Si hay algo de lo que quiero hablar más que de otra cosa en esta reseña de Queridos niños, la última novela de David Trueba, es de la voz narrativa. Es demasiado tentador por ser uno de los elementos más complejos de esta historia que trata de la caravana política de la campaña de Amelia Tomás, candidata a la presidencia de España. Nuestro narrador, Basilio, en realidad no nos habla a nosotros, sino que le escribe a Amelia, lo cual nos otorga a los lectores el privilegio de leer una comunicación privada. Estos dos personajes son los polos fundamentales de la novela.
Basilio pertenece a la estirpe de los personajes literarios que no tienen nada que perder: el niño que le grita al rey que va desnudo, o el loco que entre una sarta de sinsentidos afirma una verdad que nadie se atreve a decir. Los personajes periféricos gozan de una perspectiva inconforme en el sentido de que no reproducen, ni en su ser ni en su actuar, ninguna forma de vivir que la sociedad considere adecuada. Eso les permite criticar la realidad sin tapujos, pues no arriesgan demasiado. Basilio no es un niño ni un loco; es en cambio un gordo alcohólico desencantado que activamente se rebela ante los mandatos de la salud, la belleza, la sobriedad y el compromiso con cualquier tipo de causa noble; mandatos que están tan de moda, tan aceptados por todos, y a los que él no puede acceder. Basilio piensa para sí mismo que “por mi aspecto nunca fui normal ni pude aspirar a la normalidad”.
En buena medida, su aspecto lo ha vuelto, según él, objetivo; según los demás, cínico. No le parece despreciable ser percibido así: “Los cínicos sencillamente vivimos dos semanas por delante de los demás”, dice con orgullo a sus compañeros. La clarividencia que le otorga el cinismo redondea el perfil de Basilio: es un personaje que cree habitar un espacio y un tiempo distintos a los de los demás, un remanso desde el que puede verlo todo y valorarlo en su justa medida.
Amelia Tomás decide que Basilio forme parte de su equipo de campaña, una elección a todas luces arriesgada y criticada a lo largo de la novela. Ella, a pesar de lo desagradable que pueda ser Basilio, lo necesita cerca. Amelia Tomás es una profesora universitaria que recientemente se incorporó al servicio público. Es elegida como candidata a la presidencia por un partido conservador que al momento de la campaña está en el poder. Este partido ha estado sumido en controversias de corrupción y desvío de recursos, por lo que necesita una candidata que no sea un miembro integral de la organización; una suerte de elemento independiente capaz de desligarse de los escándalos que han desprestigiado al grupo que impulsa su candidatura.
Si bien jamás se pone en entredicho la capacidad intelectual de Amelia, su falta de experiencia en el campo político es una desventaja en tiempos electorales. Basilio, en cambio, lo conoce bastante bien, es un periodista que ha trabajado en publicaciones de baja monta y tiene muchos contactos tanto en la prensa como en la política porque, como sabemos, periodismo y política trabajan de la mano. También es el autor de varios libros polémicos e incluso tiene experiencia en televisión. No tengo intención de hacer una lectura biográfica, pero el hecho de que David Trueba haya publicado numerosos libros, escriba para distintos medios periodísticos y conozca tanto la industria de la televisión como la del cine, sin duda tiñe esta novela de cierta veracidad. Trueba, sin embargo, no tiene que ser un Basilio para compartir el mismo conocimiento de la opinión pública, es decir, de cómo se forma y de cómo se explotan sus posibilidades.
Basilio se incorpora al equipo como escritor de los discursos para los eventos públicos de Amelia. Toda la organización en torno a la campaña pretende que él se involucre lo menos posible, pero aquí se impone el poder de la palabra. La candidata no desconoce la tradición del orador que viene desde la antigua Roma, el político que conecta con las masas gracias a la retórica: “tu apuesta personal por mí era una apuesta por la palabra dicha”, le dice Basilio.
La novela está dividida en capítulos que llevan los nombres de las poblaciones por donde pasa la campaña, por lo que las apariciones de Amelia están condicionadas por las necesidades e inquietudes de los pobladores, por los acontecimientos políticos nacionales y por lo que hagan los demás candidatos. Como Basilio redacta todo lo que dice Amelia y de sus palabras depende la percepción pública que genera, inevitablemente sus ideas se convierten en parte crucial de las promesas de campaña con las que se trata de sumar votos. Justamente eso da lugar a constantes momentos tensos entre los demás miembros de la campaña, que son combustible de la novela y por lo tanto de la lectura.
