Shimon Adaf pertenece a la generación más joven de poetas israelíes. Nació en 1972 en Sderot, pueblo situado al sur de Israel, en pleno desierto del Néguev. Su familia proviene de Marruecos. Es parte de los nuevos escritores de origen oriental, por lo que su estilo literario rompe con la tradición asquenazí y sus temas se derivan del contacto con la cultura árabe. Si bien la poesía ha sido su primera actividad desde los 19 años, ha escrito novelas y artículos sobre literatura, cine y música. Ha sido también integrante de un grupo de rock. Se le han concedido reconocimientos muy importantes como el Premio del Ministerio de Educación, el Premio Sapir, el Premio Yehuda Amijai, entre otros. Actualmente es profesor de la Universidad Ben-Gurión. Su poesía combina elementos de la tradición mística judía y de la mitología griega. La figura de Ícaro se ha convertido en su símbolo a partir del libro El monólogo de Ícaro. La Cábala y el Cantar de los cantares se hacen presentes en sus imágenes y metáforas poéticas. El exilio, la pérdida de la tierra de los padres, Marruecos, son fuente de inspiración y de ausencia constante. Así, la cultura marroquí permea su obra; se siente diferente y, al mismo tiempo, identificado con la lengua hebrea utilizada en dimensiones de lengua sagrada y lengua cotidiana. En una anécdota cuenta cómo fue para él descubrir la lengua en esa doble posibilidad. El día que en la infancia fue llevado a la sinagoga por primera vez se sintió penetrado por la esencia sagrada al oír los cánticos, sobre todo el Cantar de los cantares. Muchos años después, cuando se apartó de la religiosidad, creyó haber roto esas amarras. Sin embargo, es interesante que, cuando sus primeros poemas fueron traducidos, se le abrió un nuevo mundo:
Mientras trabajaba con los traductores surgieron muchas preguntas acerca de ciertas expresiones, ciertas formas de sintaxis presentes en mi poesía. Lo que había querido dejar atrás, había vuelto, la fuente, la lengua sagrada. Y lo que da profundidad a mis poemas, a mi lenguaje, lo que les proporciona densidad, es precisamente ese lenguaje que se cierne sobre ella como un espíritu, como un espíritu sagrado sobre el abismo. Y si lo eliminara, si eliminara esa lengua santa, estaría matando mi hebreo [p. 13].
Razón esta última que vuelve comprensible cómo habiendo abandonado el mundo de la ortodoxia, acuda, sin embargo, al mundo místico que escapa a la reglamentación. Su punto de unión fue la palabra polisémica como fuente de la expresión poética y su traslación a inacabables facetas significativas. De esta manera, halló el verdadero sentir poético, basado también en una musicalidad y un ritmo transgresores. Sobre este aspecto funda su arte poética y para ello acude a la polémica entre poesía y filosofía, que proviene de tiempos inmemoriales. La mayor diferencia entre la poesía y la filosofía radica en que la poesía siempre tiene razón, mientras que la filosofía siempre se equivoca. A pesar de ello, esta última aseveración no convierte en tarea fácil el hecho de elegir entre una y otra, porque mientras la filosofía, que está en un error, convierte la verdad en un ideal, la poesía, que está absolutamente en lo cierto, eleva a la condición de milagro la quimera y la mentira [p. 35]. De la mitología, nuestro autor escoge a Ícaro, a Orfeo, a Casandra, a Dédalo, y los engloba como reencarnaciones de sí mismo. Ícaro se manifiesta en la noche del poeta al soñar su caída al abismo:
Nada me resulta comprensible del sueño de los mortales. Otro cuchillo rasga la mañana en sombras. Desvelado caigo [p. 17].
Orfeo pierde su espalda y silencia sus cantos:
Como a un alumno asustado las mañanas me fustigan la espalda. Hay un camino de Sderot que no volveré a declamar [p. 19].
Casandra deseada por el dios Apolo no cumple el pacto:
Ser deseada y que el ojo mida mi proceder, como la herida de la vista en el firmamento que me cubre [p. 19].
