La narradora uruguaya Fernanda Trías lo definió así: “El escritor de culto, el fanático de los géneros menores, el ermitaño, el maestro de tantos aspirantes a escritor, el raro, el fóbico, el lector generoso, la figura mítica, el fenómeno literario”. Era todo eso y un poco más. También fue un personaje difícil de retratar; casi no viajó, salía poco y su biografía no está rubricada con grandes aventuras. Fue apenas un hombre que escribió cerca de veinte libros y al que la literatura latinoamericana del siglo XXI reconoce como un maestro, como alguien que ha mostrado el camino para las generaciones siguientes. ¿Pero quién era Mario Levrero? El acta de nacimiento indica que nació en Montevideo, el 23 de enero de 1940, y que fue registrado con el nombre de Jorge Mario Varlotta Levrero. Su familia y amigos lo conocieron siempre como Jorge Varlotta. Hoy todavía le dicen así: Jorge. Su padre, don Mario Julio Varlotta, trabajaba en las tiendas London-París de Montevideo, en el área exclusiva para clientes extranjeros, y hacia el fin de la tarde ofrecía clases particulares de inglés en la casa familiar. London-París era una enorme tienda departamental, producto arquitectónico de un momento de esplendor uruguayo en el que la ciudad capital mostraba claras inclinaciones cosmopolitas. El padre tomaba el tren todas las mañanas para ir al centro, desde el barrio de Peñarol, donde vivían, y muchas veces volvía tarde en la noche. Su presencia no era muy habitual en la vida de su único hijo, por lo que muchos años después lo recordaría así:
Su incidencia en mis primeros años fue más bien negativa, por la angustia que me producía su ausencia. Como suele suceder, recién comencé a comprenderlo en los últimos años de su vida, y sobre todo después de su muerte. Cada vez lo reconozco más en mi manera de ser actual, incluso en muchos tics.
Cuando su hijo le comunicó que se iba a dedicar a escribir, don Mario le contestó que eso era “cosa de homosexuales”.
La madre se llamaba Nilda Reneé y tenía una relación más natural con los libros. Había montado una pequeña librería de usados y revistas en Montevideo y luego la trasladó a Piriápolis, una ciudad balnearia uruguaya. El hijo pasó tardes y tardes en esa esquina, a veces atendiendo al público pero en general durmiendo largas siestas en la parte de atrás. Cuando se mudaron a Piriápolis, don Mario siguió dando clases de inglés y se convirtió en el teacher de la ciudad.
Levrero solía repetir que el hecho más dramático de su infancia había sido un soplo al corazón que le diagnosticaron a los tres años. En épocas de escasas certezas médicas, los doctores aconsejaron que el niño se mantuviera completamente quieto para evitar cualquier tipo de complicación. Ese confinamiento forzado lo empujó a la lectura. Los testimonios más exagerados hablan de cinco años de quietud casi total, lo que lo convirtió en un hombre de un sedentarismo irrevocable.
Ése es, en todo caso, su mito de origen: un niño débil, quebradizo, al que le han prohibido salir a la calle; un niño que suspende todo y se pone a leer. Ahí, encerrado en una habitación, empezó su vocación. Lo que escribiría después, su primer y su último libro, puede leerse como una reescritura de esa escena fundacional: alguien está encerrado en un departamento y no quiere o no puede salir.
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“Jorge era pobre. Fue pobre casi toda su vida y se las arreglaba muy bien con muy poquita plata”, dijo su amigo, el escritor y fotógrafo Eduardo Abel Giménez. El suyo era el trabajo de un equilibrista: con pequeños préstamos, con sumas mínimas que le entraban por alguna colaboración, con el anticipo de un libro nuevo, iba construyendo estructuras económicas precarias pero suficientes para sobrevivir. No trabajar —salvo por un paréntesis de tres años en Buenos Aires— era al mismo tiempo una decisión y una fatalidad.
Pero su conflicto central con el dinero era un problema filosófico que giraba en relación al tiempo. Muchos de los problemas de su vida tenían que ver con el tiempo: cómo usarlo, en qué gastarlo, cómo administrarlo correctamente. La novela luminosa es esencialmente un libro sobre la administración imposible del tiempo. Levrero necesitaba largas horas de reposo absoluto para conectarse con el fondo más profundo de su interioridad y así poder producir algo que fuera importante, al menos para él. El trabajo para la subsistencia interfería trágicamente con esa búsqueda del tiempo abierto y una hora diaria de trabajo rentado podía arruinarle el día. Al tiempo de trabajo en Buenos Aires lo definió como “un tiempo sin sustancia, de mala calidad”.