Basilio es un cínico, ya lo dijimos. Tiene apodos para todos, por ejemplo, para los demás candidatos: el Santo, la Cachorra, el Mastuerzo, el general Cojo. Es irreverente con sus trayectorias y sus propuestas. Pero no se detiene ahí, todo el tiempo es condescendiente con los votantes, a quienes llama “mis queridos niños”. Declaraciones como “a mis queridos niños solo hay que mostrarles los números cuando les ayudan a seguir manteniendo en pie sus cuentos de la lechera” son demasiado frecuentes, tanto, que se traspasan al título. Su actitud contrasta con la de los demás miembros del equipo de campaña que, por más maquiavélicos que sean, creen firmemente que la política es un asunto serio. Sin embargo, Basilio lo tiene muy claro, esto es cosa de niños, juegos para sus queridos niños y sin rodeos se lo plantea así a su jefa: “Amelia, te dije, vamos a dejarnos de engaños, el juego consiste en ganar”.
El desencanto de Basilio se expresa de muchas maneras. Por un lado, tiene la autoestima de quien cree que ya se dio cuenta de cómo son realmente las cosas; por el otro, el pesimismo de quien ha concluido que no importan. Aquellos que no compartan su postura son automáticamente ingenuos. Con genialidad e irreverencia se justifican su agresiones, puesto que él puede “decir-las-cosas-como-son” y de todas maneras nada importa. Basilio constantemente descalifica su propia voz con su autoconciencia: quién se va a tomar en serio a un alcohólico que no cree en nada. También tenemos las perspectivas de otros personajes. Una de sus colegas, que termina por abandonar el proyecto, le dice: “No sabes trabajar en equipo, eres abusivo y machista, mejor no trates de fingir que tienes buen rollo conmigo”. La misma Amelia le confiesa a alguien más que “Basilio me parece un niño falto de cariño”. Con esto, toda la condescendencia que Basilio profiere a sus queridos niños también lo arrolla: es tan digno de lástima como cualquier otro.
Me aventuro a decir que Trueba aprovecha a su narrador para que lo que está dicho en la novela no sea reducido a panfleto; pide que el lector lo tome todo con un grano de sal. La estrategia me recuerda a una conversación que mantiene Seth Rogen con Jerry Seinfeld en que el primero expone que, contrario a otros comediantes, no tiene miedo de lo que pueda decir en el escenario. Sostiene que el público necesita que el comediante haga saber que deliberadamente cruza una línea cuando hace un chiste subido de tono: siempre que todos sepamos cuál es el límite de la decencia, el chiste no se convierte en consigna. Parece que Trueba comparte al menos parcialmente la postura de Rogen; el autor logra un retrato ácido del ambiente político español cuyas críticas y posturas no son desechables, pero tampoco pretende convertirse en manifiesto ni ideario, sino que conversa constantemente con el lector sin imponerle nada.
No quisiera terminar la reseña sin apuntar que a pesar de la importancia de Basilio dentro de la novela, su protagonista es Amelia. Ella es quien se transforma durante las tres semanas que dura la caravana a lo largo de España. Al principio, su pudor no permitía que los discursos fueran demasiado abrasivos, pero conforme avanza la campaña, entiende que criticar al adversario político se refleja positivamente en las encuestas: “En los primeros actos te costaba asumirlo. Me tachabas las frases más hirientes. En León te vi entregada al género”. La transformación final, sin embargo, no es esa. Un rasgo de la novela que me parecía incómodo es que había una suerte de ventrilocuismo entre Basilio y Amelia: él le apuntaba qué decir y ella lo reproducía. Sin ánimo de contar el final, quiero invitar al lector a que contemple la trayectoria de Amelia, pues se convierte en una persona suficiente que, sin traicionarse totalmente, adquiere las herramientas políticas para dominar el juego con eficacia, incluso mucho mejor que el mismo Basilio.
Anagrama, Barcelona, 2021