—Vente a cenar y aquí platicamos —mi amigo me esperaba en un bar al que había ido sólo una vez, en pleno centro de Coyoacán. La excursión parecía tan sencilla que pensé que podría guiarme sólo por mi conocimiento de la zona. Aun así, consulté Google Maps antes de salir. Eran cuatro vueltas a lo mucho. Tomé el Metro, luego un camión, me bajé donde era, y luego… me perdí. Privada de las superpoderosas aplicaciones por mi falta de crédito y exceso de autoconfianza, decidí emprender la misión a la antigüita. Vi la calle, ubiqué vagamente los puntos cardinales y caminé hacia el norte tratando de reconstruir en mi cabeza el mapa que había visto tan sólo media hora antes. El dibujo mental era, en el mejor de los casos, desordenado, en el peor, no tenía ni pies ni cabeza. Pomponio Mela (c. 15-45 a.n.e.), el más antiguo geógrafo romano del que tenemos noticia, no tenía este problema. En De Situ Orbis Libri III, dibujó un mapa con palabras; sólo con su capacidad de proyección describió la boca del Mediterráneo y, a partir de ahí, las múltiples salientes y entradas que trazan las tierras circundantes.
Como puntos finales, Europa tiene el Tanais, Meotes y el Ponto al este; al oeste el Atlántico, al norte el océano británico. Su costa tiene la forma del litoral que va desde Tanais hasta el Helesponto. Europa no sólo se opone a las costas frontales de Asia, sino que también es similar a ellas donde hay un banco del río antes descrito, donde trae de vuelta la curva del pantano con la curva del Ponto y donde yace a un lado del Proponto y el Helesponto con su costa.
Desde una perspectiva moderna, resulta difícil seguir la descripción, al grado de que desde hace más de cien años no hay ediciones del texto que no incluyan una reconstrucción visual del mapa. Como muchos otros textos antiguos, éste apela a la capacidad del lector para imaginar un espacio sin que esté acompañado por indicadores visuales. En una época tan centrada en el sentido de la vista como la nuestra, el texto pertenece al conjunto de obras que dan dolores de cabeza. Junto a este tipo de descripciones geográficas están algunos instructivos para construir objetos que ni el más avezado comprador de Ikea podría armar con facilidad.1 Sin embargo, para un lector romano, este mapa seguramente no resultaba tan insensato. Las culturas antiguas se fiaban fuertemente de su memoria y capacidad de orientación. Tomaban todos los recursos disponibles a su alrededor y construían con ello mapas internos. No es de extrañar que algunos de los mapas más antiguos que conocemos, los polinesios, sigan asombrando a los investigadores aún hoy. Los mattang, los meddo y los rebbelib eran mapas elaborados con fibra de coco y conchas, entre otros materiales. El conocimiento de su elaboración y lectura se pasaba de generación en generación y era, básicamente, hermético. Tanto así, que por años su funcionamiento fue incomprensible para los occidentales que llegaron a colonizar la Polinesia. A diferencia de los mapas europeos, aquéllos sólo podían ser leídos por quien los hacía, es decir, eran individuales, y marcaban principalmente corrientes marítimas e islas. Es impresionante pensar que estos mapas no se llevaban a los viajes: el autor (único lector posible del mapa) lo memorizaba antes de partir. La memoria era clave para todas las partes del proceso. En primer lugar, la elaboración del mapa, aspecto que aún ahora no es del todo comprendido, requería el conocimiento y capacidad de condensación de muchos elementos del entorno, especialmente de las corrientes. En segundo lugar, la navegación requería recordar el mapa. Otra parte importante del proceso era la percepción, leer las señales del agua, el aire, los pájaros. El contexto resignificaba el conocimiento previo del navegante. Había un diálogo constante entre lo que ya se sabía y lo que revelaba el entorno.