Nadie podría precisar con exactitud cómo hizo para vivir durante toda su vida prácticamente sin trabajar. Se apoyó mucho en la ayuda de los amigos y luego de los discípulos. En sus últimos años, les aconsejaba a sus interlocutores que dejaran sus trabajos, que no vendieran su tiempo. “Dejá de trabajar y vas a estar bien”: ésa era la receta típica con la que clausuraba todas las conversaciones existenciales. Era una de las pocas cosas de las que realmente estaba convencido.
“Él era nuestro ejemplo”, dice el narrador Felipe Polleri, sentado en el living de la casa de su mujer, con el viento del invierno montevideano golpeando las ventanas. Cada generación tiene un escritor ejemplar. Un tipo que se dedica, con todos los sacrificios del caso, a escribir, al arte y a nada más en el mundo. Y él era el que lo hacía mejor y el que no pedía nada a cambio. ¿Qué es ser un escritor? Es ser como Mario Levrero. Eso es profundamente inspirador. Es importante que en tu época haya al menos uno de esos tipos circulando.
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Si Roberto Bolaño nos enseñó que todavía se puede escribir la gran novela latinoamericana, Levrero nos dijo que no hace falta hacerlo. Desde varios puntos de vista Bolaño y Levrero son los dos escritores que abren la puerta del siglo XXI a la literatura latinoamericana. Detentan una serie de coincidencias atendibles: son dos autores que empezaron a ser leídos masivamente después de su muerte, a principios de los dos mil; dos escritores póstumos, aunque de modo diferente; dos escritores que trabajan en sus textos con la figura del escritor; dos autores que produjeron un deshielo.
El narrador y ensayista argentino Martín Kohan llega a la cita en un café del barrio de Almagro, La Orquídea, uno de esos bares de la vieja Buenos Aires que sobreviven a la invasión imparable de cadenas y confiterías en serie.
—La primera gran diferencia que yo veo es que Bolaño no tiene decadencia. En Bolaño hay una vitalidad que es, en un punto, lo contrario a Levrero. Bolaño siempre es la épica, el viaje, la movilidad, la intensidad. Es una figuración siempre juvenil, que además se conservó en él. En cambio el esplendor de Levrero es su decadencia.
—Así como Bolaño no tuvo vejez, da la impresión de que Levrero no tuvo juventud, como si siempre hubiera sido viejo.
—Totalmente. Es lo que nosotros llamamos Montevideo. Cuando Levrero pone en juego su yo, eso sucede en su declive. Y Bolaño no tiene declive: es una curva ascendente y muere ahí arriba. Podría pertenecer al grupo de los que murieron a los 27 años en el rock: jóvenes para siempre. Su literatura activa a esa juventud de mochileros que se lanzan al camino. Es una literatura de la exterioridad, cuando del otro lado Levrero se va replegando y replegando. Incluso Levrero tiene algo de Kafka ahí: cuando hay espacios abiertos, parecen cerrados. Bolaño es siempre una literatura de lo abierto, no tiene demasiada interioridad.
—Otra cosa común entre Bolaño y Levrero es el libro voluminoso como último gesto narrativo. La novela luminosa y 2666, sus vastos libros finales. 2666 es un libro escrito en la velocidad, porque el autor está por morirse. La novela luminosa también tiene a la muerte ahí.
—Pero las muertes no son todas iguales. La de Roberto Bolaño se parece más a la de Juan José Saer en ese sentido: me enfermé y me voy a morir, entonces tengo que escribir rápido. En Levrero hay más bien un gerundio: irse muriendo muy en el tiempo. No es exactamente un contrarreloj. No hay ninguna urgencia en Levrero. Tampoco es que Levrero se tiene que apurar para terminar algo, porque La novela luminosa tiene en ese aspecto algo del Museo de la novela de la Eterna de Macedonio Fernández: prólogos y prólogos de la novela que nunca llega. Tiene algo de diferimiento y de postergación. La de Bolaño es una muerte muy vital, muy intensa. Y Levrero es más bien un moribundo en vida. Su gran libro es la desintegración de un libro. Si hubiera vivido cien años más, lo único que habría hecho hubiera sido agregar veinte capítulos más donde entra una paloma por la ventana o una mujer le trae milanesas.
