Elogio a la boñiga y al mal gusto
“Los niños y los borrachos siempre dicen la verdad” es una sentencia a todas luces falsa, al menos entre los niños y los borrachos con los que me he cruzado en la vida, pero sirve para pensar en otras actividades que este particular segmento demográfico sí hace: los niños y los borrachos no temen orinar en público, vomitar estrepitosamente o salpicarse de baba. Y salvo para amonestar, reprender o, dado el caso, pedir la intervención de una patrulla en aras de la civilidad y el decoro, casi nadie se fijaría en ninguno de estos prosaicos eventos. También es verdad que casi nadie escribiría sobre ellos.
Dios tiene tripas. Meditaciones sobre nuestros desechos (FCE, 2021), merecedor del Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez 2020, es el tercer libro de ensayos de Laura Sofía Rivero, después de Tomografía de lo ínfimo (FOEM, 2018), ganador del Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz 2017, y Retóricas del presente (IMAC, 2016), ganador del Premio Dolores Castro 2016. Compuesto por once textos, este libro explora no solo la orina, las excreciones producto del alcohol o los fluidos corporales infantiles; además, reflexiona sobre las vicisitudes en los baños públicos y privados, los usos y costumbres del jabón, y los diferentes estados de la materia (fecal, por supuesto).
Si en Tomografía de lo ínfimo la autora ya había incursionado en el mundo de lo insignificante, volviendo interesantes y dignas de atención minucias como las uñas o las canicas, este libro continúa con la observación de lo nimio, pues ¿qué hay más ínfimo que lo que desechamos al menos una vez al día por el tubo del desagüe? Pero la escritora aquí va un paso más allá y desmadeja con sorna una serie de tabús que nos dan asco y vergüenza. Está, por ejemplo, el momento en el que una relación amorosa alcanza su máximo grado de confianza, no al primer “te amo”, sino al primer pedo sonoro que ambas partes expulsan en confianza.
El intercambio amoroso y flatulento es solo una de las situaciones que aparecen en Dios tiene tripas. Cada ensayo pone a prueba el amor filial, la lealtad amistosa y la tolerancia hacia aquellos con quienes compartimos alojamiento y, muchas veces, baño. Se exploran los propios límites al cambiar un pañal o limpiar el vómito ajeno, y se pone sobre la mesa que “en lo próspero y en lo adverso” a veces puede significar “voy a quererte hasta en tu diarrea más explosiva”.
El diálogo entre lo cotidiano y lo erudito es el eje sobre el que transitan los temas de cada ensayo y corresponde, además, a la organización de los textos. Las subdivisiones internas, a veces numeradas, a veces a la manera de versículos bíblicos, o bien como entradas de enciclopedia, distribuyen las anécdotas personales, la reflexión introspectiva y los segmentos históricos.
Ya sea que se explique con la teoría bajtiniana, la sabiduría popular o los chistes de cantina, el humor escatológico siempre ha estado presente en el imaginario y es tan inseparable de nosotros como la caca, los mocos o el sudor. La literatura no es la excepción: desde Cervantes y Chaucer hasta Jorge Ibargüengoitia, existe una tradición de escritores —exigua en comparación con la escritura de otros temas en registros más serios— que han sabido explotar esta veta en sus páginas.
En El nombre de la rosa, la novela policiaca que Umberto Eco ambientó en una abadía medieval, el tratado de Aristóteles sobre la comedia desencadena los crímenes que Guillermo de Baskerville es llamado a resolver. Tal ensayo aristotélico, cuyo contenido documental actualmente desconocemos, reafirma el poder transgresor de la risa, o eso afirma en su monólogo Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego que, a la vez que parodia y homenaje a Jorge Luis Borges, Eco imaginó como antagonista de su novela. Este personaje condena la risa y señala su peligro cuando cuestiona y ridiculiza cualquier autoridad.
Y este libro, que presenta como milagrosa medicina a la comedia, a la sátira y al mimo, afirmando que pueden producir la purificación de las pasiones a través de la representación del defecto, del vicio, de la debilidad, induciría a los falsos sabios a tratar de redimir (diabólica inversión) lo alto a través de la aceptación de lo bajo.