Y así me encontraba yo en Coyoacán, tratando de vincular geométricamente el borroso recuerdo del mapa que dejé en pantalla con el olor a churros y chocolate que surgía de algún lugar a mi derecha. Recordé entonces que de un tiempo para acá mi mamá utiliza Waze incluso para ir a lugares a los que sabe llegar. “Es para evadir el tráfico”, dice ella. Pero a veces la señorita Waze se queda dando indicaciones con voz robótica mucho tiempo después de lo necesario, cuando la ruta trazada es igual a la de siempre. Waze se vuelve adictivo. Lo utilizamos como la inyección de confianza que nos hace falta para emprender la cada vez más compleja misión de recorrer la ciudad. Nuestra necesidad de tener una máquina diciéndonos que vamos bien es parecida al impulso de hacer fact checking en Google cada vez que no recordamos con precisión algo o que alguien nos da una información sobre la que dudamos. Es como si necesitáramos del respaldo del dato expuesto, visible, para dar cada paso de nuestro recorrido. El problema con esto es que la capacidad de retener datos en nuestro cerebro, ya sea el aniversario de la Revolución francesa o la forma de llegar con la tía Tisha, se ve menoscabada por la certeza de que recordar es innecesario porque podemos consultar internet en cualquier momento. Como el cerebro almacena información que considera significativa, de entrada, pensamos que cierta información es desechable y que definitivamente podemos prescindir de ella a largo plazo. Un estudio del University College London (UCL) se propuso averiguar cómo reacciona el cerebro a este tipo de tecnología de localización.2 Se le presentó a un grupo de participantes una representación virtual de una serie de calles que recorrieron el día anterior. Ellos tenían que llegar a cierto lugar tomando decisiones de a dónde girar en cada una de las intersecciones. Para la primera parte del experimento tuvieron que basar sus decisiones en su memoria, mientras que en la segunda parte recibieron instrucciones de un navegador. El resultado del escaneo cerebral fue que, en la primera parte, el número de conexiones y oxigenación cerebral dependía de la complejidad de las decisiones que debían tomar. En la segunda parte del experimento, el cerebro mostró un nivel de estimulación mucho menor y la diferencia entre una intersección compleja y una simple era mínima, porque, bueno, no estaban tomando decisión alguna. Hugo Spiers, uno de los científicos encargados, señaló que cuando utilizamos este tipo de instrumentos de navegación dejamos de estimular el hipocampo casi por completo.3 Esto es relevante en muchos niveles si consideramos que el hipocampo no sólo se encarga de nuestra orientación geográfica, sino también es el intermediario que almacena los recuerdos que irán a parar en la memoria a largo plazo.4 ¿Cómo podemos recordar una ruta a la que apenas prestamos atención? Eleanor Maguire, neurocientífica también del UCL, se hizo famosa con una investigación que encaja muy bien con la anterior. En 1997 emprendió un viaje para comprender el cerebro de una criatura mitológica muy especial: los taxistas de Londres.5 El examen para de venir taxista en la capital inglesa es extraordinariamente difícil. El knowledge implicaba en ese momento la memorización de 25,000 calles y 320 rutas específicas sin la ayuda de un GPS. Los taxistas en formación pasaban años estudiando para esto en sus ratos libres. Maguire realizó una serie de pruebas y la conclusión fue clara: el hipocampo de los taxistas se transformaba. La parte posterior se volvía más grande que al inicio de sus estudios. Esta investigación demuestra que nuestro cerebro puede cambiar dependiendo de la forma en la que lo usamos. La memoria se adapta a lo que necesitamos de ella.6 Si sólo le pedimos que sea capaz de retener por unos segundos la indicación de “En 300 metros, gire a la derecha”, ni hace un esfuerzo para tomar decisiones en ese momento, ni es del todo seguro que retenga la ruta por la que vamos para así reutilizarla en el futuro. A diferencia de las tecnologías de navegación antiguas, que eran una suerte de bastón para la memoria, la manera en que explotamos la tecnología moderna equivale a ser transportados en una camilla