Tardé años en salir del armario, el armario de los psicodélicos, y varios más en salir del armario de la depresión. Todo comenzó en 2014, cuando terminó una relación que quebrantó mi espíritu y se esfumó toda la energía que me animaba. Durante meses no me pude parar de la cama, nada me emocionaba y no le encontraba propósito a la vida. Pasó casi un año hasta que busqué ayuda, y cuando finalmente decidí levantar la mano encontré una muy incompleta caja de herramientas. Primero fui a terapia de EMDR (siglas en inglés de “desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares”), que ayudó a estabilizarme, sin animarme del todo. Después fui con un psiquiatra que me recomendó un régimen de antidepresivos, específicamente de inhibidores selectivos de recaptación de serotonina. El problema inicial fue que si llegaban a funcionar tardarían de tres a cuatro meses en hacerlo. Sumado a esto, únicamente funcionan para 30 por ciento de las personas en su primera iteración, son altamente adictivas y tienen efectos secundarios desagradables como la atenuación de las emociones (tanto las negativas como las positivas), la reducción de la libido, el aumento de peso, entre otros. Lo más duro era que probablemente tendría que tomarlas durante varios años, si no es que por el resto de mi vida. Tuve la fortuna de que escondida en una remota esquina de mi cerebro existía la noción de la terapia asistida por psicodélicos. En mi casa se escuchaban cuentos sobre mi abuela yendo a terapia con Salvador Roquet, mexicano pionero del uso de psicodélicos en psiquiatría, y de mi abuelo conociendo a María Sabina. Sin embargo, las pocas veces que se contaban estas anécdotas era de modo apresurado y con cierto aire de cautela y vergüenza. Para mí participar en estas experiencias implicaba tomar una “droga” peligrosa y adictiva (una noción errónea que, descubrí, está basada en falsas campañas antidrogas cuyo mensaje es diseñado para asustar en vez de informar). En un momento de desesperación absoluta comencé una ardua búsqueda hasta encontrar a un maestro de ayahuasca en México. En mi primer viaje los instrumentos musicales que nuestros guías tocaban cobraron vida para convertirse en divertidísimos partícipes de una fiesta, una celebración que despertó en mí un aliento por la vida que no había sentido en mucho tiempo. En el segundo me enfrenté con mis sombras más oscuras y al observarlas detenidamente vi cómo poco a poco su fuerza se vencía. Finalmente, en el tercero sentí una conexión con el todo, con el tiempo, con el espacio y con todo ser vivo; trascendí mis miedos y mi depresión y entré en un estado de profundo asombro y gratitud por mi existencia. Incluso tras esta revolución no me sentía cómoda hablando con mis seres más queridos de lo que había vivido: del año en que estuve perdidamente deprimida ni del increíble camino que tomé para salir de la depresión. Este artículo probablemente es el recuento más público y detallado que he dado. Salgo, así, de ese metafórico armario.
Hoy, casi seis años después, me pregunto por qué no pude hablar de esta depresión como si fuera cualquier otra enfermedad. Si, por ejemplo, hubiera tenido una piedra en el riñón, ¿también lo habría mantenido secreto durante tanto tiempo? Esto refleja un grave problema de la sociedad occidental, que etiqueta las enfermedades psiquiátricas como carencias de carácter y no como lo que son: fallas en el funcionamiento biológico del cuerpo. Estas etiquetas han causado que quienes padecen dichas enfermedades se aíslen y ahoguen en mares de pena y culpa en vez de buscar ayuda. No lograremos ponerle un alto a esta epidemia de fenomenales proporciones si no rompemos con estos prejuicios. En el mundo viven entre 300 y 350 millones de personas con depresión, entre 280 y 300 millones con problemas de ansiedad y 160 a 180 millones adictas a alguna sustancia. En México el suicidio es la segunda causa de muerte en adolescentes y la tercera en adultos jóvenes. Un tercio de los mexicanos padecerán una enfermedad mental en algún momento de su vida, pero seguimos sin hablar del tema. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Para agravar la situación, las herramientas más usadas (psicofármacos y psicoterapia) son costosas, poco eficientes y de alcance limitado. La buena noticia es que existen herramientas milenarias con el potencial de mejorar la calidad de vida de cientos de millones de personas (y acaso de la mayor parte de la población, pero ésa es una discusión aparte).
Los humanos llevan miles de años utilizando sustancias psicoactivas de diversos orígenes (hongos, peyote, ayahuasca, mieles, sapos, entre otras) para navegar estados alterados de conciencia y así explorar conceptos novedosos o sanar malestares físicos, mentales o espirituales. La evidencia más antigua del uso de psicodélicos tiene 11 mil años de antigüedad y fue hallada en el norte de África. En España existen murales de 4000 a.C. con representaciones de hongos alucinógenos. En el norte de México hay evidencia antropológica del uso de peyote que data de 3600 a.C. En la antigua Atenas las sectas eleusinas tomaban kykeon, un mágico elixir que les permitía entender los máximos principios de la vida. Se cree que en estas sectas nacieron muchos de los pilares de pensamiento occidental, incluyendo la teoría de las formas de Platón. Es más: hay quienes especulan que varios profetas de la Biblia ingirieron o inhalaron plantas alucinógenas cuando recibieron sus revelaciones.