Dédalo habla de la muerte de su hijo:
Yo tenía un hijo y todo yo era un cansancio malo. Mi hijo fue un retazo de humo. No sucede en casa, ni en el jardín, ni durante las comidas, no pasa en las canchas, en la escuela, en las fotos. Se disemina por el mar [p. 33].
Mito sobre mito, la poesía de Adaf busca un remanso en la Cábala, mas su interpretación deshilvana el concepto de tzim tzum o la contracción que hizo Dios para dar cabida al universo e invierte la creación nominal por una de silencios que sería el equivalente poético: “Debería decir algo / por eso se queda callado” [p. 75]. Shimon Adaf prosigue en su camino hacia el deslumbramiento que produce la poesía, su comprensión y su incomprensión. La capacidad de unir actos de reflexión imposibles, de recrear la naturaleza y de situar en el centro la figura materna. Figura que alienta poemas subsecuentes y la representación de la vida total, incluyendo su relación con rosales y plantas corporizados.
El poema, como todo otro acto humano es un argumento cuyo sentido es que se reflexione sobre él, una especie de grito con derecho a ser más oído. Mi madre, por ejemplo, tenía rosales en la insumisa tierra del sur bajo el peso de los sirocos de Sderot, echando al aire el pus de sus brotes, demasiado testarudos como para vivir cabizbajos y plantas para infusión, hierbaluisa, menta, artemisia más inclinadas a marchitarse en la sequía [p. 103].
Otro elemento notorio es el contraste entre la ciudad y el campo. Las calles de Tel Aviv, Jerusalén, Sderot, se repiten en ritmos distintos, en tiempos contrastados, en música y tonos de rock. La naturaleza, el desierto, el mar, las aves, el sol y la luna hacen su aparición para destacar la posibilidad de la belleza en un mundo distorsionado. El amor, la figura velada de la madre y la infancia se entretejen en primeras personas aludidas. Interrogaciones constantes y afirmaciones subversivas se deslizan en palabras sopesadas y a veces exigentes.
La tipografía es una propuesta de rupturas. El corte de los versos, rebelde, sirve para poner de relieve la idea, la palabra primordial. En el poema “Laboratorio” la letra en negritas que aparece de manera esporádica tal vez no enfatice la palabra principal, sino la subordinada, proporcionándole un acto de justicia. ¿Será tan importante un artículo, una preposición como un verbo o un nombre? ¿Será un efecto del azar? ¿Una errata multiplicada? ¿Una errata intencional? Las preguntas se suceden y sólo el poeta sabe la respuesta. Las posibilidades de reflexión, poesía y filosofía en contienda, como ya había observado María Zambrano: el filósofo en busca de la verdad, el poeta sin buscar, teniéndola; el filósofo en la unidad, el poeta en la heterogeneidad. Así, el poeta ve las cosas antes, el filósofo después. Como le sucedía a Miguel Ángel, que ante el bloque de mármol veía ya la obra consumada, para Shimon Adaf:
Desde los comienzos el mundo no ha estado destinado a la poesía. Nosotros, ¿quién es ese nosotros?, te preguntarás, trabajamos en las hendiduras de la roca [p. 133].
Ese trabajo de la poesía a contramateria es el mismo que se eleva sobre el cuerpo y es la creencia en la sombra sobre la realidad, la evocación platónica del hombre en la caverna, viendo sólo el reflejo de las cosas como si fueran el cuerpo en sí. La sombra como realidad confirma la existencia del cuerpo y se vuelven inseparables. Pero hay momentos en los que se pierde la sombra o nunca se ha tenido o se tienen dos sombras. O la sombra se convierte en cuerpo, como en el caso de Shimon Adaf. Podría escribirse todo un tratado en derredor de la luz y la sombra y los cambios de ésta según la hora del día, hasta que a las doce en punto desaparece. La sombra alarga, encoge, acentúa, desdibuja. Abarca todas las posibilidades ya no imaginativas, sino reales. La sombra cae al suelo y el poeta la recoge y la traslada a la página como flor seca. La sombra es poesía pura.
Imagen de portada: Familia judía de Gourrama, sur de Marruecos.