hasta que se nos atrofien las piernas. ¿Por qué si los polinesios pudieron colonizar un territorio tan vasto como el océano Pacífico sólo con mapas de varitas, yo no puedo ni llegar a un bar en Coyoacán? También es cierto que el uso de aplicaciones nos ahorra una cantidad considerable de estrés. Los taxistas de Londres difícilmente sufrirán al decidir qué calle deben tomar para llegar al SoHo, pero nosotros, viajeros perdidos en nuestra elefántica urbe, sí que nos estresamos pensando en tráfico, policías, calles cerradas y otras quimeras cortesía de la sobrepoblación. Pensando en la experiencia de un viajero polinesio, dudo mucho que si le hubieran ofrecido la posibilidad de tener Waze en su canoa se hubiera rehusado a un artificio potencialmente salvador de vidas. Las investigaciones sobre la colonización de la Polinesia defienden teorías encontradas y no ha faltado más de un intrépido que incluso se haya puesto como conejillo de indias para navegar sin tecnología moderna. Las teorías más heroicas y las más sobrias coinciden en algo: prueba y error fueron un elemento esencial en el descubrimiento de las islas dispersas. Entiéndase por prueba y error: mucha gente perdida, mucha gente ahogada, mucha gente llegando a lugares a los que no quería llegar. Puede ser entonces que el pesimismo contemporáneo acerca de estas tecnologías nazca en parte del privilegio de tenerlas a nuestra disposición. El problema no es que exista Waze, sino que la vida contemporánea tiende a un temperamento adictivo y acrítico en lo que concierne a la tecnología. Si en el pasado un mapa, una brújula, una calculadora eran herramientas para moldear el pensamiento, parece que ahora la tecnología es incluso una especie de dictador discreto para nuestra cotidianidad. David Krakauer, genetista especializado en la evolución, indicó en una entrevista para Forbes que lo que más le preocupa del tema es la aceptación no razonada de soluciones convenientes a corto plazo cuyas consecuencias a largo plazo desconocemos. Hay una serie de cuestiones éticas que deberían preocuparnos, como la libertad de elección y el control que tenemos sobre nuestro actuar. En esta era sobrepoblada de apps hay muchas cosas que aceptamos en automático en pos de la comodidad: ceder nuestra información personal, que una máquina decida por nosotros a dónde ir o qué libro leer. La idea de delegar el proceso de nuestras elecciones deja a un lado la experimentación y a la vez nos priva del poder de decidir. Esto lleva a una suerte de flojera mental (por poner en términos nacionales las afirmaciones de Krakauer). Con todas las ideas de productividad exigiéndonos rapidez y perfección, es fácil olvidar que no sólo cuentan los resultados. En una era en que los sistemas electrónicos están dispuestos a tomar por ti las decisiones: ¿Quién controla a quién?, ¿lo sabemos?, ¿nuestras decisiones son nuestras o están mediadas y controladas por algoritmos? Hace unas semanas, un amigo me mostró cómo Google Maps le permite acceder a las rutas que ha hecho en el pasado. Vemos exactamente las calles que tomó para ir a casa de su mamá en bicicleta, el trayecto al dentista, al café donde nos encontramos. Escribí “le permite”, pero no estoy segura de que sea el mejor término para el fenómeno. No es que me oriente ahora hacia el norte de la reflexión conspiranóica de que a Google le intereso yo como individuo y quiere espiarme a mí. Los datos que generamos al andar con nuestras computadoras de bolsillo sirven a fines comerciales. En el caso de las aplicaciones de navegación, no se puede dejar de lado el hecho de que es creada por empresas privadas, que no lo hacen sólo por la buena voluntad de su corazón tecnológico. Waze y Google Maps son propiedad de Google y, como tales, sirven para la venta de publicidad. Cuando se trata de mapear lugares nuevos, Google sólo hace la inversión por tierra si hay un Starbucks a cierto rango de distancia del sitio.7 Este hecho por sí mismo es representativo de la finalidad tras bambalinas de estas aplicaciones aparentemente gratuitas. Tal como en las redes sociales, nosotros, nuestra información, somos el producto que se vende a las empresas para que, a su vez, nos volvamos consumidores.
