—Dioses —dijo Persaud. Porque ahí estaban los cuerpos, ahora, en el canal. Había pasado un largo rato preguntándose si lo que estaba viendo, si lo que yacía liminar entre el rojo sangre del aire y el agua negra no era más que un elemento de los de Buckler, un truco de la luz. Pero no. Primero un cadáver y luego otro.
—Mantén los ojos de los niños en la lámpara —dijo Lighter, y como Persaud no se movía, dijo su nombre, su título —“Bogger”—, que fue suficiente para hacerlo retroceder del pequeño barandal. Se arrodilló frente a los niños. Sus ojos amplios como de tarseros ocultos bajo la grasienta lona cubierta de moho.
—Ustedes dos no dejen de mirar la luz —dijo él.
—Hay gente muerta en el agua —dijo Queenie con la voz temblorosa de emoción.
Y luego Comfort, su propia voz un chillido:
—¡Sailor y Chicken Fist!
—¡Sí! ¡Y June! ¡Y July!
—¡Todos son gente muerta! —gritó Comfort, las palabras mismas desintegrándose en un prolongado y violento aullido.
—Dejen de gritar —murmuró Lighter.
En el borde frontal de la lona: una hilera de sombreros de hongo, su luminosidad un rosa pálido en la luz rojiza. Por su aliento, Persaud podía ver el movimiento de las esporas, la deriva de las partículas en el aire, una brisa de vida micótica, alborotada y sanguínea. Extendió la mano para enjuagar el lienzo, pero luego la volvió a meter en el bolsillo. ¿Qué estaba haciendo aquí? Por un momento no podía recordarlo.
Y luego los niños llamaban a su madre, la llamaban en el francés de su tierra natal olvidada hace tiempo: “¡Maman! ¡Maman!”, sus voces traslapadas, lamentándose, aullando contra la noche.
—Bogger, calla a tus niños —le dijo Lighter—. No es seguro.
—¡Maman! ¡Aquí estamos! —gritaban los niños.
Persaud seguía quieto sobre la cubierta. Cuando Lighter se volvió para mirar a los niños lo que vio fue un cúmulo de ojos como orbes o cuerpos traslúcidos de arañas, pálidos, hinchados como por un fluido en la luz sangrienta y llena de esporas.
Tras su espalda, desde el interior sellado y luminoso de la cabina del esquife: un quejido agudo, inhumano, acaso ni siquiera animal. Un chillido en murmullos.
—Bogger —le dijo Lighter—, entra en la luz. Métete en la luz y no salgas.
Pero Persaud no se movió. La linterna ardía en su puño, el asa de metal un arco tenso contra las almohadillas de sus dedos. Se sentía pesado, como si el aire se hubiera vuelto un jarabe, una resina, con la mirada fija sobre la noche roja que cubría las pálidas formas desnudas que flotaban sobre el agua negra: boca arriba o boca abajo, su carne una balsa de hongos nacientes; bulbos y falos, sombreros y manchas pegajosas que parecían latir en la rojez de la noche. Y se movieron. En un primer momento, Persaud pensó que era solo su imaginación, o que de algún modo se había quedado dormido y entrado en el Soñar, pero no, no, Persaud, tú estás despierto y no hay cómo dormir aquí en la hora de Buckler. Los muertos se voltean, perezosos, sus ojos de lámpara rotos como cáscaras de huevos que al interior se han puesto negros de podredumbre y de los que emergen bocanadas de sombras de humo oscuro desde la superficie.
La voz que llega es un borboteo sombrío, una gárgara, mojada, lloriqueando húmeda: “Sálvame”, dice. Y luego: “¿Mi esposa? ¿La has visto? ¡Por favor! ¡Ayúdame a encontrarla!”. Cada sílaba es casi imposible de escandir y sin embargo ahí están las palabras, los sonidos del lenguaje humano, a pesar de que la voz que se mueve en el aire difícilmente se parece a una voz. Todo está detenido incluso en los gorgoritos del agua, en los cuerpos inquietos que, Persaud ahora se da cuenta, no se están moviendo por cuenta propia, sino que son impulsados por algo que viene de abajo, un revoltijo de movimiento subacuático que se revela en accesos de sílabas, bocas delgadas y cartilaginosas que se abren sobre la superficie resbaladiza, a través de algas y musgo y la miríada de hongos alzadas sobre el ensangrentado aire lleno de esporas. Carpa. O algo así. Cada boca abierta una sílaba, de tal modo que las frases, los enunciados, las preguntas que emergen salgan una exhalación a la vez, interrumpidas solo por el gorgoteo del agua entre ellas.
Persaud estaba de pie junto al barandal, Lighter a su lado.
—¿Qué es esto? —susurró Persaud—. Dioses, ¿qué es esto?
Y los peces, siempre dando vueltas alrededor de las moscas en su muerte proliferante como los hongos. “Me dejaste, Zhang Wei. Me dejaste atrás. Cofrade malo. Mal lighter”.
