¡Intelijencia, dame el nombre exacto; y tuyo, y suyo, y mío, de las cosas! Juan Ramón Jiménez
El nombre es el origen de todo, pronunciamos algo y se vuelve real, o al menos es una premisa en la que creo desde hace varios años. Darle el nombre exacto a las cosas nos ayuda a entenderlas, a tocarlas, pero en un imaginario como el mexicano, en el que las palabras no siempre quieren decir lo que dicen, en el que los eufemismos le ganan la mayor parte del tiempo al significado real de las cosas, en el que existen tantos tabús y se prefiere decir en voz baja lo diferente, es complicado designar algo por su nombre real sin que a alguien del otro lado le resulte incómodo, extraño. La primera vez que escribí parálisis cerebral en un poema también me resultó extraño, aunque no del todo incómodo. Desde hace mucho convivía con ese par de palabras cuando era casi obligado explicar a alguien qué era lo que me hizo —desde siempre— ser diferente al resto de los compañeros de todas mis clases, incluidas las de inglés, natación, pintura, danza. En cambio, eso no sucedió en las terapias físicas en las que niños con parálisis cerebral, síndrome de Down, autismo, retraso mental, entre otras condiciones físicas y mentales, convivíamos varias horas al día después de la escuela. Ahí nunca hizo falta explicar nada, se daba por entendido que todos éramos diferentes y eso nos hacía iguales, eso anulaba el morbo del otro hacia lo que no funciona como debería y, por supuesto, las preguntas incómodas. Escribí parálisis cerebral en un poema que después formó parte de un libro por el que obtuve un premio nacional de poesía en la ciudad más fronteriza del país: Tijuana, y entonces empecé a hablar de mi condición a los cuatro vientos. Sin vergüenza decía que la parálisis no mordía, que la que mordía era yo. Me permití bromear sobre mi condición y hacer de ella algo visible, aunque siempre lo hubiera sido; aunque todos me vieran caminando y advirtieran lo titubeante de mis pasos al cruzar una calle, mi dificultad al abrir una lata de cocacola o mi manera peculiar de hablar. Escribir parálisis cerebral en una hoja en blanco resultó mejor de lo que esperaba. Sin embargo, la primera vez que escribí parálisis cerebral en un poema seis años atrás, tuve miedo —como nunca— de las miradas; era como salir por primera vez despeinada a la calle y arriesgarme a que alguien más se riera. A pesar de que muchas veces antes se hubieran burlado de mí; de que supiera de la angustiante sensación de ser señalada por el otro y ser ridiculizada; de que conociera todos los apodos y posibles chistes sobre mi condición y pudiera enlistarlos. Supongo que una cosa era vivirlo y otra escribirlo. Hasta ese entonces en la escritura las cosas habían sido distintas, había sido un lugar seguro para mí, uno en el que mis fragilidades físicas no resultaban evidentes, en el que las dificultades para subir una escalera sin barandal no importaban a la hora de leer. En la hoja en blanco no daba miedo subir y bajar entre verso y verso, con o sin barandales para agarrarse sin caerse. En la hoja en blanco incluso pude darme el lujo de ser anónima, lejana, y hubiera seguido así si no me asumiera en la literatura como en la vida. Soy de las personas que creen que escribir también es reconocer, darles nombre a las cosas, aunque duela. Admití en la hoja en blanco aquella fragilidad física o la carencia con la que lidiaba todos los días y fue entonces, al escribir parálisis cerebral en un poema, que aprendí a nombrarme con las palabras exactas. Escribí: esto soy.