Perdida en medio de Coyoacán, hubiera preferido que una app controlara mis decisiones, mi caminata e incluso mi porvenir. El nivel de frustración al que había llegado después de veinte minutos de vueltas sin sentido equivalía a aquel que mi gata alcanza después de intentar atrapar un láser por la misma cantidad de tiempo. Tomé una dura decisión. Tendría que recurrir a un recurso insólito: otro humano. Le pedí informes a una chica que tenía un puesto de bolsas made in China con la cara de Frida Kahlo. —Sí, mira, te sigues aquí derecho y das vuelta a la derecha en la tercera calle y luego ahí donde hay un poste te vas a la izquierda… Mis referencias de partida, debo admitir, eran vagas porque no recordaba el nombre de la calle donde estaba el bar. La verdad es que nunca he sido buena memorizando esa clase de información. Eso me hizo una pésima copiloto pre-era del GPS. En aquellos lejanos tiempos cuando nos parábamos a preguntar una dirección y la persona señalaba calles, semáforos, establecimientos, mi cerebro dejaba de trabajar pronto y me dedicaba a asentir y confiar en el resto de la tripulación. Es más fácil distinguir esas izquierdas y derechas cuando están asentadas en un soporte visual. Hay, sin embargo, algo que se pierde cuando le preguntas a una máquina en vez de a un humano, eso mismo que se evapora cuando comienzas a satisfacer todas tus necesidades por medio de un dispositivo. La idea de comunidad, ya de por sí frágil en las ciudades, se ve menoscabada por tantas mediaciones. ¿Cada vez nos alejaremos más de las otras personas y nos acercaremos más a las pantallas? Viendo Waze encerrados en nuestros autos; Google Maps mientras caminamos por la calle; nuestras felicitaciones de cumpleaños por Facebook y nuestras potenciales parejas por Tinder. Todo sea por no acercarnos al otro, por no tener que ver lo que nos rodea y arriesgarnos al error de ser humanos. La chica de las bolsas de Frida resultó tan fiable como el Maps que no llevaba conmigo y contemplé triunfal las escaleras del bar. Iba casi cuarenta minutos tarde. Cuando mi amigo me preguntó cómo era posible que me hubiera perdido, pude describirle, pomponiomelamente, toda la ruta de mi divagación. Una caminata que podría haber sido cualquier otra se volvió memorable a causa del estrés y del esfuerzo que tuve que dedicarle. Ya sentada en el bar, cerveza en mano y frustraciones en el pasado, me prometí a mí misma reducir mi dependencia de los GPS; luego me prometí, sólo por si acaso, no volver a salir sin mi Maps disponible.
Imagen de portada: Nadia Osornio, Escandón, 2012.
-
Intente por ejemplo: “Sea un jarrón o un receptáculo ΑΒΓΔ, cuya abertura se halle en Α. Sea en el receptáculo un vaso con agua ΣΗΘΚ y una caja Λ, de la cual salga un conducto para agua ΛΜ. Yazca a un lado del receptáculo una vara recta ΝΞ, que sirva como punto de apoyo para que otra OΠ se suspenda, con una copa de un contrapeso en el punto O y Ρ paralelo en el fondo del receptáculo [K].” Éstas son las primeras instrucciones para construir una máquina expendedora de ¡agua bendita! a cambio de una moneda, que escribió el prolífico inventor Herón de Alejandría en el siglo I. ↩
-
Amir-Homayoun Javadi et al., “Hippocampal and Prefrontal Processing of Network Topology to Simulate the Future”, en Nature Communications, número 8, 2017. ↩
-
Rob Verger, “Navigating with GPS is making our brains lazy”, en Popular Science, 4 de abril de 2017. ↩
-
Hilde Østby e Ylva Østby, Diving For Seahorses: Exploring the Science and Secrets of Human Memory, Greystone Books, 2018. ↩
-
Eleanor Maguire, R. S. Frackowiak, C. D. Frith, “Recalling Routes Around London: Activation of the Right Hippocampus in Taxi Drivers”, en Journal of Neuroscience, 1997, 17 (18), pp. 7103–7110. ↩
-
Otra prueba de esto es que, tras la jubilación, el hipocampo de los taxistas regresa a su tamaño inicial. ↩
-
Sarah Holder, “Who Maps the World?”, City Lab, 14 de marzo de 2018. ↩