En un patio, quizás antes de los 5 años, estoy sentado en el suelo viendo una película que se proyecta en una sábana colgada entre los árboles. Un ladrón de gabán negro y sombrero, el pañuelo cubriéndole medio rostro, se acerca entre las sombras con una lámpara sorda en la mano para abrir una caja fuerte. Y otra. Una mano cortada camina sola apoyándose en los dedos, para estrangular a sus víctimas.
Cuando tengo 8 años, frente al parque y a media cuadra de mi casa está el Cine Darío. Es un cine en toda la regla, con boletería de rejilla, balcón y platea, y un escenario armado con tramoya, ideal para las veladas de beneficencia que organiza mi madre. Los muchachos indómitos, tomando provecho de la oscuridad, orinan desde el balcón a los espectadores de platea, y una noche mi primo Melico Ramírez acierta a dirigir el chorro sobre la cabeza del teniente Alberto Gutiérrez, comandante de la plaza, con lo que la proyección se detiene, se encienden las luces, y el hechor es sacado preso entre dos soldados.
Fastidiaba a los proyeccionistas para que me regalaran cuadros sobrantes de película, fascinado por las imágenes fijas que podían verse a trasluz, y también proyectarse con una lámpara de mano y un lente de anteojos. Y en ese cine empecé a aficionarme a los seriales de gánsteres que nunca botaban el sombrero por muy rudas que fueran las peleas, libradas en bodegas sórdidas y estaciones abandonadas de ferrocarril. Siempre quedaba pendiente la suerte del héroe al final de cada rollo, amarrado entre cajones de explosivos prontos a explotar, o inerme sobre los rieles mientras un tren se acercaba trepidante, escena que se repetía entera al comienzo del rollo siguiente para mostrar cómo se salvaba al último momento. Uno de esos seriales, con Crox Alvarado, Las calaveras del terror (1944), inspiraba los juegos en pandilla.
Ese cine cerró. Y entonces regresó a Masatepe el menor de los hermanos de mi madre, mi tío Ángel Mercado. Una tarde de marzo de 1948 apareció en la tienda de mi padre, y extendió sobre una de las vitrinas las fotos que había tomado de las calles de León oscurecidas bajo la erupción del cerro Negro. Volvía de la mina La India, donde había sido contador jefe, para quedarse a vivir al lado de mis abuelos, ya para entonces solos porque todas mis tías se habían casado.
Desgarbado para caminar, como mi hermano Rogelio, y muy dispuesto a la risa, tomó poco en serio la fe protestante que gobernaba a la familia, y a la muerte de mi abuelo Teófilo dilapidó buena parte de la fortuna en fantasías empresariales y costosos obsequios a sus múltiples amantes y novias. Para él no era nada regalarles en un cumpleaños, o en Navidad, una radio consola Philips, de las que él mismo distribuía en la agencia de la Casa Sengelmann instalada en la antigua sala de la casa paterna.
Adquirió el único cine que para entonces funcionaba en Masatepe. Quedaba también a media cuadra de mi casa y funcionaba al aire libre. Don Juan Sánchez, el dueño, vivía con su familia en el cuerpo principal de la casa, y de la cumbrera surgía la caseta de proyección. El corredor de mediagua era el palco y el inmenso patio, donde se ordeñaban las vacas, la luneta. Se llamaba Cine Triunfo, pero al comprarlo mi tío Ángel lo bautizó Cine Club e hizo embaldosar el patio.
Alguien llegó una mañana a la tienda de mi padre con la noticia de que don Juan había muerto mientras ordeñaba una vaca, y me escapé a la carrera para ir a verlo. Estaba todavía tendido al pie del animal, la leche derramada revuelta con la boñiga. Al fondo se alzaba la pantalla de tablas encalada. Aun antes de que recogieran el cadáver, su viuda (a la que llamaban la María Negra) iba de un lado a otro, entre gritos, poniendo de revés los cuadros en las paredes y cubriendo con toallas los espejos.
