A veces tiras del hilo que sobresale de la manga y pronto tu suéter queda reducido a un chaleco. La invitación a “desarrollar el concepto de familia como unidad organizadora de las ciencias naturales”, tal como planteaba el mail de la redacción de la Revista, se me figuró como un hilo que jalar, quién sabe hasta dónde. Las ciencias naturales representan el territorio en el que suelo moverme con mayor soltura, así que tiré. Pensé primero que esto me llevaría a reflexionar más a fondo sobre lo artificiosas que suelen ser nuestras taxonomías. Hace unos años anoté en el prólogo de mi libro Faunologías:
La labor enciclopédica se nos da bien a los humanos. Nuestra ansia por darles sentido a los fenómenos orgánicos que imperan en la floresta nos empuja a dividir, agrupar y elaborar listados taxonómicos. Clasificaciones y filogenias que pretenden conceptualizar la inagotable inventiva silvestre. Son intentos, quizás algo ambiciosos, de comprender el mundo que nos rodea.
La verdad es que esos conjuntos que formulamos —a partir de unos cuantos atributos que consideramos significativos y de pistas sobre sus posibles orígenes— no solo pecan de ambiciosos, sino que muchas veces no atinan a reflejar lo que ocurre en la naturaleza. Simplifican demasiado las cosas, por decir lo menos, sin mencionar que se atienen por defecto a una muestra acotada del gran árbol de la vida (se han descrito poco más de dos millones de especies mientras que, según las últimas estimaciones, podrían existir cerca de nueve millones). No conocemos ni un tercio de la biodiversidad de este planeta y aun así saltamos a conclusiones.
Es por eso que en la sistemática (la ciencia que busca esclarecer un orden en la naturaleza en función de su historia evolutiva) tales conjuntos y categorías tienden al recambio. Y las familias taxonómicas no son la excepción. Vamos que, parafraseando a Lulu Miller, “los peces no existen”. Pero ya llegaremos a eso: no puedo evitar tirar de los hilitos que me voy encontrando. Si bien el término familia remite inmediatamente a la parentela —y en personas con un sesgo marcado hacia la biología, como es mi caso, a la clasificación de los seres vivos—, sus acepciones son sumamente diversas. De acuerdo con la RAE, familia (del latín famulus, ‘sirviente’ o ‘esclavo’) se empleaba para hacer referencia al patrimonio de la persona, comprendiendo tanto la infraestructura doméstica como a sus habitantes y animales de crianza. Familia puede emplearse en la actualidad para referirse a conglomerados distantes, desde un “grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas”, un “conjunto de ascendientes, descendientes, colaterales y afines de un linaje”, hasta un “conjunto de objetos que presentan características comunes que lo diferencian de otros” o un “taxón constituido por varios géneros naturales que poseen gran número de caracteres comunes”. Más allá de estos usos generales, el término pareciera fungir como el principio de segmentación favorecido para abarcar el más amplio espectro. Digamos que cuando consideré que, en efecto, nos referimos a los elementos de la tabla periódica como familias (la familia de los gases nobles, por ejemplo), dentro de mi cabeza rápidamente comenzó a desatarse una cascada de todo aquello que categorizamos bajo tal rubro: familia de moléculas (triptaminas, alcoholes, ácidos ribonucleicos), familia de drogas (opiáceos, psicodélicos, estimulantes), familia de fármacos (analgésicos, antidiarreicos, antipsicóticos), familia de agentes patogénicos (los coronavirus, las enterobacterias). Hablamos tanto de familias de instrumentos musicales, como de tipografías y de palabras (la familia léxica), del mismo modo que lo hacemos en el caso de los números, los minerales, los azúcares y los alimentos. Es más, hasta en el campo de la lingüística adoptamos dicha nomenclatura (la familia de las lenguas indoeuropeas) y, por no dejar, incluso a los astros celestes los agrupamos bajo el mismo esquema: familias de planetas, estrellas y galaxias. Dicho de otra manera: familia pareciera fungir como el categorizador por antonomasia (al menos en castellano), emulando relaciones de parentesco y genealogías desde la escala nanométrica hasta la sideral. Resulta imposible abarcar la totalidad sin antes fraccionarla —si no segmentamos el continuo ilimitado de la realidad en estructuras y unidades manejables, simplemente no podríamos tener acceso a sus engranajes—, organizamos el universo a partir de sus particularidades para después buscar patrones comunes y sacar algún sentido del caos que nos envuelve. Hasta ahí no hay mayor misterio, pero de eso a que lo hagamos basándonos en familias, sin duda me pareció algo digno de analizar. Una hebra prometedora de la cual seguir tirando.
