Mariano Calmo Carrillo perdió su casa en su pueblo de Guatemala el año pasado. Todavía puede verla por entre los tallos del maizal de su hermana o cuando lleva pasajeros en su taxi hacia la plaza. Era su posesión más valiosa, su hogar. La compró con el dinero que ganó después de años de trabajo en Estados Unidos. Pero cuando fue deportado tuvo que entregar la propiedad a su prestamista para saldar la deuda enorme que creció tras varios intentos de cruzar la frontera estadounidense. Durante generaciones, migrar a Estados Unidos ha servido para elevar la calidad de vida de familias enteras a través de las remesas. Hoy la paradoja, en particular para personas que viajan desde países como Guatemala sin permisos, es que resulta muy caro llegar a Estados Unidos. Se requiere desembolsar miles de dólares que van a manos de traficantes, funcionarios corruptos y grupos criminales en el camino. Conforme sube el precio del viaje aumenta también el riesgo financiero de fracasar: “Intenté ir a los Estados Unidos para quedarme ahí a trabajar pero me deportaron unas seis veces —dijo Calmo Carrillo—. Me dijeron que ya no tenía opción de arreglar los papeles”. Un colosal sistema de préstamos le permite a gente sin ahorros dirigirse hacia Estados Unidos, pero estos préstamos vienen con altos niveles de interés. En muchas ocasiones quienes migran dependen de la ayuda de sus parientes, pero cada vez con más frecuencia los que hacen la diferencia son bancos, cooperativas, prestamistas y vecinos que han encontrado un negocio en este fenómeno social. Los migrantes que no logran llegar a Estados Unidos o son deportados pronto terminan teniendo aún menos recursos que al principio, pues sus deudas no caducan pero crecen con la tasa de interés. A lo largo de muchos años los agentes estadounidenses detuvieron a Calmo Carillo una y otra vez. Fue detenido en Arizona, California y Tennessee. Había desempeñado en el extranjero la labor de jardinero y albañil y esto lograba que su familia viviera tranquilamente, pero luego de volver a tierras guatemaltecas las cuentas no le permitían pagar la tasa de interés de 10 por ciento al mes. Así que tuvo que adecuar el cobertizo de la casa de su hermana para vivir junto con sus tres hijos, el más pequeño todavía en brazos. No tenía electricidad, luz ni ninguna comodidad, tan sólo un piso de tierra. “A veces me despierto en la noche pensando en mi familia”, dijo Calmo Carrillo en su pueblo, Todos Santos Cuchumatán, en las montañas frescas del oeste de Guatemala donde los hombres llevan aún sus trajes típicos. “Hay gente que sí tiene un poco de dinero y viven felices aquí, pero los que no tienen, es muy difícil.”
Los investigadores dicen que durante los últimos años el aumento en la paga a los traficantes se debe en parte a que los gobiernos, tanto el estadounidense como el mexicano, han reforzado su vigilancia en las rutas migratorias. Aunque algunas personas llegan a la mitad del camino por su cuenta, es peligroso ir solo. Los traficantes, quienes organizan tanto el transporte como las “mordidas” a las autoridades y los pactos con el crimen organizado para que les den paso, son la mejor manera de asegurar su llegada al destino. Sin embargo, el pago no es una garantía, ni de llegar a la frontera ni de volver con vida. “A finales de los noventas costaba, a lo mucho, mil dólares migrar a Estados Unidos. Ahora subió hasta 15 mil dólares”, dice Lauren Heidbrink, antropóloga y profesora de Desarrollo Humano en California State University, Long Beach. “Es más dinero del que puede cubrir en un pago la gente que gana los sueldos de su comunidad.” En algunos de los pueblos indígenas de Guatemala existe la tradición de que la gente de la comunidad reúna su dinero y haga un préstamo sin intereses para cubrir cualquier gasto de algún miembro: la cosecha, un funeral, un negocio. Pero esta práctica se ha vuelto menos común, dice Heidbrink, y la han sustituido entidades que dan aún más dinero pero con fines de lucro. La tierra, las pertenencias y los hogares de las personas se ponen como garantía ante la enorme desesperación que se tiene por migrar. ¿Qué pasa cuando habiendo solicitado un préstamo no se logra llegar a Estados Unidos? La deuda tendrá que ser pagada de cualquier forma y suceda el escenario que suceda, incluso si la persona fue engañada, lastimada o asesinada en su trayecto. La desaparición de una persona se convierte así no sólo en un dolor inmensurable, sino en un peso económico y una mancha para la reputación de la familia. Así lo cuenta Balthazar Hernández Juan, el padre de un joven guatemalteco que desde muy chico trabajaba con él en construcciones en México. Su hijo, Juan, se fue para Estados Unidos cuando cumplió 21. Llamó para avisar que había llegado hasta Arizona pero nunca más volvió a comunicarse. Su papá era el garante del préstamo y fue obligado a entregar la escritura de su tierra mientras esperaba que su hijo apareciera. “Llamó para decir ‘Pasé bien. Aquí estoy en Phoenix’. Pero estaba algo asustado, se escuchaba nervioso. Dijo que el coyote le había prestado su teléfono para que él se comunicara conmigo”, dijo