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Ganó la beca Guggenheim la tercera vez que se presentó. Se la concedieron en el año 2000 y el estipendio eran unos generosos 33 mil dólares. Sin beca Guggenheim es imposible pensar la existencia de La novela luminosa, su libro más importante. Según cuenta la leyenda, la idea de presentarse se la dio un amigo uruguayo de la juventud, que vivía en Chicago hace mucho tiempo y había obtenido una. El origen de ese primer anzuelo es incierto, pero sabemos que hacia fines de los años noventa Mario le pide a Mariana Urti (la famosa Chica Lista de La novela luminosa) que lo ayude a presentarse. Urti lo contó así en el libro Levrero para armar:
Un día Mario me dio la dirección web de la Fundación. Únicamente hizo eso y me dijo algo: “hay unas becas por ahí”. Averigüé rápidamente y me di cuenta de que Mario aplicaba perfectamente para la beca. No obstante, ese primer año no se la dieron. Tengo aún todos los papeles conmigo. Mario se desinteresó por completo del asunto, de hecho nunca estuvo interesado. ¡Era una lucha hacerle llenar esos papeles! Ni siquiera abría la correspondencia de la Guggenheim cuando le llegaba. Al año siguiente decidí que aplicaría nuevamente. Mario ni se opuso ni estuvo de acuerdo, de modo que seguí adelante. Le hice cambiar algunas referencias en esa segunda vuelta, pero otras permanecieron. En la beca hay una sección donde uno debe escribir el proyecto para el cual pide el dinero; en general los aplicantes desarrollan el proyecto, le ponen nombre, hablan y hablan. El llenado de Mario de esta sección fue el siguiente, “Proyecto: escribir”. Recuerdo y me río. Siempre estuve completamente a favor de la ecuanimidad y la sobriedad de Mario. De hecho, fueron los rasgos de su carácter que más me sedujeron, eso y su bondad.
Proyecto: escribir.
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Edward Said escribió una tesis famosa en la que aseguró que muchos artistas producen, hacia el final de sus vidas, las obras más arriesgadas. Llamó a esa instancia el estilo tardío: ese momento al mismo tiempo diáfano y crepuscular en el que ciertos artistas finalmente sueltan amarras y llevan su trabajo al límite de lo posible. En esa línea podríamos leer La novela luminosa, el último libro de Mario Levrero, que funciona además como un puente entre siglos para la literatura del continente: uno de esos pocos libros que ha producido una conexión entre la literatura del XX y la del XXI. La novela luminosa es un libro de seiscientas páginas compuesto por una introducción, un larguísimo “Diario de la beca” y unos pocos capítulos sueltos de esa novela luminosa, inconclusa, que Levrero venía arrastrando desde los años ochenta y en la que quería plasmar una serie de experiencias epifánicas, a modo de testamento.
En el ensayo “Las banderas del célibe”, Alan Pauls trabajó sobre el amplio corpus de los diarios íntimos de escritores, que comparten con La novela luminosa:
El diario íntimo proclama sin disimulo la condición diferida de sus efectos, su carácter testamentario, de documento póstumo, [apunta y la frase parece escrita con Levrero en la mira]. ¿No hay ya en cada anotación de diario íntimo algo fatalmente fúnebre, una suerte de distancia mortuoria que separa ese apunte del instante, no sólo en que habrá de ser releído (por su propio autor) o leído (por algún lector), sino en el que producirá sus verdaderos efectos?
Y sin embargo sería excesivo o inexacto decir que ese libro es un diario de escritor. ¿Qué es, entonces?
“Yo diría que es más bien un proyecto”, dice Alan Pauls, que enseñó La novela luminosa en la Universidad de Princeton. Es una noción que da mejor cuenta de la naturaleza compuesta y compleja del libro. El propio Levrero habla rápidamente de proyecto, más que de libro. Un proyecto es más grande y más abierto; es algo más informe y no necesariamente literario. Además un proyecto es en términos generales una palabra extranjera en la jerga de la literatura (no así en la ciencia, la arquitectura, el cine o el arte contemporáneo). Habría que pensar entonces en qué condiciones un escritor no dice novela o libro sino proyecto, y esas condiciones son las de la beca: cuando el escritor se convierte en un becario.
—En ese sentido este texto tiene una fuerte dependencia de su relación con la Guggenheim.