En la era occidental moderna el uso de psicodélicos nació cuando en 1938 Albert Hofmann, químico en el laboratorio suizo Sandoz, sintetizó la dietilamida de ácido lisérgico (popularmente conocido como ácido o LSD) a partir de un hongo, el cornezuelo. Tras varios años de investigación y un incidente en 1943 donde él mismo consumió LSD, Hofmann llegó a la conclusión de que su nueva sustancia tendría múltiples aplicaciones en el ámbito psiquiátrico. Sandoz comenzó a enviarle muestras de LSD a investigadores en las principales universidades del mundo, dando inicio a la primera ola de investigación psiquiátrica con psicodélicos. Entre 1954 y 1960 se administraron sustancias psicoactivas a más de 40 mil pacientes y se publicaron unos mil estudios científicos. Estudios metaanalíticos de la época concluyeron que esas sustancias son seguras, efectivas para distintos usos psiquiátricos y con un importante potencial para tratar adicciones. Incluso Bill Wilson, creador de Alcohólicos Anónimos, utilizó belladona (otra planta psicoactiva) cuando creó su famoso programa de AA. Posteriormente también experimentó con LSD y aseguró que ofrecía la experiencia mística requerida para liberarse de las cadenas de la adicción. A la par que ocurría toda esta investigación científica el gobierno y las principales instituciones estadounidenses le atribuían la responsabilidad de los movimientos contraculturales y antibélicos al uso de psicodélicos. En 1971 el presidente Nixon declaró la guerra contra las drogas y criminalizó el uso de casi todas estas sustancias sin tomar en consideración un análisis real de los peligros y beneficios de cada una. Se ha demostrado una y otra vez que el LSD, la psilocibina (compuesto principal de los hongos alucinógenos) y varias otras sustancias psicoactivas son órdenes de magnitud menos adictivas y tóxicas que sustancias legales como el alcohol y el tabaco. Del mismo modo, aun con múltiples estudios que demostraban su inocuidad y sus múltiples beneficios psiquiátricos, en 1985 la 3,4-metilendioximetanfetamina, comúnmente conocida como MDMA, átomo o M y que en combinación con anfetaminas se conoce como éxtasis, también fue clasificada como droga peligrosa y enlistada como ilegal. Su supuesto peligro nunca se demostró, y queda claro que fue prohibida por motivos políticos. De hecho, en dicha época se publicaron diversas opiniones científicas en las cuales se ponía de relieve la baja toxicidad y el poco potencial adictivo de esta sustancia. Esta prohibición también pausó durante varias décadas los avances en la investigación científica de la sustancia.
Cuando se supo que el MDMA también se prohibiría, Rick Doblin, un psicólogo con amplia experiencia utilizando terapia asistida por MDMA con sus pacientes, pagó 4 mil dólares para producir un kilogramo de MDMA en anticipación a lo que iba a ocurrir (este kilogramo alcanzó para realizar estudios clínicos hasta 2014). En 1986 Doblin fundó la Asociación Multidisciplinaria para el Estudio de Psicodélicos (MAPS, por sus siglas en inglés), una asociación sin fines de lucro cuyo objetivo era promover el estudio y la legalización de ésta y varias otras sustancias psicoactivas. Tras 18 años de arduas negociaciones con diversas instancias de salud alrededor del mundo y con la FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos) y la DEA (Administración para el Control de Drogas) en Estados Unidos, en 2004 logró que aprobaran el primer protocolo para realizar un estudio clínico con pacientes que padecían estrés postraumático resistente al tratamiento. Éste fue el primero de seis estudios clínicos que se realizaron a lo largo de 14 años. Los resultados fueron tan asombrosos que en 2017 la FDA le otorgó a MAPS la designación de breakthrough therapy o terapia de avanzada, un apoyo que únicamente se brinda a las medicinas de más alto impacto. Ese mismo año se aprobó el diseño clínico para dar inicio a la investigación de la tercera y última fase de la FDA. MAPS espera que para 2021 el MDMA se convierta en el primer medicamento psicoactivo aprobado por esta instancia; la organización ha financiado todos estos avances y estudios con donaciones, pero aún debe recaudar entre 20 y 30 millones de dólares para poder finalizar los estudios de la fase 3 de la FDA y lograr que se apruebe el medicamento para tratar esta clase de estrés postraumático. Gracias al trabajoso cabildeo de MAPS, varios otros investigadores pudieron volver a realizar estudios con estas sustancias. En Johns Hopkins, Roland Griffiths realizó un estudio en el que le administró terapia asistida con psilocibina a 51 pacientes con cáncer avanzado que a su vez mostraban síntomas de ansiedad o depresión. Aquellos que recibieron las dosis más altas reportaron mejoras en su calidad de vida, aumentos en sentimientos de optimismo y una notable reducción en la ansiedad asociada con la proximidad de la muerte. A los seis meses, 80 por ciento de los pacientes aún mostraban una reducción clínicamente significativa en niveles de depresión y ansiedad. Es más, 67 por ciento de los pacientes de este mismo grupo clasificaron su experiencia psicodélica como una de las cinco experiencias más importantes de su vida. De igual forma, otros investigadores alrededor del mundo comenzaron a realizar importantes experimentos que demostraron el inmenso potencial que estas sustancias tienen para aliviar las enfermedades mentales de carácter rumiante (depresión, ansiedad, adicciones, trastornos obsesivos compulsivos, entre otros).