Yo pasaba mi vida dentro de la caseta, a la que se subía por una escalera vertical. Perseguía al proyeccionista para que me permitiera estar presente a la hora temprana de devanar los rollos, porque siempre llegaban corridos de Managua; ayudaba a abrir los cajones de palo donde viajaban acomodados en sus latas, y después, a la hora de la función, a instalarlos en los aparatos. Cuando el celuloide tostado de las viejas películas se trababa entre los dientes de la polea y el cuadro se quemaba en la pantalla, calcinado desde el centro como si le hubiera caído una gota de lava, los silbidos se transforman en el corral insurreccionado en una lluvia de piedras disparadas contra la caseta. Me entrené entonces en el arte de desmontar el rollo, llevarlo a la devanadora, cortar el cuadro quemado, pegar la película con acetato, instalar de nuevo el rollo metiendo la película entre los dientes de la polea, ajustar los carbones y echar a andar el motor, todo en menos de un minuto.
Aprendí a pintar los carteles que se colocaban en el parque central y en la estación del ferrocarril con letras gordas art déco, en colores ciclamen, azul de Prusia, verde vegetal y rojo sangre, cuando la película no traía su afiche, uno de esos afiches de colores pastel, desvaídos como si desde entonces empezaran a apagarse en la memoria.
Por unos parlantes, instalados en lo alto del techo, se difundía música antes de cada función. Hubo veces en que, al filo de la medianoche, mi tío Ángel subía a la caseta acompañado de Sandi, el proyeccionista, los dos borrachos, y se les oía cantar tangos por los altoparlantes, aunque Sandi, temeroso del escándalo, tenía que ser presionado para empezar sus interpretaciones.
—¡Cantá o te corro! —le ordenaba mi tío.
Sandi terminaba por ceder y, aferrados al micrófono, lloriqueaban juntos las letras a capela, desvelando a todo el mundo.
El aviso de que la función ya iba a comenzar se daba tocando un porro, “El alacrán”. Cuando el disco se rayó de tanto uso, fue sustituido por la “Marcha de Zacatecas”. También terminó por rayarse, y se pasó al simple expediente de poner la grabación del reverso. Doña Carmina, la esposa mexicana del médico del pueblo, el doctor Benicio Gutiérrez, se presentó un día delante de mi tío a protestar, muy airada. Lo que se estaba utilizando para llamar a la función de cine era el Himno Nacional de México.
Tenía 12 años cuando mi tío Ángel se presentó en mi casa a proponer a mis padres que me dejaran asumir el puesto de proyeccionista, porque había terminado por despedir a Sandi tras un pleito final entre los dos. Mi padre se negó. Ya me veía abandonando los estudios de secundaria que apenas empezaba. Pero al final los argumentos de mi tío Ángel lo persuadieron: podía estudiar y trabajar, así me haría responsable desde niño; además, iba a ser como una distracción, si de todos modos yo vivía metido en la caseta. Y la extraña condición de mi padre, al aceptar, fue que no podía recibir ningún sueldo.
Esa misma noche me instalé en la caseta, dueño del reino que estaba para mí. Y luego, cuando mi tío Ángel se ausentaba en paseos a los balnearios, en su jeep que cargaba de provisiones, acompañado de alguna “damisela”, como solía llamar mi madre a aquella clase de compañías de su hermano, me dejaba a cargo de la administración del cine, con lo que pasé a llamarme yo mismo, con toda pompa, “gerente general”; y como mi padre se seguía oponiendo a que me pagara ningún sueldo, al regreso de sus giras, cada vez más prolongadas, me recompensaba con regalos. Él me obsequió el primer reloj que tuve, un Novelty Sello de Oro.
En aquella caseta de tablas, con sus ventanillas que se cerraban con postigos movibles clavados a un fiel, para que el haz de luz de un aparato no estorbara al que lo reponía, la forma de narrar se emparentó desde entonces en mí con los encadenamientos, las disolvencias, los fundidos, los planos, los diálogos, las voces en off.
Vi rostros y escenas innumerables veces, vigilando desde la ventanilla de la caseta la proyección. Y nunca dejaron de seducirme aquellas artimañas usadas para indicar el retroceso en el tiempo, con una lluvia de hojas de otoño, o el vuelo apresurado de las páginas del calendario; o los titulares de los periódicos que saltan al primer plano, alternando con la imagen de un tren en marcha para ilustrar una gira artística triunfal.
El fulgor de la proyección iluminaba las palmeras reales, y sus penachos parecían arder en el temblor del reflejo de las imágenes. Las constelaciones brillaban, arriba, en el espacio sereno, y las voces cavernosas saltaban desde los parlantes ocultos tras la pantalla de madera, voces de gigantes sobrenaturales a los que se oía hablar y llorar aun en los linderos del pueblo. El aire de la noche dispersaba por los aposentos el arpegio que anunciaba un beso, y en la lejanía podía entenderse el llanto de una mujer, su voz doliente que reclamaba entre lágrimas, los pasos de alguien alejándose con premura por la oscuridad de una calle, un tropel de caballos, el rumor de una lluvia extranjera cayendo sobre los techos.
