dossier Drogas ABR.2020

Drogas de nuestras vidas

Maia F. Miret

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—¿Por qué tan triste, compadre? —Es que justo cuando mi caballo ya había aprendido a vivir sin comer, se murió.


Quién sabe si como causa o consecuencia de su origen hermético, la química es una de las ciencias más aisladas y crípticas, tanto para estudiar —si atendemos distintos rankings universitarios, donde suele estar por debajo de carreras como relaciones internacionales y muy lejos de la física, la biología y las matemáticas—, como en el terreno de la divulgación. La astronomía, la genética y últimamente la neurología tienen una especie de sex appeal inherente que ha catapultado al estrellato a autores como Carl Sagan, Richard Dawkins o el inefable Oliver Sacks, pero hay poquísimos comunicadores de la química, más allá de Primo Levi, John Emsley (con su estupendo Moléculas en una exposición) o Roald Hoffmann con su intrigante poesía de divulgación. O tal vez no se trata de una cualidad de la disciplina sino que nos faltan campeones, y todavía no ha llegado un Sagan de la química, con su saco de pana y su hablar suave, que sepa cómo enamorar a generaciones de lectores que, al filo nocturno de su cama, se conmuevan con la danza de los electrones, los misterios de los enlaces y la amplia y seductora variedad de especies químicas. Tal vez otro gallo nos hubiera cantado de haber tenido un maestro apasionado como Walter White, el protagonista de Breaking Bad, quien comienza su curso de secundaria con una línea que bien podría ser el inicio de, no sé, El guardián entre el centeno: “La química… bueno, la química es, técnicamente, el estudio de la materia. Pero yo prefiero pensar en ella como el estudio del cambio.” Esto como prólogo, por supuesto, a una serie televisiva que no es más que un extenso estudio de caso. Algo nos estamos perdiendo, parece, los que sufrimos esa forma particular de daltonismo científico que nos permite entrever la belleza de una disciplina pero no adentrarnos en ella, los Salieris de la química o las matemáticas que por desgracia somos legión a pesar de los esfuerzos de los químicos poetas. Porque incluso si nos fascina la neurología o la bioquímica, la psicología cognitiva o la ciencia de los alimentos, hay una forma muy precisa y literal en la que no es sino la química la ciencia que abre la interfaz maestra con el mundo: todo lo que experimentamos como seres vivos, es decir todo lo que hemos tocado, olido, visto, imaginado y temido, se ha escrito e interpretado en el lenguaje de los neurotransmisores. Vivimos en una Mátrix química que funciona dentro de cada diminuta vesícula sináptica en donde se dosifican mensajes con un lenguaje de unas 200 palabras y un número astronómico de sintagmas y paradigmas que —nadie lo sabe con certeza— bien permite, bien constituye, las funciones cerebrales y el pensamiento mismo. Somos seres muy permeables, y casi todo lo que entra al cuerpo termina traducido a química, nos demos cuenta o no: la alergia al polen, unas palabras de amor, una hamburguesa, un batazo. Y todo lo que sucede dentro del cuerpo sin mediación del exterior, también: la expansión o contracción del estómago que se interpreta como hambre o saciedad, las ideas, la sed, los reflejos. Mientras que los batazos deben atravesar varios territorios antes de que los receptores del dolor hagan llegar su urgente mensaje al cerebro, hay muchas familias de sustancias que tienen línea directa. En su Glosario de términos de alcohol y drogas la Organización Mundial de la Salud ofrece para estas últimas, entre otras acepciones, una farmacológica, según la cual una droga es “toda sustancia química que modifica los procesos fisiológicos y bioquímicos de los tejidos o los organismos”. Se trata de una acepción muy generosa en la que entra casi todo (la comida desde luego pero también los olores) y que para tener un contexto cultural, médico y político con sentido debe matizarse en sucesivas definiciones, como la de psicoactiva o psicotrópica: “sustancia que, cuando se ingiere, afecta los procesos mentales, como la cognición o la afectividad”. A diferencia de los procesos genéricos, el pensamiento y los afectos son los atributos que más interesan a los humanos, de modo que esta “afectación” ya prefigura algún juicio de valor. Y al mismo tiempo aquí es donde las cosas se ponen interesantes.

Cristales de cafeína. Imagen de Annie Cavanagh y David McCarthy.