—Abuela —susurró Lighter.
“Vecino Persaud”, llegaron las sílabas. Palabras peces. Y luego: “Queenie. Bebecito. Comfort. Niños, acérquense a su tía”. Y luego: “Bogger. Apaga las luces. Hay demasiada luz aquí. Ven a la oscuridad. Es fresca y segura. Y te queremos. Queremos a todos. Todos nosotros juntos. Como debería ser”.
Y podía sentir en su corazón ese arrastre enorme, como si una mano le hubiera agarrado el tenso músculo rojo y lo hubiera extirpado, alámbrico, palpitando, y dio un paso hacia el barandal.
La voz junto a él se sintió como si viniera proyectada desde una enorme distancia, no del Soñar sino de un lugar aún más lejano:
—¡No! ¡Bogger Persaud! ¡No! ¡Alto!
Algo lo estaba sujetando, aunque no sabía qué era, una gruesa atadura alrededor del pecho y los brazos. Pasmoso. Y la fuerza era tan grande, tan caliente. “Déjame ir”, se dijo a sí mismo, a la atadura, al agua. “Déjame ir. Necesito hacer lo que dicen. Tengo que”.
Pero Lighter apretó la cuerda, la llevó a la bancada de la entrecubierta y la ató con tres rápidos giros. Las voces continuaron e incluso él, incluso Lighter, podía oírlas, podía ver las bocas abriéndose y cerrándose sobre la superficie húmeda incluso en la sombra débil de esa larga noche. “Me dejaste, Zhang Wei. Me dejaste a que me muriera”.
Era cierto. Ella le había dicho que se sentía rara y él le dejó algunas medicinas y salió en su esquife a hacer su trabajo, porque así eran las cosas, y cuando regresó la encontró en descomposición y parcialmente consumida, el cuerpo abandonado durante al menos dos semanas en la cabina vacía donde las ciénagas sangraban hacia el mar. No sabía cuánto tiempo había sufrido ella en los días de su ausencia. Hasta ahora que su voz se elevaba del cartilaginoso y jadeante gorgoteo del pantano: “Yo tenía tanto miedo. Y estaba sola. Tan sola. Y el dolor. Vomité hasta sangrar. Tuve evacuaciones ensangrentadas. ¿Y dónde estabas tú, sino en tu bote? ¿Dónde estabas cuando te necesitaba, Zhang Wei?”.
—A la abuela no la conocí —dijo Lighter.
“Te dije que no me sentía bien”, dijeron los peces. “Te lo dije y me dejaste. Ven a mí. Te necesito ahora”.
Y tal vez él podría haber hecho que la puerta de la cabina, en ese momento, no explotara y el sonido fuera un disparo volando hacia la noche, y Tatiana estaba ahí, su cuerpo retorcido, sucio, la bata hecha jirones y retazos, el cabello una gran nube enredada. Su voz, la de una bestia, sibilante. La cuerda de Persaud se tensó por un momento, arqueándose contra la bancada, tratando de alcanzarla, sin manos, sin brazos, su cuerpo ladeándose conturbado incluso mientras ella se deslizaba por la borda y descendía hacia la succión del agua.
Silencio, salvo por el forcejeo de Persaud con la cuerda. Escoria en la superficie. La descolorida espuma ya se había arremolinado en el sitio donde ella había desaparecido. Luego él se volvió y apoyó la mano sobre el hombro de Persaud.
—No puedes meterte para rescatarla —dijo Lighter.
—Tatiana —dijo Persaud. Luego, como si se encontrara a sí mismo, a su voz, aulló ese nombre.
“Ya viene hacia nosotros”, dijeron los peces. “Ya podemos sentirla”.
—No, no, no —Persaud estaba ahora batallando con las cuerdas. Ya había logrado quitarse un bucle del pecho y había liberado un brazo.
Lighter lo tomó del hombro.
—Detente, Bogger —siseó—. No puedes alcanzarla. Ya no hay nada que la pueda salvar.
—Me está llamando —se quejó Persaud.
Los niños gemían bajo la lona mientras los peces se alejaban una vez más, sus croares silábicos deslizándose más allá de las moscas muertas, hacia la más profunda oscuridad de los árboles, el pantano tan oscuro que a Lighter desde el bote le parecía como si fuera la arquitectura interior de un corazón, un pulmón, un estómago, un agujero ensangrentado que solo contuviera oscuridad.
—¿Y tus hijos qué? —dijo Lighter. Había tomado un trozo de cuerda en su puño y miró atrás, hacia donde la siniestra y amorfa lona yacía contra los barriles, como una prenda que podría no haber contenido nada en absoluto—. Te necesitan.
La voz de Bogger Persaud era un gemido bajo y su cuerpo temblaba tan violentamente que parecía todo borroso, Lighter estaba de pie ante él, sosteniendo una lámpara cerca de su cara, observando cómo las líneas negras esporiformes se volvían ceniza y empezaban a desprenderse de su carne. Sus ojos estaban muy abiertos, en blanco y rodando en sus cuencas.