Hernández Juan. Para su padre era muy difícil pagar el préstamo original, que eran unos 1 700 dólares estadounidenses, pero por los intereses la cantidad ascendió a 8 400 dólares, por lo cual la deuda era imposible de saldar. Mientras seguía de luto, Balthazar dejó la casa que apenas acababa de construir en San Mateo Ixtatán y durante la siguiente década crio a sus otros hijos en una humilde cabaña de paja en tierras prestadas en otro pueblo. A pesar de que sucedan los peores escenarios, no se perdonan los préstamos. Los parientes de los deudores no pueden obtener nuevos. Algunos prestamistas amenazan con la violencia física. Ha habido reportes de jóvenes que son obligados a trabajar sin paga. La realidad para la gente que está hasta el cuello de deudas es que la mejor opción es volver a migrar, intentar cruzar o quedar atrapados en un ciclo de partidas sin fin. “Ellos regresan y están en sus casas por dos, tres meses. Luego intentan migrar otra vez”, dijo Marco Antonio Roblero, un agroecólogo que forma parte de la Pastoral de la Tierra y que trabaja en comunidades rurales. “Los que no lo intentan deciden ir a las fincas porque tienen muchas deudas.” Se convierten en mano de obra barata en plantaciones en Guatemala o incluso en el sur de México. A unos cuantos les llegan apoyos a través de programas gubernamentales, de entidades religiosas o de organizaciones comunitarias. María Martín Mendoza, representante del Consejo Nacional de Atención al Migrante de Guatemala en Todos Santos Cuchumatán, toca las puertas de los deportados para invitarlos a inscribirse en los programas de beneficios gubernamentales. Les ofrece suficiente dinero para pagar los útiles básicos en las escuelas públicas y servicios médicos básicos de sus hijos, pero no más. Sentado frente a su casa en un terreno en el que planea sembrar papas, Gilberto Calmo Calmo le dice a Martín Mendoza que después de cruzar la frontera de Estados Unidos las autoridades le arrancaron a su hijo Franklin de los brazos. Angustiados, durante dos meses no supieron el paradero de su hijo; pensaban que nunca iban a volver a verlo, hasta que éste los llamó desde un albergue de niños en Estados Unidos. No fue simple lograr reunirse con su hijo. El reencuentro se dio tres meses después de la llamada. Calmo Calmo accedió a ser deportado sin seguir solicitando asilo y tuvo que pagar 266 dólares a un abogado para que hiciera los trámites necesarios para trasladar a su hijo a Guatemala; después pagó 134 dólares por el taxi en el que fueron a recogerlo a la capital. Las otras cuentas sumaban a su deuda. Pero Franklin no era el mismo de antes. Su experiencia en el extranjero lo había cambiado. Aun habiendo estado en un albergue lejos de su familia, el simple acceso a recursos como duchas de agua caliente o comida en plenitud le hizo cuestionar la situación vivida en su pueblo. Tras volver a los brazos de su familia, por un tiempo tuvo una hemorragia nasal que parecía evidenciar el trauma de adaptarse de nuevo. Prometió, a pesar del esfuerzo de sus padres por reconfortarlo, que al cumplir 18 volverá a Estados Unidos. “Hay que tener paciencia con el niño. Es muy travieso y chillón. Empieza a llorar cuando va a la escuela”, dijo Calmo Calmo. “Creo que él necesita la ayuda de un psicólogo porque quiere llegar allá otra vez.” Cambios recientes en las políticas estadounidenses empeorarán las penurias económicas de los migrantes. Las autoridades han obligado a quienes buscan asilo a esperar meses en México mientras se consideran sus casos. Incluso se han deportado personas a países de América Central que no son los suyos y se ha cancelado por completo en algunos periodos el derecho a solicitar protección en el país. Mientras la posibilidad de cruzar se vuelve más y más remota, los intereses de sus deudas crecen y los prestamistas se encargan de hacerles saber que cuando vuelvan tendrán que dejarlo todo si no tienen otra solución. Para prevenir que esta situación vuelva a sucederle a todos los jóvenes que arden en deseos de irse, Martín Mendoza graba con su teléfono mensajes de los deportados como advertencias. Pero sabe que trabaja contra la presión social, pues en la mayoría de los casos, incluso si las familias pierden sus tierras o sus bienes más preciados o si saben de parientes que desaparecieron en el desierto o resultaron traumados, la necesidad es tan grande y el sueño tan prometedor que alguien volverá a correr el riesgo. Calmo Carrillo piensa en lo que su hermano, que limpia el baño de la iglesia local, tuvo que hacer para poder pagar su deuda después de su propia deportación: mandó a su hijo a Estados Unidos con la esperanza de que él tuviera éxito. “Sólo Dios sabrá qué va a pasar con nosotros mañana, pasado mañana o el año que entra”, dijo. “Quiero hablar con migración de allá, pedirles a ellos que me den la oportunidad de estar ahí”, añadió. “Si pudiera que alguien me regale papeles, que me diga migración, ‘Ten tus papeles. Vente,’ yo me voy sin pensar cuántas veces, pero ¿cómo?”
Imagen de portada: Mariano Calmo Carrillo camina en el campo frente a su casa temporal. Fotografía de Jeff Abbott, 2019