I. Teátricas
El 21 de enero de 2020 un video comenzó a circular en las redes sociales italianas. En él Matteo Salvini, senador de la República, aparecía rodeado de micrófonos y periodistas. Era una noche fría en Bolonia y Salvini, quien también preside Liga Norte, partido de ultraderecha que ha pasado en los últimos siete años de ser una agrupación de radicales ninguneados a convertirse en una de las principales fuerzas políticas de Italia, estaba en la provincia de Emilia-Romagna haciendo campaña electoral. La Liga tenía una misión clara: derrocar en las elecciones regionales al partido de izquierda, en el poder desde la posguerra. El video muestra a Salvini acercándose al timbre de un edificio de apartamentos. Lo hace a petición de una vecina de la zona —una mujer de unos setenta años, muy blanca, con cabello teñido de rubio, que asegura que ahí viven vendedores de drogas— pero con las ansias de dar un espectáculo, de granjearse atención en las redes y votos en las urnas. Salvini presiona el timbre. Espera. Finalmente, una voz en el interfón responde. —Eee? —Buongiorno, buona sera. Quiero entrar a su casa —espeta el líder de la ultraderecha italiana. Luego de un intercambio confuso, Salvini agrega: —Vengo a rehabilitar el buen nombre de su familia. Alguien dice que usted y su hijo venden droga. La voz en el interfón niega las acusaciones, se excusa, cuelga. Salvini sonríe y decide seguir con su campaña en otra parte. Al día siguiente, la vida de uno de los vecinos acusados —el supuesto hijo traficante, que resultó ser un adolescente de 17 años de origen tunecino— había dado un giro desagradable: en cuestión de horas se había vuelto famoso en su barrio, en su ciudad, en el país. Pronto, el joven tuvo que salir en defensa de su reputación: en una entrevista con el diario La Repubblica, aseguró que se dedicaba al futbol y a la escuela; admitió que su hermano tuvo problemas con drogas en el pasado, pero aseguro que él no. Cuando tocó el timbre de la casa de este muchacho, Matteo Salvini no tenía una orden de arresto. No tenía evidencias de un crimen. No tenía autoridad jurídica. No tenía permiso de los padres para interpelar a su hijo menor de edad. Lo que tenía era la palabra de una vecina —una mujer italiana de piel blanca— y ansias de votos en una elección. Los tiempos electorales asemejan, cada vez más, los de las cacerías de brujas: no importan las evidencias, ni los procesos, ni las diligencias. No importa espetar mentiras, arruinar vidas, atizar las flamas del racismo. Importa la estocada mediática: el grito, la increpación, azuzar a la turba. Importa incitar los prejuicios del electorado europeo, cada vez más cómodo con su racismo, y manipular su voto. Porque el público quiere una buena teátrica. Y la política, como la dramaturgia, es en tiempos recientes una variante de la ficción.
II. Formas
La palabra fascismo puede sonar ligeramente anacrónica, incluso hiperbólica. Para quienes vivimos en el siglo XXI la palabra remite, quizá, a los camisas negras golpeando sindicalistas, a los discursos del duce Mussolini y a los campos de concentración. Nos cuesta trabajo imaginar que un mensaje de WhatsApp que acusa a los migrantes hondureños de criminalidad pueda tener componentes en común con la propaganda antisemita del Tercer Reich. Nos cuesta creer que las redes sociales puedan ser sistemas de propaganda tan peligrosos como la radio franquista. Incomoda creer que el odio del pasado pueda ser el odio del presente. Pero más que un monolito infranqueable o una estatua de geometrías perfectas, la ultraderecha es un animal mutable: es capaz de disfrazarse de militar, de empresario, de sacerdote o, en tiempos recientes, de político a contracorriente. Desarropados de sus trajes de general, de sus mostachitos y sus saludos a brazo alzado, políticos como Salvini, Donald Trump o Jair Bolsonaro ofrecen una versión desgarbada de los rígidos militares de tiempos anteriores. Y podemos caer en la tentación de creerlos más inofensivos: a fin de cuentas ganaron en las urnas, ¿no? Difícilmente. La transformación de un partido de ultraderecha en uno fascista suele ocurrir una vez alcanzado el gobierno, cuando, determinados a consolidar su poder, esos partidos convierten el odio y la violencia en políticas públicas; cuando deciden desmantelar las instituciones de justicia y aprobar leyes que violan los derechos de grupos vulnerables. Hace diez años el ultraderechismo se creía extirpado de Europa Occidental. Había un consenso: el mundo tendía a un centralismo insípido y sin sobresaltos. Ciertos críticos aseguraban que vivíamos el “fin de la Historia” y que nos esperaba un siglo de paz y estabilidad. Así, tanto el comunismo como la derecha autoritaria se daban por muertos en buena parte del mundo. Los pocos radicales que quedaban eran rescoldos de un incendio que tarde o temprano se apagaría. La profecía resultó desatinada. En los últimos cinco años, lo sabe cualquiera, el incendio revivió: ha habido un auge de partidos con discursos ultraderechistas, particularmente en Europa: AfD (Alemania), RN (Francia), UDC (Suiza), Vox (España), Liga Norte (Italia), el Partido Popular Danés y los Demócratas Suecos son algunos de los más prominentes. Sin embargo, en tanto que no han alcanzado el poder, pocos de estos partidos han podido poner en práctica sus ideas: no han logrado desplegar todo su fascismo, que actualmente sigue siendo sobre todo discursivo. Quien busque ejemplos de la praxis fascista en la Europa contemporánea haría bien en centrar su mirada en aquellos países ligeramente más periféricos que ya llevan casi una década gobernados por los partidos nacionalistas de derecha. Los más emblemáticos son Hungría y Polonia. Hungría es, probablemente, la democracia de Europa que más se asemeja a una dictadura. Gobernada ininterrumpidamente por Viktor Orbán desde 2010, el país ha atestiguado la paulatina erosión de las instituciones. En Hungría nadie es más poderoso que Orbán, quien controla el parlamento, la suprema corte y los medios de comunicación.