Las enfermedades rumiantes se caracterizan por generar pensamientos excesivos, repetitivos e intrusivos que impiden el adecuado funcionamiento del cerebro. La teoría que predomina en medicina establece que conforme se desarrolla, el cerebro humano consolida lo que se conoce como red neuronal por defecto (RND), que tiene mayor actividad cuando la mente no está concentrada en una tarea específica y le permite generar ciertas asociaciones de modo más eficiente. Éste es el sistema, por ejemplo, que nos permite asociar rápidamente un dibujo de dos puntos y una raya con una cara. Pero el mismo sistema a veces genera asociaciones nocivas; una situación estresante, por ejemplo, podría desatar en una persona con depresión siempre la misma serie de pensamientos negativos y autodestructivos, y en otra persona que padece de alcoholismo, un apremio por consumir alcohol. Los principales investigadores de la medicina psicoactiva creen que estas sustancias generan en el cerebro un periodo de enorme neuroplasticidad que debilita la RND y permite que el paciente reprograme esas asociaciones nocivas. Algunos investigadores consideran que para romper con estos pensamientos rumiantes hace falta que el consumo de la medicina psicoactiva se acompañe de una terapia especializada, mientras que otros juzgan que el simple hecho de que se genere mayor neuroplasticidad es suficiente para tratar estas enfermedades. Cada teoría está generando un modelo de investigación, administración y negocio propio. Del lado de los investigadores que creen que la medicina psicoactiva debe estar acompañada por terapia hay organizaciones sin fines de lucro como MAPS y empresas como Compass Pathways. Los protocolos de estas entidades incluyen un fuerte componente de acompañamiento terapéutico durante las sesiones con psicodélicos y en los meses subsecuentes. Este modelo rompe con la estructura clásica de las grandes empresas farmacéuticas, cuya maquinaria de mercadeo y distribución está enfocada en venderle medicamentos directamente al consumidor en vez de tener que pasar por el médico y ser parte de un protocolo más amplio, como será el caso con estas sustancias. El protocolo determina que los medicamentos se administrarán de una a tres veces al inicio del tratamiento y luego de modo muy esporádico a lo largo de la vida del paciente, lo que contrasta con el modelo tradicional, que se enfoca en administrar medicamentos de modo regular durante un largo periodo de tiempo (como ocurre con la mayor parte de los medicamentos psiquiátricos que actualmente existen en el mercado). Estas organizaciones deben financiarse por medio de donaciones o inversión privada proveniente de personas que creen en la causa o, más recientemente, gracias a empresas farmacéuticas con disposición a adoptar nuevos modelos de negocio. Del otro lado existen empresas como Perception Neuroscience, la cual está desarrollando el isómero R(-) de la ketamina racémica para temas de depresión y prevención de suicido (aunque fue desarrollada como anestésico, la ketamina y sus derivados son los antidepresivos que más rápidamente actúan en el cuerpo, por lo que son sumamente efectivos en la estabilización de pacientes con depresión severa y en la prevención de suicidio). Esta empresa optó por un modelo más tradicional en el que el paciente se llevará el medicamento a su casa y se lo administrará de modo regular como indique su médico. El tratamiento puede o no incluir una terapia, aunque probablemente se sugiera que vaya acompañado por tratamiento psicológico. Estas empresas son candidatas naturales para ser adquiridas por las grandes farmacéuticas. Mi predicción es que en el futuro cercano coexistirán varios tipos de medicamentos y protocolos psicoactivos y que el tratamiento de cada paciente estará diseñado a la medida. En ciertos casos se utilizará un solo tipo de intervención mientras que en otros se utilizará una combinación. Ambos modelos de negocio son importantes y desempeñarán un papel conjunto en el cuidado de la salud mental. Es una causa que a todos nos afecta, ya sea directamente o a través de un ser querido. Por lo tanto, les pido, estimados lectores, que tomen conciencia y se abran a hablar con claridad y honestidad sobre el tema, y que busquen encontrar nuevas y mejores soluciones.
Imagen de portada: Cartón de LSD en homenaje a Albert Hofmann.