwin Hubble descubrió las galaxias, las usó como puntos de referencia del movimiento global del universo y demostró que todas se alejan unas de otras; esto es, ¡el universo está en expansión! A una conclusión similar llegó el cosmólogo y sacerdote Georges Lemaître, quien hacia 1931 esbozó los principios de un modelo cosmológico. Este plantea que el universo se expande y enfría de forma tal que puede inferirse que en un remoto pasado la materia y la radiación eran muy concentradas y calientes. Como ya mencioné, Gamow y otros aplicaron la física nuclear y de partículas elementales para entender el estado de la materia y la energía en esas condiciones.
A principios de los años cincuenta, el cosmólogo Fred Hoyle —que tenía un modelo muy diferente para el universo— se refirió de manera burlona al modelo de Lemaître y Gamow como el Big Bang (Gran Explosión). Y ese mal apodo se le quedó al modelo. En realidad, este modelo postulaba un estado inicial tan uniforme que no podían darse las diferencias de temperatura, densidad y presión que causaran una explosión, mucho menos un punto central del que emanara todo después de esta. El modelo del Big Bang alcanzó el nivel de teoría hecha y derecha gracias a las observaciones astronómicas que demostraron contundentemente sus tres principales predicciones: 1) que el universo se expande uniformemente; 2) que en los primeros minutos quedó la proporción en masa de 75 por ciento de núcleos de hidrógeno y 25 por ciento de helio; y sobre todo, 3) que al final de la era caliente se formaron los átomos de hidrógeno y helio, de manera que quedó una radiación cósmica de fondo en equilibrio térmico, misma que puede ser detectada en las microondas en cualquier región del cielo: esto es la RCFM.
La teoría del Big Bang no puede explicar el origen de las inhomogeneidades en densidad relacionadas con las fluctuaciones de la RCFM. En los años ochenta surgió un modelo llamado de “inflación”, que busca explicar el universo extremadamente temprano, cuando se unifican tres de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza. Se postula que el estado inicial era el vacío cuántico.1 Uno pensaría que la nada es ausencia total de algo. Pero en el mundo cuántico, por el principio de incertidumbre de Heisenberg, no existe tal estado, sino uno de mínima energía compuesto por fluctuaciones cuánticas en forma de partículas virtuales que, así como aparecen, desaparecen. El vacío es ese estado de mínima energía, un bullir de partículas virtuales que tiene una propiedad muy peculiar: es repulsivo. Este estado es inestable y se desintegra a la inimaginable fracción de 1/1035 de segundo, originando una transición de fase a nuevos campos fundamentales, así como a partículas reales. En el tiempo infinitesimal en que esto ocurre, el vacío ejerce una tremenda repulsión inflando desenfrenadamente el espacio 100 cuatrillones de veces. Ya establecidos los campos y partículas reales, inicia la historia del universo caliente clásico mencionada arriba. Una vez transformado el vacío en materia y radiación, la expansión del universo se va desacelerando. Las fluctuaciones cuánticas del vacío se convierten en clásicas y luego dan origen a las inhomogeneidades en densidad de la materia, aquellas que podemos observar en la RCFM y son las semillas de las estructuras cósmicas. ¡Nuestro origen son las fluctuaciones cuánticas!
Pero aún hay un problema: durante la era caliente, las inhomogeneidades de escalas de galaxias hechas de materia ordinaria (la que forma los átomos de la tabla periódica) se borran debido a procesos físicos asociados a su acoplamiento con la radiación caliente. Pero si existiese materia exótica que no interactuara con la radiación electromagnética, dichos procesos no afectarían a las inhomogeneidades y éstas podrían hacerse más y más densas por la acción de la gravedad hasta colapsar en estructuras autogravitantes que se separarían de la expansión del universo. Los astrónomos —desde el trabajo seminal de Fritz Zwicky en los años treinta— estudiando el movimiento del gas y las estrellas en las galaxias, y de las galaxias mismas en agrupaciones (cúmulos), encuentran evidencia de mucha más gravedad que la que produce la masa visible. Suponiendo que se rige por la teoría general de la relatividad o la dinámica newtoniana, esta gravedad excedente tiene que ser producida por un tipo de materia invisible o transparente; es decir, que no interactúa a nivel electromagnético. Se trata de la llamada “materia oscura”.2 La radiación caliente no afecta a las inhomogeneidades hechas de esta materia.
