Con la publicación de su primera novela en 2017, Teoría y práctica de La Habana, el trabajo literario de Rubén Gallo dio un revés al timón, que de cierta forma se anunciaba en su producción anterior: la veta académica de sus primeros libros cedió paulatinamente a una prosa más desenfadada, jovial y caribeña. Obras como Heterodoxos mexicanos (2006) y Los latinoamericanos de Proust (2016) destacan por su cualidad de crítica literaria hecha literatura. Hace algunos años, en este mismo espacio,[^1] comentaba que Rubén Gallo es de los pocos académicos legibles. Sigo creyendo que es un gran estudioso, pero Muerte en La Habana (2021) es algo distinto: no es un académico de Princeton quien se adentra en el asesinato de Manuel, el protagonista de la novela, sino un extranjero en Cuba que descubrió en el Caribe una voz con sabor a ron y un estilo con el encanto del punto guajiro. La historia, ambientada en La Habana de los noventa o del mes pasado, se desarrolla a través de varias ramificaciones, similares a las de los jagüeyes que suben y bajan del suelo al cielo y que son al mismo tiempo raíces, troncos y ramas. Los relatos de la novela se trenzan unos con otros. Poco importa en realidad el ambiente en que se inscribe la novela, en Cuba no pasa el tiempo. Ni existe siquiera. La Revolución cristalizó las calles y las playas; hasta podría jurarse que el mismísimo turquesa de sus mares quedó atrapado en el tiempo por la manera en la que invita a no alejarse de él. Eso que para millones es motivo de escándalo, la victoria fosilizada de un conflicto cada vez más lejano, para otros es la quintaesencia de la naturaleza humana, la sociedad más cercana al paraíso que gozaron nuestros primeros padres antes de caer en la tentación del Diablo. Esa fascinación fue la que mató a Manuel. Rubén Gallo escribe como quien hace cruising, como alguien que sabe que le pueden exhibir o robar o golpear o incluso matar, pero es justo la sensación de un riesgo tan variado y tan inminente el catalizador de una experiencia así de placentera. Leer a Manuel desenvolviéndose tan quitado de la pena en La Habana es casi como escuchar a Rubén hablando sobre ella, con la única diferencia de que en el segundo caso las modulaciones y hasta los silencios del acento cubano recrean la atmósfera tropical que a más de uno ha enloquecido. “A ti un día te van a matar”, le advierten a Manuel en varias ocasiones. Pero no presta atención. Su lógica es simple: mientras más cerca del peligro, más seguro se está. Manuel deja en marcha sus negocios en España y va a Cuba a hacerse una vida —aunque, claro, primero hubo de hacerse una fortuna, prodigio imposible en casi cualquier parte del mundo—. Pero hay algo de extraño en el personaje, una cierta resistencia interiorizada a abandonar aquello que de hecho abandonó: una fascinación por el fascismo que trata de revivir, a su manera, en un mundo que ya no le pertenece, que avanzó demasiado deprisa excepto en el Caribe cubano, con su ya mencionada prerrogativa temporal, aunque esta haya terminado por ceder terreno:
Cuba se transformó de golpe en otro país: ya no era esa isla cortada del mundo que vivía en otro tiempo porque cada vez llegaban más turistas de Europa, de Estados Unidos, de otros países y con ellos entraron también teléfonos y ordenadores y cada día más cubanos se inscribían en Facebook, se conectaban a Internet, chateaban con sus parientes en Miami, en México, en Madrid. El sentimiento de encierro se fue disipando y la gente parecía contenta, porque había más dinero y en el Malecón veías que los muchachos llevaban tenis de marca, ropa importada, relojes y teléfonos caros.