Quizás pueda sonar como un hecho un tanto banal para quienes hayan dedicado ya noches de efervescencia sináptica al asunto, mentes doctas en materia de lingüística o gramática filosófica; no obstante, para mí estas maquinaciones fueron acompañadas por un torrente de dopamina. No voy a mentir, tras corroborar que algo similar ocurre en buena parte de las lenguas indoeuropeas (con plena seguridad en el grueso de las lenguas romances y germánicas), comencé a sentir que quizás estaba ante una revelación: un principio unificador de la experiencia humana ni más ni menos, o como mínimo de una porción importante de la población mundial (el 46 por ciento de las personas, alrededor de 3 mil 200 millones de Homo sapiens, hablamos alguno de los 150 idiomas comprendidos en dicha familia lingüística). Y fue ahí que la hebra se partió y comenzó a tirar en dos direcciones distintas: por un lado, dilucidar la razón detrás de esa preponderancia del término familia en los más diversos ámbitos y, por otro, cotejar los alcances que tenía su función como categorizador en otras tradiciones lingüísticas. ¿Sucedería algo parecido tratándose de la otra mitad de la población mundial, hablantes de lenguas amerindias, esquimo-aleutianas, afroasiáticas, nigero-congoleñas, sino-tibetanas, japónicas y demás? En lo que jalaba el cordel de la segunda pregunta (abriendo la prospección a la mayor cantidad de lenguas que me fuera posible cubrir), se me ocurrió que ya que somos producto de un linaje de primates sociales que perseveraron a través de milenios conformando clanes (núcleos familiares de cazadores recolectores que prevalecieron como unidad básica de organización social durante la mayor parte de nuestra evolución), nos sentimos inclinados a categorizar el mundo de la misma manera. ¿No son un poco eso las taxonomías, un intento modesto por pretender reducir a clanes el universo que nos rodea? Así como tendemos a encontrar rostros por todos lados —atribuyéndoles ojos, nariz y boca a los más variados objetos inanimados como automóviles, picaportes, rejillas de ventilación, grifos del baño, etcétera, fenómeno denominado como pareidolia de rostro— conformamos constelaciones familiares incluso donde no tienen sentido. O si se prefiere: somos el clan de los primates que ven clanes por todos lados: el viejo refrán “el león cree que todos son de su condición”, llevado a los linderos de la existencia misma. Me gustó esa idea: la familia como principio clasificador por la trascendencia que tienen las tribus que conformamos para nuestra supervivencia. No está de más aclarar que no estoy postulando lo anterior como una hipótesis del todo rigurosa para el escrutinio académico. Simplemente estoy especulando en torno a de dónde pudo haber provenido tal aproximación a la división del universo en categorías concebidas bajo el concepto de familia. Desde luego que podría estar equivocado. La madeja de palabras recién pronunciadas podría desintegrarse tan solo con tirar más fuerte del estambre que condujo a ellas. Podría haber muchas otras maneras de aproximarse al universo (y las hay) y otros categorizadores hegemónicos. Podría tratarse también de un evento menos primigenio de lo que estoy imaginando, una tendencia de clanes más bien modernos, quizás ligada al auge de las ciencias naturales como marco teórico cardinal durante el siglo XIX. El paradigma del origen, guiño a Darwin, plantea que los rasgos esenciales de una determinada muestra se hallan en el pasado común y las relaciones e historias compartidas.
