Arde una catedral centenaria, repleta de reliquias, arte, historia. Una catedral a la que fieles y viajeros diversos han venerado por siglos. Millones de personas, unas pocas en vivo y las demás a través de las redes y los medios, observan azoradas cómo una construcción que representaba una de las cosas más sólidas del mundo visible cruje, se tambalea y parece desmoronarse entre llamas y humo (al momento de escribir esto, el fuego ha sido sofocado pero los daños aún no se estiman con precisión: la aguja de la iglesia se derrumbó, el tramado de vigas de madera de las bóvedas conocido como “El bosque” no existe más y aún no queda claro si los preciosos vitrales siguen allí, aunque los rosetones principales parecen estar a salvo). Mientras veo arder a Notre Dame, Nuestra Señora de París, la iglesia que inspiró a Hugo, Chateubriand, Baudelaire y Nerval (y a Chesterton, Benjamin, Man Ray, Eco y tantos más) y que ya era el símbolo y la cifra de la ciudad cientos de años antes de que Gustave Eiffel pisara el mundo, leo con asombro la estupidez de algunas de las reacciones que el incendio despierta. Desde el jacobino de ocasión (que, desde luego, ni sabe ni presiente quiénes fueron los jacobinos, aunque los emula en sus tics) que repite sin pensar aquella frase consabida de que toda iglesia debiera arder hasta los cimientos (y confunde, así, el esfuerzo del pueblo llano que levantó piedra a piedra un templo, y el pueblo que lo llenó de belleza a través de los siglos, con los manejos turbios de la jerarquía del culto) hasta el iluminado sin criterio que descubre que la noche en que Notre Dame se quema era en realidad la fecha ideal para quejarse por la hambruna o la violencia de alguna comarca distinta, como si unos lamentos debieran excluir a otros o se cancelaran unos a otros, o como si el mundo no nos diera sobrada y continua razón para el desaliento y la tristeza. Y dejo de lado al bobo que deja caer frases sin sentido como “el fuego purifica” (ha de suponerse que estará ansioso de saltar a una pira para mejorarse, al fin, de la bobera que lo aqueja)… Algún exaltado, por ahí, celebra “la desaparición de un símbolo colonial” con la alegría del tonto que ignora o finge ignorar que Nuestra Señora, cuya primera piedra se colocó en 1163, es mucho más vieja que el colonialismo europeo y más vieja también que la Ilustración, la Revolución y la Comuna y que vio pasar a papas, reyes, emperadores (allí se autocoronó Napoleón Bonaparte) y presidentes, y vio ser quemado a Jacques de Molay, último Gran Maestre de los Templarios, y vio quitarse la vida a nuestra Antonieta Rivas Mercado y lleva cientos de años allí y merecería seguir por siempre. El lema en el escudo de la ciudad de París, escrito en latín, dice: Fluctuat nec mergitur. Es decir, me parece, “Fluctúa (o “es batida” [por las olas]), pero no se hunde”. Algo como nuestro viejo “se dobla pero no se quiebra”. El gobierno francés anunció que la catedral será reconstruida y algunos megamillonarios galos ya comprometieron donaciones estratosféricas. Pero a Notre Dame la levantó y la volverá a levantar el trabajo de la multitud. Como esa multitud de bomberos y vecinos que el 15 de abril trabajó, cantó y rezó (y sacó todas las obras de arte sacro que buenamente pudo, entre ellas la corona de espinas que la tradición quiere que haya estado en la cabeza de Cristo) pero no se rindió ante el fuego. Se ha dicho que Notre Dame (y el mundo entero) caerá alguna vez. Pero no va a ser hoy. Miles la construyeron, y otros miles salvaron lo que pudieron de ella para que miles más la reverenciáramos y millones lo hagan mañana. Y para que siga allí, como siguen el mar, el cielo o las montañas.
Imagen de portada: Fotografía de Baidax, en Wikimedia Commons. Incendio de Notre Dame, 2019.