Para justificar su control del país y azuzar a las masas, Orbán ha invocado a un enemigo inexistente y abstracto: los migrantes. Aunque Hungría es un país que recibe escasísimos refugiados —menos de mil al año, según estimaciones— la discusión pública y mediática en torno al tema es obsesión nacional. Desde que en 2016 aparecieron miles de refugiados sirios en las fronteras húngaras exigiendo libre tránsito hacia las naciones ricas de Europa Occidental, Orbán ha convencido a la mayoría de que el país —y la “cultura húngara” — están bajo el ataque de una horda mahometana. Ha dicho que los migrantes musulmanes son “invasores, no migrantes”; que son “veneno”, y también que “cada migrante representa… un riesgo terrorista”. En el odio a los migrantes, el mandatario ha encontrado al chivo expiatorio perfecto: un lienzo en blanco donde cada húngaro puede proyectar sus miedos y odios personalísimos. Además, a un enemigo abstracto que justifica el poder absoluto del presidente. Al igual que otros populistas de derecha que enfrentan escrutinio legal (Trump, Benjamín Netanyahu y Jair Bolsonaro), Orbán entiende que mantenerse en el poder es un tema de supervivencia personal. Hay fuertes sospechas de que su gobierno ha sido profundamente corrupto, y perder el poder es abrir las puertas a una investigación judicial que podría llevarlo a la cárcel. Un proceso parecido se vive en Polonia. Ahí, el partido Ley y Justicia ha tomado las riendas del gobierno desde 2015. Venido a menos luego de una derrota en las urnas en 2007 y un avionazo que mató a buena parte de su dirigencia en 2010, el partido recobró fuerzas gracias a la crisis migratoria europea y al resurgimiento del discurso antirrefugiados, que en el caso polaco combina una dosis de catolicismo reaccionario y otra de nacionalismo tradicionalista. Desde la victoria en urnas en 2015 del partido Ley y Justicia, Polonia se ha negado a aceptar refugiados provenientes de países de mayoría musulmana. El presidente del partido, Jarosław Kaczyński, ha dicho que los migrantes son “portadores de parásitos y protozoarios que… podrían poner en peligro a la población [polaca]” y que aceptarlos desataría una “ola de agresiones contra las mujeres”. El gobierno polaco se ha rehusado también a reconocerle nuevos derechos a la comunidad LGBT+, ha obligado a la jubilación anticipada de jueces incómodos y ha insistido en reescribir la historia de la segunda Guerra Mundial para exonerar al país de sus pecados históricos (desde enero de 2018 afirmar que los polacos colaboraron con los nazis en el exterminio de judíos en campos como Auschwitz y Treblinka —un hecho verificable que ninguna academia de historia disputa— se pena con hasta tres años de cárcel). Porque, a final de cuentas, no se trata sólo de gobernar: la prueba máxima del poderío consiste en reescribir el pasado. Institucionalizar la mentira es la demostración más absoluta del poder.