—Suéltame —murmuró—. Dioses, déjenme ir.
—No te voy a dejar ir —dijo Lighter.
Y ahora Persaud se desplomó sobre la cubierta, todo su cuerpo liberado al mismo tiempo. Una mancha mojada en la entrepierna de sus pantalones de lona. Lighter bajó la lámpara hasta que llegó a la altura de sus pies, su cabeza ahora en la oscuridad.
—Ya cálmate —dijo Lighter—. Mira fijamente la luz, Bogger.
—¿Por qué?
—Sólo hazme caso. Soy el Iluminador.
—Sí —masculló Persaud—. Sí, ya lo sé.
—¿Pa?
Una voz ahogada, y Persaud volteó hacia los niños, mirándolos en silencio por un rato, antes de reconocer lo que eran, no solo una lona con cuatro ojos asomándose, sino sus hijos, envueltos en negrura sobre la cubierta.
—Queenie —dijo—. Comfort.
—Sí, pa —dijo la niña, sollozando.
Y el niño:
—También soy yo.
—Su mamá… —comenzó Persaud, pero luego se detuvo y se volvió hacia el agua una vez más.
—No, pa —dijo Comfort—. No.
Lighter acababa de moverse para alzar la linterna cuando Persaud se deslizó por la borda. No lo hizo con la actitud frenética de quien escapa, sino como un hombre que se sumerge en un baño tibio, lento y en calma, de modo tal que, antes de que Lighter pudiera hacer mucho más que dar un paso hacia delante, la cabeza de Bogger Persaud ya había desaparecido bajo la alfombra de algas, el limo verde cerrándose en silencio.
Los niños gritando. Y desde las sombras más oscuras, las voces de los peces clamando en su ronco ritmo silábico: “sí, sí, sí, sí”.
Lighter se arrodilló hacia el costado, la lámpara en la mano.
—Persaud —dijo, pero su voz era poco más que un susurro. El agua estaba quieta, las algas intactas y continuas.
A lo lejos, un murmullo borboteante: “¿Dónde está mi niño? ¿Dónde está? ¿Lo han visto? ¿A dónde se fue?”.
Y otro: un largo gruñido que podría haber sido animal o humano o un árbol arañando la corteza de su doble.
De la forma oscura de la lona llegaban los gritos ahogados de los niños. El sonido fue suficiente para sacar a Lighter del repentino letargo que se había apoderado de él en el barandal inferior de la cubierta. Una parte de él solo quería saltar al agua detrás del bogger, una parte que le decía que era lo correcto, encontrar a Persaud, pero también, en sus pensamientos, estaba el entendimiento de que encontrarlo era el único objetivo, no había más, no había vuelta al esquife, no podría volver a emerger al aire, sino que daría vueltas para siempre en las someras profundidades de la ciénaga. Qué extraño pensamiento, sobre todo para él. Se preguntó de nuevo si el Soñar estaría penetrándolo por fin. En efecto, conocía la única otra explicación disponible para él, para cualquiera de ellos.
—Niños —dijo Lighter. Una afirmación, pensó, de un hecho. Se acercó a la lona y se asomó a verlos—. Voy a necesitar que entren en la cabina. ¿Me oyen? Voy a necesitar que se levanten ahora. Vamos.
Desde debajo de la lona sus ojos parpadearon, simultáneos. La luz de la linterna proyectó una gran franja a su alrededor cuando Lighter la acercó al borde del lienzo. Se arrodilló ante esos ojos, con la lámpara alzada frente a él. En su resplandor, a pesar de que la luz en sí era una blancura llana en el ambiente, las esporas y la neblina que flotaban a través del halo tenían dentro de sí el tinte rojo de Buckler, de modo que parecía como si partículas de sangre corrieran sobre apagadas corrientes de aire.
—Estaremos bien —dijo Lighter—. No se preocupen. Están con Lighter y él conoce el camino.
—¿El camino hacia dónde? —dijo la niña, su voz jadeando entre lágrimas.
—A un lugar seguro.
—¿Pero dónde?
Lighter les devolvió la mirada. Era una pregunta para la cual él no tenía respuesta. Podía llevarlos de vuelta a su propia casa, pero la idea de viajar por donde habían venido le producía una angustia injustificada e irreconciliable, una emoción que era, en sí misma, totalmente ajena a su conciencia. Había viajado por la ciénaga durante toda su vida y en todas las condiciones, y sentirse abrumado por el miedo, ahora, a esta edad, después de tantos años, no tenía mucho sentido, no tenía ningún sentido. Se sentía como si no fuera él mismo. No era él mismo en lo absoluto. Pero, ¿qué significaba eso?
Este fragmento pertenece a una novela inédita escrita en inglés. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: ©Dolores Medel, de la serie La Ninfa, 2011