El refugio de Manuel lo encuentra entre los brazos de los muchachos del Malecón, tan lejos del mundo gay y de sus cuotas, subterfugio del capitalismo rosa que tanto le revienta. La narración es una suerte de mayéutica. La novela entreteje interrogatorios que poco a poco develan no solo los pormenores de la vida de Manuel, sino el fantástico día a día de una población cubana que no necesariamente se corresponde con la de carne y hueso. En esto su autor ofrece un matiz novedoso en lo que respecta a la literatura sobre Cuba, pues no usa la novela como un espacio de denuncia. De eso ya hay mucho. Que en Cuba la violación de derechos humanos y la persecusión política son una constante lo sabe cualquiera; dígase lo mismo de la crisis económica, ya crónica desde la Revolución. La debacle económica, de hecho, ha irrumpido incluso en el ámbito de lo sexual, cuyo disfrute se restringe cada vez más al intercambio monetario, algo que enfatiza la novela: en el fondo, el dinero mueve prácticamente toda la trama. Es este quizá el único reducto de realismo socialista que encontramos en el libro de Rubén. Los giros del lenguaje en Cuba son riquísimos, no extraña que embelesen tanto la imaginación de un escritor y que constituyan herramientas con las que construir un relato. El mismo Gallo lo reconoció en su libro anterior, Crónicas de una pequeña ciudad mexicana en La Habana:
Al llegar a La Habana me sumerjo en un océano de cuentos, de historias, de anécdotas, de palabras y de giros lingüísticos que me animan a escribir: quisiera poder transmitirlo todo, llevar un registro de todo lo que escucho por las calles. Quizá yo también sea un refugiado mexicano. “Vine a darme un baño de lenguaje”, he pensado más de una vez al llegar a la Isla. Los cubanos hablan un español sabroso, lleno de chispa, de imágenes visuales.
Seguro que de cualquier parte del mundo se puede decir lo mismo sobre la riqueza de su lenguaje, pero en Cuba ese piropo adquiere un carácter especial, habida cuenta de que su aislamiento ha cristalizado no solo el espacio topológico sino también el lingüístico. En un mundo tan globalizado, por no decir colonizado aun en el lenguaje, la existencia de giros discursivos por demás hilarantes como los cubanos constituye un tesoro que vale la pena resguardar. No es poco frecuente dar vuelta a las páginas de Muerte en La Habana con una carcajada; el aspecto policiaco de la novela “se desmerenga” a cada rato en la medida en que desfila por la comisaría una procesión de pájaras, bugarrones y jineteros. Las categorías de la diversidad sexual cubana son complicadas de entender, fluyen todo el tiempo. Son el objeto de estudio perfecto para nuevas teorías de género: las pájaras son homosexuales “vistosos” —iridiscentes como perdices o cartacubas—, los bugarrones abarcan lo mismo homosexuales por convicción que heteroflexibles (por usar un término tan soso como el que hay en México para el caso), o heterosexuales aburridos o necesitados de dinero. La categoría más compleja es la de los jineteros, en ella se incluyen los muchachos que cobran por pasar el rato y quienes viven de las remesas que sus muchos novios les envían del extranjero. Es, quizá, la más aciaga de las categorías, porque no solo viven de esos ingresos, sino de la esperanza de que algún día alguno les consiga el pasaporte para sacarlos del país. Poco queda a la imaginación sobre la muerte de Manolo, el español que fue la inspiración para el libro de Rubén Gallo. La anécdota se obtuvo de Eliezer, dueño de una librería en La Habana que hace las veces de lugar de encuentro y centro de convenciones. Lo que fue un simple comentario sobre la desventura de un español en los años noventa, se transformó en un asesinato novelado del que hoy podemos al mismo tiempo disfrutar y compadecernos. La línea divisoria entre ambos verbos está muy difuminada. De Santiago a La Habana, los testimonios recopilados constituyen no solo una exquisita muestra de las particularidades de la jerigonza cubana, sino un auténtico homenaje a la cultura y la resistencia de la isla caribeña.
Imagen de portada: La Habana, 2010. Fotografía de Carol M. Highsmith. Library of Congress