En Caffeine (Cafeína), el título más reciente de Michael Pollan, este famoso investigador de sustancias, primero alimenticias —es tal vez el mayor periodista de la alimentación de todos los tiempos— y luego declaradamente psicotrópicas,1 dirige su atención a la cafeína. Comienza su alegato con algunas afirmaciones que resultan o pavorosas o reconfortantes, según la disuasión ideológica del lector: la cafeína, esa sustancia que consumimos básicamente en forma de bebidas como café y refresco (aunque hay quien hasta la esnifa en forma de polvo, y se ha puesto de moda consumir por vía nasal otro vehículo para los alcaloides de nuestras vidas, el cacao, que produce una suave euforia) es una de las sustancias psicoactivas más estudiadas de la historia y sin duda la más extendida. Noventa por ciento de los humanos ingieren café en forma regular, y es la única droga que le damos a los niños sin reparos. Vivir cafeinado, sostiene Pollan, es la línea de base de la conciencia humana: lo que nos mantiene despiertos, rápidos, productivos y funcionales en ritmos acelerados, los mejores sujetos desde la Ilustración hasta el capitalismo. Así, pareciera ser la droga perfecta, como la soma de Un mundo feliz de Aldous Huxley (que por cierto sus personajes toman con café), con la ventaja adicional de que no sabemos que estamos tomando una droga ni que el placer que nos produce en la mañana se debe en parte a que cura el síndrome de abstinencia que hemos desarrollado durante una noche sin su compañía. Por otro lado, acusa Pollan, con su larga vida media en el cuerpo (de 5 a 6 horas), el café puede ser culpable de una epidemia de sueño de mala calidad cuyos efectos, a nuestra vez, tratamos de atemperar con más café llegada la mañana. Como decimos, la droga perfecta. ¿Hay algo mejor? Tal vez. En su estupendo libro Salt, sugar, fat (Adictos a la comida basura en español) el celebrado periodista Michael Moss hace un exposé inmisericorde de la industria de la comida rápida y de la forma en que ha logrado combinar sal, azúcar y grasas en iteraciones cada vez más apetecibles e irresistibles. Su primer capítulo, titulado “Cómo explotar la biología de los niños”, comienza así:

Lo primero que tenemos que saber sobre el azúcar es esto: nuestros cuerpos están hechos para lo dulce. Olviden lo que aprendimos en la escuela sobre el viejo diagrama que llamaban “mapa de la lengua”, ese que dice que los cinco sabores principales se detectan en cinco zonas diferentes de la lengua. Que la parte posterior tiene una gran zona para las ráfagas de sabores amargos, que los lados se ocupan de los ácidos y los salados y que la punta de la lengua tiene una sola región para el dulce […] Lo cierto es que la boca entera se vuelve loca por lo dulce, incluyendo las regiones superiores conocidas como el paladar. Hay receptores especiales del dulce en cada una de las diez mil papilas gustativas, y todas están conectadas de un modo u otro con las partes del cerebro conocidas como zonas del placer, donde somos recompensados por alimentar a nuestros cuerpos de energía. Pero nuestro afán no acaba allí. Actualmente los científicos están encontrando receptores del gusto que se activan con el azúcar hasta el fondo del estómago, en el esófago y el páncreas, y parecen estar íntimamente vinculados con nuestro apetito.

Sobre el tema de la regulación del apetito, por cierto, cuenta Moss que en 2009 se descubrió en el laboratorio de Robert Margolskee, del Monell Chemical Senses Center (Centro para los Sentidos Químicos) de Filadelfia que la razón por la que los consumidores de marihuana experimentan el antojo que se conoce coloquialmente como “monchis” es que una de las sustancias activas de la planta, el popular THC o tetrahidrocannabinol, actúa con fuerza sobre las papilas gustativas del dulce en la lengua. Es decir, las drogas pueden actuar sobre los receptores de sabores, pero ¿pueden los alimentos funcionar como drogas? Los ejecutivos de las compañías de alimentos esperan que sí. Y para descubrirlo cuentan con la ayuda de la ciencia y de laboratorios como el Monell, con veinte años de empeños en hacer que cada mordida de comida rápida produzca, gracias a las particulares sinergias de los tres ingredientes que potencian el sabor y resaltan los atributos de textura, color, durabilidad y bajo precio, una descarga de placer para el cerebro. No en vano uno de los principios que guían el diseño de los alimentos más adictivos es lo que en la industria conocen como “bliss point” o “punto de dicha”, es decir la cantidad exacta de alguno de los principales ingredientes (sal, azúcar, grasa) que le da a la “mercancía” su capacidad máxima de producir placer.

Cristales de glucosa. Imagen de Stefan Eberhard.