Irene Vallejo recupera el mismo pasaje en El infinito en un junco (2019), al hablar del menosprecio al que está condenado el humor en el canon literario actual. Se le relega a lo popular, a las sitcoms televisivas o a la literatura infantil, mientras que la “alta cultura” tiende a tratar con seriedad e incluso solemnidad asuntos en apariencia más trascendentes. Y si los escritores que han hecho de las aventuras de sus tripas un arte son un puñado, las escritoras son muchas, muchas menos, igual que en los temas deportivos, la novela negra o los libros de viajes, entre otros géneros en los que poco a poco han ido ganando terreno.
En este sentido, Laura Sofía explora dos vertientes tan liberadoras como vedadas, especialmente en la escritura de las mujeres: lo escatológico y la risa. Casi medio siglo después de la novela de Umberto Eco, esta autora se pregunta por qué el humor escatológico mueve a la risa y ve en él un mecanismo crítico y desestabilizador: “la risa es también un espasmo, su naturaleza catártica hace de ella una válvula de escape de las opiniones reprimidas”, señala en el ensayo que abre el libro.
Otro dicho popular, más valioso por las convenciones sociales que revela que por lo que enseña, dicta: “en este mundo matraca/ de cagar nadie se escapa/ caga el buey, caga la vaca/ y hasta la muchacha guapa/ se echa sus bolas de caca”. En él se esconden dos verdades: que todos cagamos y que para las muchachas, etéreas e inalcanzables, este placer es un oprobio. ¿Qué hemos hecho las mujeres para que incluso nuestras necesidades más básicas sean motivo de juicio?
Los manuales de etiqueta y las buenas costumbres recomiendan disfrazar, contener o evitar los temas soeces, así como las exhalaciones que puedan salir por cualquier orificio del cuerpo. Estas recomendaciones, aunque existen para ambos géneros, recaen inequitativamente del lado femenino. Desde la Antigüedad las mujeres han sido ajenas a lo bajo, y las que rompen con el estereotipo representan una parodia o una transgresión.
En este libro, la escritura del yo que subyace a cualquier ensayo aparece como sujeto que caga y mea, y como testigo elocuente de las evacuaciones ajenas. Aparece también la digresión histórica que sustenta, refuta o vuelve coloridas las anécdotas. Cual voyeristas de la calaña más perversa y fetichista, los lectores accedemos a una línea del tiempo salpicada de fluidos corporales a lo largo de la historia: desde el panteón grecolatino y el nacimiento del judeocristianismo, hasta escenas de series y películas contemporáneas. Cada inmundo referente está puesto ahí sin alardes de esnobismo y lo único que separa a George Costanza de Gargantúa son algunos siglos.
Entre el montón de metáforas posibles que podría usar en este momento, para mí, el carácter proteico del ensayo lo asemeja al proceso digestivo, sin que esto signifique comparar la escritura con la mierda, o al menos no toda. De manera parecida a lo que ocurre con el bolo alimenticio, que empieza como alimento y tras una serie de pasos y transformaciones casi alquímicas se convierte en algo distinto (por decirlo de alguna manera), en la escritura ensayística una serie de experiencias, lecturas previas, ocurrencias y conjuntos de datos funcionan como materia prima que se mastica, se paladea, recorre un sinuoso camino donde se absorbe lo que sirve, se desecha lo que no y, finalmente, se vuelve algo nuevo.
En este sentido, Dios tiene tripas evita, o al menos sortea con gracia, una tendencia de la que adolece cada vez más el ensayo contemporáneo, la cual podría bautizarse como el recurso Wikipedia: la citación compulsiva y el pastiche exagerado, que en nombre de la experimentación formal y la escritura híbrida de las que parte el género parecen puestos ahí como relleno enciclopédico. En muchos ensayos esta fórmula recurre a las mismas cuatro o cinco referencias, y aunque resulta revelador como mapa de lecturas de una generación, lo que pretende ser emotivo e innovador resulta cursi y cansado. Es cuestionable si necesitamos leer, de nuevo, las mismas citas manidas de Walter Benjamin o Natalia Ginzburg, junto con metáforas cada vez más gastadas sobre una serie de tópicos recurrentes. En la medida en la que elude estos recursos, Dios tiene tripas funciona como un puño de fibra en el estreñimiento formulaico de otras escrituras; y como Jerry Seinfeld o el libro perdido de Aristóteles, nos recuerda que para visibilizar, evidenciar o, en resumen, para que algo sea importante no hace falta la solemnidad a ultranza.
FCE, Ciudad de México, 2021
Imagen de portada: ©Ana Armitage e Ingrid León (La Pinche Adultez), Está ocupado, 2021. Cortesía de las artistas