Mi tío Ángel escogía las películas en las agencias distribuidoras de Managua, y anotaba las fechas de presentación en una agenda de tapas negras. En el rango más amplio estaban las mexicanas, rancheras, cómicas y de cabaret, pero tampoco faltaba público a las películas de Hollywood, musicales, de vaqueros y de gánsteres, a pesar de que se presentaban con subtítulos, difíciles de seguir al tiempo que las imágenes, y que buena parte del público que sentaba al descampado en la luneta era analfabeta.
Pero también proyecté películas italianas, francesas, soviéticas, japonesas y suecas que él seleccionaba por gusto propio, porque no eran comerciales, así como compraba discos de Debussy y Berlioz en formato de 45 revoluciones, que venían en colores, para la música que se ponía en los parlantes antes de las funciones, al lado de mambos, porros y guarachas.
Lo que usted debe saber era una película de instrucción sexual. Mi tío Ángel inventó que debía verse por separado, una tanda solo para mujeres, otra solo para hombres. La sensación fue inmensa, y el cine se llenó en los dos turnos. A mí me sacó de la caseta, y él mismo la proyectó, pero yo busqué a trasluz, antes de despachar al día siguiente los rollos, las escenas escabrosas que nunca encontré; solo mujeres en traje sastre y una pluma en el sombrero frente a un médico de gabán en su consultorio, señalando el aparato genitourinario con un puntero.
Su ambición era convertir el Cine Club en una sala de primera clase para 2 mil espectadores, suficiente para acomodar a todos los habitantes del pueblo, y así cayó en manos de un usurero, hermano suyo en la fe protestante. Empezó a levantar, a los lados del patio, los muros de piedra cantera que sostendrían el techo, y a medida que los muros subían de altura, subía la deuda que las propiedades de mi abuela Luisa garantizaban.
Cuando llegó a Nicaragua el cinemascope, que solo tenían los cines de lujo en Managua, no demoró en instalarlo. Dirigió él mismo la construcción de la armazón de acero de la inmensa pantalla panorámica, que luego vino a cubrir un fino lienzo de nylon; adquirió los parlantes de sonido estereofónico y los lentes anamórficos que expandían al ancho de la pantalla las imágenes de los cuadros de la cinta, alargadas como figuras de El Greco. Ahora los caballos de las carreras imperiales de Ben-Hur (1959) retumbaban dentro de todas las casas del pueblo en sonido estereofónico, como si fueran a derribarlas con sus cascos.
La exageración, como una enfermedad maligna, lo minaba. Perdió el cine, que quedó en manos del usurero protestante. Malvendió los lentes anamórficos. Tarde sentó cabeza, y se casó por fin, vestido formalmente de novio. La desposada era una morena muy guapa, Lolita, hermana protestante también, que vivía en casa de mi tía Rosita Mercado.
Se volvió lo que nunca había sido, un feligrés disciplinado de la Iglesia Bautista. Su hijo mayor, Teófilo, empezó a ser víctima de trastornos epilépticos, y al regreso de una de mis vacaciones los llevé a ambos a Costa Rica para que un especialista pudiera ver al muchacho. Sobraron entonces las oportunidades para hablar, pero ya no quedaba mucho que decirnos. Yo sentía que nos encontrábamos en un campo desolado. Ya no tenía su risa fácil de antes. Y entremetía, además, el tema religioso, con esa persistencia a muerte de los conversos.
Pero siempre será el hombre alegre y desgarbado, desprendido de todo, que hacía sonar el claxon de su jeep en la puerta de mi casa para llamarme a una nueva aventura o mostrarme alguna novedad. Las ristras de anteojos de mica, rojo y azul, para ver Terror en el museo de cera (1953), la película en tercera dimensión que íbamos a estrenar esa noche. Las violetas compradas en los jardines recién llovidos de Masatepe para repartirlas en manojitos a la puerta del cine, con sonrisa galante, a cada muchacha que había pagado su boleto para ver a Luis Mariano y Carmen Sevilla en Violetas imperiales (1952).
Imagen de portada: Fotograma de la película Ben-Hur, de William Wyler, 1959