El perfeccionamiento a niveles insólitos de esta investigación tiene sus némesis, en particular entre los nutriólogos de todo el mundo que ven con preocupación cómo la epidemia de obesidad se acelera a un ritmo de vértigo, pero también ha llamado la atención de quienes ven en las conductas de los comedores compulsivos (víctimas de la industria de la comida rápida por un lado y de la industria del adelgazamiento por otro, o de ambos: Nestlé, el mayor productor de alimentos y bebidas del mundo, es dueño de laboratorios Novartis, que entre otras cosas comercializa alimentos líquidos para pacientes que se han sometido a cirugías bariátricas) algo inquietantemente parecido a los comportamientos de los adictos a las drogas. Una de las investigadoras que más ha hecho por encontrar los paralelismos entre la comida chatarra y las drogas es la brillante psiquiatra mexicana Nora Volkow, directora del National Institute on Drug Abuse (Instituto Nacional para el Abuso de Drogas, NIDA por sus siglas en inglés) de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos. Volkow sabe que la idea de que la comida pueda generar adicción es controvertida. Después de todo, a diferencia de lo que ocurre con las drogas, realmente comemos para vivir, y si en general no morimos por falta de estupefacientes, el síndrome de abstinencia de comida en su nivel más grave produce la muerte. Y sin embargo, la comida, sobre todo la comida chatarra y en particular la formulada con la trinidad perfecta de ingredientes, es tan adictiva como la heroína o incluso un poco más: entre el 20 y el 30 por ciento de los que prueban esta droga se vuelven adictos, pero más del 36 por ciento de los mexicanos mayores de veinte años padecen obesidad, en general producto del consumo compulsivo de alimentos ricos en calorías. En el caso de los niños y jóvenes de entre doce y diecinueve años hablamos del 40 por ciento. Se sabe bien que el coronavirus (causante de la enfermedad llamada COVID-19) que circula desde hace cuatro meses por el planeta se ceba muy especialmente en las personas con obesidad y diabetes; los cálculos más pesimistas a fines de marzo son que en México la tasa de mortalidad podría alcanzar hasta el 7 por ciento de los pacientes precisamente a causa de la incidencia de estas condiciones en nuestra población. Volviendo a Volkow, en diversas pláticas y artículos la investigadora ha descrito las semejanzas que existen entre los adictos a la comida y a las drogas en los centros del cerebro que regulan el placer y el autocontrol y que dependen de uno de los neurotransmisores más famosos, deseados y temidos: la dopamina. El uso descontrolado de sustancias que provocan placer reduce el número de receptores de la dopamina en el cerebro: los pedales se gastan de tanto usarlos, y se necesita cada vez más fuerza para acelerar. Y para complicar las cosas, comienza a entenderse que en modelos animales —no se sabe con certeza en humanos— la que se conoce como hormona de la saciedad, la leptina, que producen las células grasas y que manda al cerebro el mensaje de que estamos llenos, desempeña su propio papel en la adicción al alcohol y posiblemente a la cocaína. Escribe Maia Szalavitz, una reportera especializada en adicción, citando a Volkow:

Alguna vez se pensó que las drogas eran más adictivas que cualquier otra sustancia por lo desmesurado de su efecto en el cerebro: pueden aumentar los niveles de dopamina mucho más que experiencias como el sexo o la comida, al menos en el laboratorio. Se creía que esto produce desequilibrios químicos que el cerebro no está equipado para regular. Sin embargo, muchos sostienen que el entorno alimenticio moderno, un universo de abundancia diseñado para ofrecer tanta azúcar y grasas baratas como sea posible —y definitivamente muy distinto de las condiciones en las que evolucionamos los humanos, entre el festín y la hambruna— puede haber creado un desequilibrio similar.

Y entra aquí la cultura. Las drogas no existen en un vacío de significado; cada época y latitud tiene sus estimulantes o relajantes favoritos y sus formas de entender qué es una droga, cuánto valen las capacidades cognitivas y afectivas que trastornan o potencian y cómo y para qué invitamos al mundo exterior a formar parte del interior. Cuál es, pues, la diferencia entre droga y alimento, en qué consiste ese hipotético humano “en estado puro” y si lo queremos tener entre nosotros. Dónde dibujamos esas fronteras del mundo químico que se muerde la cola.

Imagen de portada: Adipocitos. Imagen de David Gregory y Debbie Marshall.

  1. Véase en este número el fragmento de su libro Cómo cambiar tu mente.