El paralelismo entre el origen de las especies y el de las lenguas o, mejor dicho, la concepción evolutiva que plantea que seres vivos y lenguaje se comportan de manera un tanto análoga —ambos especiando y divergiendo de manera similar y estableciendo filogenias—, representa sin duda un terreno fértil para el debate. Gracias a una amiga lingüista que clamó mantener su anonimato, me enteré de que justamente un cuñado de Darwin, Hensleigh Wedgwood, pudo haber sido el responsable de que se asentara el paradigma del origen en el estudio de las lenguas durante casi un siglo. Digamos que Wedgwood, básicamente, intentó interpretar la historia de las lenguas bajo los parámetros del gradualismo geológico de Charles Lyell, lo que, a su vez, pudo haber figurado como incentivo para que Darwin trasladara tales conceptos hacia el mundo silvestre (de acuerdo con la correspondencia epistolar entre ambos) y que, varias décadas más tarde, los acuñara en su célebre Teoría de evolución biológica por selección natural.1 Traigo esto a cuento no solo porque el estrecho vínculo entre ciencias “blandas” y “duras” siempre me ha parecido fascinante y poco explorado, sino porque el paradigma del origen puede estar detrás de la noción predominante de familia como categorizador, pues en términos generales parece hacer alusión principalmente a la ancestría y parentesco entre los sujetos para establecer disecciones. Me pregunto qué diría el buen Chomsky de todo esto. A fin de cuentas, el gran lingüista de nuestros tiempos promulga justamente un paradigma distinto, el de los patrones, para acercarse al estudio de las lenguas, disciplina que él considera una ciencia dura, si no es que la ciencia de ciencias, y el lenguaje como una facultad intrínsecamente humana. Quizás la interrogante entonces sea de carácter más filosófico que lingüístico: ¿Qué es lo que encontramos en el concepto de familia que lo hace tan plástico y específico a la vez? En las Investigaciones filosóficas, Ludwig Wittgenstein apunta la semejanza familiar como la analogía más adecuada para comprender la polisemia. Según afirma el gran pensador del siglo XX:
No hay razón para buscar, como hemos hecho tradicionalmente —y de forma dogmática—, un núcleo esencial en el que se encuentre el significado de una palabra y que sea, por tanto, común a todos los usos de la misma. Deberíamos, en cambio, viajar con los usos de la palabra a través de “una complicada red de similitudes que se superponen y entrecruzan”.2
Pensemos en una familia de la que conocemos a varios integrantes, diríamos que guardan parecido entre sí, pero sería muy complejo reducirlo a unos pocos atributos conservados entre todos sus miembros; no obstante, de que se parecen no hay duda. ¿Qué los asemeja? ¿Sus facciones, sus proporciones corporales, su temperamento, sus gestos, sus posturas intelectuales, su tipo de cabello o su sentido del humor? ¿Todo y nada a la vez, quizás? ¿Un abanico de características particulares repartido de forma heterogénea entre grados de presencia y ausencia, de manera que se mezclan sin seguir una regla específica? Eso es un poco a lo que se refiere el filósofo con los parecidos familiares entre los posibles significados de una misma palabra. ¿Aplicarán estos juegos de parecidos familiares filosóficos de Wittgenstein al propio término de familia? Me inclino a pensar que sí y que de ahí proviene su encanto y tremenda versatilidad para adueñarse pedacito a pedacito del caos inacabable de la realidad. Cuando menos, en los ramales de las lenguas indoeuropeas, pues según he ido constatando poco a poco por medio de llamadas y correos, en otras tradiciones lingüísticas nuestro categorizador por excelencia no parece desempeñar una función tan predominante, al menos no lo hace en euskera, náhuatl, maya, japonés ni en distintos dialectos chinos, en todos los cuales sus acepciones tienden a limitarse al ámbito doméstico o a la parentela entre personas. Algo que me pareció curioso es que el ideograma chino para familia retrata una casita con un cerdo, lo cual remite al origen latino del término ya mencionado (famulus, entendiéndose como el patrimonio: cobijo más sustento). No queda más que cerrar volviendo a la idea original y retornar al plano de la biología. Declara Isabel Zapata respecto a su traducción de Why Fish Don’t Exist de Lulu Miller:
Recién traduje un libro de Lulu Miller en el que aprendí que los peces no existen. Llamamos “peces” a ciertos animales acuáticos, la mayoría vertebrados no tetrápodos, pero es una categoría no natural, es decir que no responde a las relaciones evolutivas de las especies. Decir “peces” es entonces como decir “seres que habitan en la montaña”, y en ese grupo entrarían igual un pájaro que una ardilla que un leñador con su camisa a cuadros.3
De paso, vale la pena insistir una vez más en que las categorías que decidamos emplear son tan solo eso, interpretaciones nada más, no necesariamente un reflejo fidedigno de la realidad, y que siempre deberían estar abiertas a renovarse ante nuevas concepciones y perspectivas.
Imagen de portada: Henri Rousseau, Tropical Forest with Monkeys, 1910. National Gallery of Art
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Para seguir tirando de ese jugoso hilo, se recomienda ver “Darwin on Language” en Babel’s Dawn, el blog sobre el origen del habla de Edmund Blair Bolles. Disponible aquí ↩
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Tomado del inciso 3.4, (PI 66), “Language-games and Family Resemblance”, de Ludwig Wittgenstein en Stanford Encyclopedia of Philosophy. Disponible en este link. Ver Investigaciones filosóficas, Trotta, Madrid, 2021. ↩
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Isabel Zapata, “Libros que muestran la salida y el camino de regreso”, blog de Gris Tormenta. Disponible aquí ↩