Muchos estudios muestran que la composición actual del universo es de aproximadamente 5 por ciento de materia ordinaria, mientras que la materia oscura constituye alrededor del 25 por ciento: ¡cinco veces más abundante! De esta manera, la formación de estructuras, en particular las galaxias, se da gracias a que las inhomogeneidades de materia oscura sobreviven y luego colapsan en estructuras autogravitantes capaces de atraer al gas de hidrógeno y helio para formar galaxias en su interior. Y es en ellas que se forman y evolucionan las estrellas, los planetas, la vida… ¡Qué maravilla!
La materia y la radiación son gravitacionalmente atractivas, por lo que frenan la expansión del universo desde el final de la inflación. Pero al terminar la década de los noventa se descubrió que la expansión en realidad se está acelerando desde hace unos 5 o 6 mil millones de años. Los líderes de los grupos que llegaron a esta conclusión recibieron el Premio Nobel de Física en 2011. La aceleración implica que empezó a dominar una componente repulsiva, antigravitatoria. ¡Y de esa componente está hecho aproximadamente el 70 por ciento del universo actual! Esto es, precisamente, la llamada energía oscura. Todo indica que tiene propiedades similares a la constante cosmológica de Einstein de 1917, a la que él mismo se refirió como el peor error de su vida, y que su encarnación física podría ser el vacío cuántico. ¿Pero por qué quedó un remanente de ese vacío? ¿O de qué se trata? Para saberlo se requieren mediciones muy precisas de cómo ha sido la historia de la expansión del universo, objeto de algunos proyectos observacionales en curso muy sofisticados. Además, la expansión acelerada implica que todo se separará, y no quedarán sino regiones desconectadas causalmente unas de otras donde domine de nuevo el vacío cuántico. Y en ellas, ¿podrían darse nuevas transiciones de fase que originen otros universos? Tal vez.
Vivimos momentos muy emocionantes en la cosmología. Asombrosamente, más del 95 por ciento del universo actual está en forma de materia y energía oscuras, dos componentes que, cuando logremos entenderlos, revolucionarán varios de los fundamentos de la ciencia actual. Por lo pronto, estudiando las propiedades de las galaxias y comparándolas a modelos de formación con distintos tipos de materia oscura, entendida como partículas exóticas, muchos hemos buscado (yo y mis colegas en la UNAM, entre otros muchos grupos en el mundo) acotar las propiedades de la misteriosa materia oscura, combinando así macro y micro mundo. Sobre la energía oscura se conoce aún menos, pero pronto tendremos restricciones importantes a sus propiedades. No deja de asombrar lo inverosímil de nuestro universo: del vacío a las complejas formas de existencia como la materia consciente, de procesos que ocurrieron en ínfimas fracciones de segundo al cosmos actual de 13800 millones de años. Finalmente, el 29 de junio, al momento de escribir este artículo, se reportó el descubrimiento de un fondo de ondas gravitacionales, corrugaciones del espacio-tiempo que provienen de eventos muy violentos. Parte de ese fondo podría provenir de la época de la inflación, y sería entonces un vestigio del mismísimo inicio de nuestro universo. Ya lo veremos.
Imagen de portada: Fernanda Brunet, Slash!, 2022. Cortesía de la Galería Saenger
Un estado aún más inicial sería cuando se unifican esas tres fuerzas con la cuarta, la gravedad. Aún no contamos con una teoría aceptada para lo que se llama la gravedad cuántica. ↩
Para explicar los “excesos” de gravedad en diferentes observaciones hay propuestas alternativas a la materia oscura que evocan modificaciones ad hoc a la ley universal de la gravedad; es decir, modifican la dinámica newtoniana. ↩