III. Experimentos
Luego del ascenso al poder de Nelson Mandela en 1994, muchos pensaron que el Apartheid había llegado a su fin. Este sistema jurídico, que separaba física, legal y socialmente a negros, blancos, asiáticos y coloureds, había regido las relaciones sociales en Sudáfrica durante más de cuatro décadas. Heredero de los sistemas de castas coloniales, el Apartheid pregonaba las “diferencias entre las razas” e impedía, mediante la violencia física y legislativa, que los negros accedieran a servicios públicos, oportunidades de trabajo e incluso a la educación superior. El Apartheid funcionaba gracias a una estructura legal, pero también debido a las identidades raciales y religiosas de la sociedad sudafricana, y a la creencia entre los sudafricanos blancos de que ellos eran “superiores”. Fuera de Sudáfrica el sistema fue deplorado y criticado por la mayoría de los países del mundo. Luego de la abolición del Apartheid en 1993, la noción de separar a las personas por su religión o color de piel, era causa de repudio. En años recientes, sin embargo, eso ha cambiado. Quizá ningún país ha vivido durante los últimos quince años una erosión ideológica más veloz y extrema que Israel. Gobernado por el régimen del ultraderechista Benjamín Netanyahu desde 2009, este país se ha convertido en un laboratorio donde se experimentan nuevas formas de autoritarismo. Luego de que las primeras décadas de su existencia estuvieran marcadas por la guerra y los conflictos con sus vecinos, Israel permanece, desde el 2005, año en que terminó la segunda Intifada, en un estado de relativa paz interna. Desde entonces, dicha nación está en ventaja militar absoluta ante los palestinos, por lo que éstos han pasado a convertirse en conejillos de indias de un experimento autoritario y de segregación civil. Palestina es dos partes: Gaza y Cisjordania. Gaza está sitiada y Cisjordania está ocupada militarmente. Ninguna de las dos cuenta con un gobierno soberano y los palestinos no tienen derecho al libre tránsito, pues el ejército de Israel regula su paso de una parte a otra de Cisjordania, y patrulla buena parte de sus calles. La ocupación militar también establece dos sistemas jurídicos: uno para los colonos judíos que viven en asentamientos dentro de la región, y otro para los palestinos. Por ejemplo: si un niño israelí comete un crimen es juzgado por un sistema penal civil. Si un niño palestino comete un crimen (como tirarle una piedra a un vehículo militar israelí) es detenido en calidad de combatiente y, por lo tanto, juzgado a puerta cerrada en tribunales militares. En tanto que Israel ha hecho todo lo posible por volver territorialmente inviable un futuro Estado palestino (mediante la construcción de muros y asentamientos para israelíes en territorios que, según la ONU, pertenecerían a dicho Estado) todo indica que la ocupación militar no tendrá un fin próximo. Por ello, hay quienes argumentan que en Cisjordania ya se vive un apartheid: hay dos sistemas legales, dos sistemas de justicia e infraestructura separada (carreteras, calles, escuelas) para israelíes y palestinos. Aunque es un país relativamente pequeño, las prácticas de Israel son idealizadas por gobiernos autoritarios de todo el mundo. Donald Trump, que es visto favorablemente por 69 por ciento de la población israelí, tuvo la idea de construir su muro en la frontera con México después de visitar el muro de Cisjordania. Cuando Trump sugirió en 2019 que los agentes de la Border Patrol deberían dispararle a quien intentara cruzar ilegalmente la frontera, simplemente sugirió una medida que ya existe y está normalizada en Israel: entre 2018 y 2019, durante protestas semanales en la valla fronteriza que separa la Franja de Gaza de Israel, el Ejército de ese país mató a más de 270 manifestantes palestinos e hirió a más de 9 mil (del lado israelí se contó un soldado muerto). Aunque ninguna democracia liberal más o menos firme se ha atrevido a instaurar sistemas de segregación tan extremos como los de Israel, algunos líderes en sitios con tradiciones democráticas más anémicas ya incorporan discursos que buscan asignar derechos en función de raza y religión. El populista Narendra Modi, en la India, ha argüido que su país es la patria de los practicantes del hinduismo y ha impulsado leyes que buscan excluir del tejido nacional a las minorías, en particular la musulmana. El partido político de Modi aprobó recientemente una ley para condicionar la nacionalidad india —y de ese modo convertir en apátridas— a millones de musulmanes en el noreste del país. La decisión, que afectaría a casi 200 millones de personas, desencadenó protestas masivas y violencia. Hasta el momento el rechazo a la nueva ley ha sido amplio, y el popularísimo Narendra Modi no ha superado del todo la crisis.
Otro gobierno que intenta construir un Estado de corte étnico es el de Myanmar. Ahí, la junta militar que rige al país ha argumentado que se trata de una nación budista y que los musulmanes son “extranjeros”. Se calcula que, entre 2017 y 2018, Myanmar desplazó forzosamente a casi 740 mil musulmanes rohinyás, quienes hoy viven en uno de los campos de refugiados más grandes del mundo, en Bangladesh. Recientemente, el teórico sudafricano Nyasha Mboti propuso un nuevo campo de estudios para comprender la separación de los cuerpos y la violencia sistemática en sociedades como el Egipto de Ptolomeo, los Estados Unidos de Jim Crow y la Sudáfrica del Partido Nacional: los estudios del apartheid. Pero Mboti aclara: El apartheid no es un concepto para entender sociedades pasadas, sino un “algoritmo” que subyace al mundo moderno. Fenómenos tan normalizados como la desigualdad social y las fronteras nacionales son posibles gracias a los sistemas de separación entre pobres y ricos, negros y blancos, minorías y mayorías religiosas. Es una de las patentes del mundo: conforme el poder se concentra, también aumentan los deseos de dominar. En la actualidad, ideologías que parecían clausuradas se ajustan y actualizan. Los sistemas de opresión del pasado sirven como pronósticos del futuro. El monstruo no estaba muerto, solo estaba dormido. Pero ahora que ha despertado, hay que preguntarnos: ¿cómo hicimos en el pasado para combatirlo?