—Sí. Toda la novela está colocada en este marco institucional-contractual. En ese marco la palabra proyecto adquiere justamente su sentido. Porque la novela es un proyecto: algo a realizar, un objetivo, una promesa. De hecho, es así como se presentaban las novelas en los formularios de aplicación. Se pide la beca para realizar un proyecto. En ese sentido el proyecto es también el marco, los límites. Acá no hay alguien que está afuera, que escribió su libro, construyó un producto, digamos, y se retiró. Acá hay alguien que está adentro, alguien que es al mismo tiempo sujeto del proyecto (porque lo pensó, lo diseñó, lo organizó) y objeto (porque el proyecto transcurre en el tiempo y presupone variables que van más allá del sujeto). Es lo que Levrero llama los límites del yo. “¿Lo que pienso surge de mi mente, por un proceso mío, o viene de afuera, de otra mente?”, se pregunta en algún momento. Más que un libro, más que una novela, diría que La novela luminosa es el parte, el informe, la crónica de un proyecto: de lo que el autor hace con su proyecto y de lo que éste hace con su autor.
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Se diría que se murió antes de morirse o que, al menos, se anticipó a su propia muerte. En Julio de 2003 su cuerpo empezó a emitir los primeros avisos terminales. Según el relato de Alicia Hoppe, su exmujer y albacea de su obra, durante una noche de mucho frío tuvo un dolor muy intenso y se internó con diagnóstico de infarto de miocardio. Tanto su madre como su padre habían muerto de accidentes cerebrovasculares; era hipertenso, sedentario y fumaba desde los catorce años. Pasó diez días internado en el Hospital Británico y los médicos le ofrecieron como única salida una operación de la que él descreía. Se negó rotundamente. Su antigua operación de vesícula había dejado un trauma y ya no quería volver a entrar a un quirófano. Durante el invierno del 2004 su cuerpo se resintió definitivamente. En esos meses hizo las últimas despedidas y le transfirió a Alicia la potestad como albacea de su obra literaria. Su último día fue un domingo de agosto. Jorge y Alicia salieron a cenar carne a las brasas y tuvieron una cena agradable, dulce y crepuscular. Hacia la medianoche se empezó a quejar de un dolor en la cintura; primero se lo atribuyeron a esas largas horas sentado frente a la computadora, pero poco a poco el dolor se fue volviendo insoportable. A las dos de la mañana estaba pálido y Alicia llamó a la ambulancia. Le inyectaron unos calmantes, pero la droga no hacía efecto y decidieron trasladarlo al hospital. Alicia preparó un bolso con ropa y provisiones y, para mostrarle a Jorge una fidelidad que superaba su instinto de médica, guardó también una caja de cigarrillos. Cuando llegaron al hospital, el dolor era intolerable: decidieron hacerle una tomografía y vieron sangre. El diagnóstico arrojó un resultado del que ya no hay vuelta atrás: aneurisma de aorta roto. Alicia comprendió la gravedad de la situación cuando lo estaba tomando de la mano y se dio cuenta de que se había quedado sin pulso. Rápidamente apareció el equipo de Terapia Intensiva para reanimarlo y ella les comunicó que ésa no era la voluntad de Jorge. Finalmente lo ingresaron hacia las seis de la mañana. Con Jorge en coma, Alicia llamó a los hijos y a los amigos más cercanos.
A las ocho de la mañana hablé con la jefa de la nueva guardia, que me planteó que si mantenía esos términos tendría que firmar [le dijo Alicia Hoppe a Elvio Gandolfo en una entrevista apenas días después de esa muerte]. El cerebro de Jorge ya estaba sufriendo la falta de oxígeno, e iba a ser una cirugía de muchas horas, con riesgo de mortalidad enorme, en el mejor de los casos, para después estar un mes internado. A las nueve de la mañana me hicieron firmar que estaba de acuerdo con que le quitasen el respirador.
Mario Levrero murió a las diez de la mañana del 30 de agosto de 2004, a los 64 años.
Pienso que en la medida en que pudiera haber tenido percepción, habría sabido que estaban Pablo, Juan Ignacio, algunas amigas y yo misma. Realmente éramos una familia. Lo importante en mi vida es saber que Jorge no sintió que murió solo, ni vio miedo en mi actitud (algo que me asombra a mí misma): no le transmití la idea de que se estaba muriendo. Yo estaba tranquila.
Imagen de portada: Mario Levrero retratado por el escritor Eduardo Abel Giménez. © Eduardo Abel Giménez