Aprendí a hablar, a escribir y a leer mucho antes de aprender a caminar. Desde los cuatro años supe el nombre clínico de aquello que causaba la demora de mis músculos, de mis tartajeos en la voz, de mi poca destreza fina, y lo pronunciaba cada que alguien me preguntaba si “estaba malita”. Yo les contestaba que no, que al nacer no había respirado a tiempo, que el aire no llegó correctamente a mis pulmones y que eso se conocía como hipoxia neonatal. Poco a poco me cansé de dar esta explicación, la guardé solamente para cuando consideraba que el otro que preguntaba valía la pena, y simplemente respondía: tengo un problema locomotriz, sin dar los pormenores de mi nacimiento, sin contar que el daño estaba solamente en la parte de mi cerebro que controlaba las actividades físicas pero que mi capacidad intelectual y cognitiva estaba intacta, sin contar la vez en que una doctora le pidió a mi madre no encariñarse ni hacerse muchas esperanzas conmigo porque probablemente moriría muy pronto. Dejé estas conclusiones y muchas otras para quien quisiera sacarlas. A veces pienso que ni ahora ni nunca tendría que dar explicaciones de mi condición de vida, pero las doy porque las palabras son lo único que poseo para entender y hacerme entender, sobre todo en un país como México, en el que no se habla de discapacidad o diversidad funcional, como a algunos nos gusta llamarle a esta manera distinta de habitar la superficie. Un país como el nuestro en el que la inclusión no figura ni en los espacios físicos ni en los legales, un país en el que decimos pan para decir hambre. Un país en el que las personas con discapacidad ya no cuentan en los censos poblacionales a pesar de que más de siete millones de mexicanos padecen alguna diversidad funcional física o mental. Son pocas las instituciones que entienden el concepto de inclusión, más allá de instalar algunas rampas, elevadores, o de recurrir a intérpretes de lengua de señas, y eso por supuesto cuando hay suerte. Cuando no, la diversidad funcional es vista como un circo mediático, aderezado con lástima y patetismo, en el que las personas con alguna condición física o mental que se sale de la hegemonía funcional son vistas como ejemplos de vida que se sobreponen a las adversidades del entorno; una suerte de héroes trágicos que vencen su destino triste o fatídico adaptándose a un medio hostil. Esto hace que el morbo se incremente ante la diversidad funcional, pues los individuos en cuestión son apartados y estigmatizados por el otro, que se asume como alguien normal; en lugar de ser incluidos en una misma sociedad como entes que también necesitan comer, pagar cuentas y declarar ante el Servicio de Administración Tributaria. Son relegados y se consideran personas “de segunda clase”, cuyas necesidades básicas no se toman en cuenta porque simplemente no se habla de lo que nos parece incómodo, extraño.
Pero, ¿cómo se aprende a nombrar algo que duele mirar? Durante muchos años mis padres decidieron enunciar la parálisis cerebral con que nací como “el problema”, quiero pensar que para que doliera menos la vida, pues los problemas se resuelven tarde o temprano. Le dijimos esperanzadoramente “problema” a la parálisis cerebral para que nos doliera menos la carga, aunque las terapias fueran igual de pesadas y agotadoras para ambas partes, aunque mi madre tuvo que pedir permiso en su trabajo como maestra para dedicarse a mi rehabilitación física de tiempo completo durante un año y mucho tiempo más: incluso después de volver a su salón de clases, mi madre fue mi madre y mi terapista de tiempo completo, no hubo de otra. A pesar de que contrató a una terapeuta profesional que todas las tardes iba a mi casa a hacer conmigo ejercicios para fortalecer mis músculos, mi madre también tuvo que tomar al toro por los cuernos: su única hija había nacido con muchas más necesidades que las de cualquier otro niño y, en esos casos, los primeros años de vida son clave para la rehabilitación de un cuerpo diagnosticado con parálisis cerebral. Había que hacer algo rápido si querían salvarme de un futuro poco prometedor y asegurar un poco de independencia para su única hija. Recuerdo la sala de mi casa convertida en un pequeño salón de rehabilitación lleno de enormes pelotas de plástico, rompecabezas, bloques de colores, palillos y figuras de madera para armar. Mis padres mandaron a hacer un barandal metálico en el que aprendí extemporáneamente —a los seis años— a caminar. Asida de aquellos barrotes para no caerme, di mis primeros pasos. Recuerdo también haber tenido una colchoneta especial para tenderme sin miedo a hacer los ejercicios que cada tres meses me indicaban los doctores del Centro Médico Siglo XXI y que mamá apuntaba en un cuaderno Scribe. Cada tres meses, desde los cuatro hasta los doce años, mi madre, mi padre y yo viajábamos desde Iguala, Guerrero —la ciudad donde nací—, al entonces llamado Distrito Federal para mis consultas regulares. Ambos pedían permiso en el trabajo para faltar, hacer un recorrido de un promedio de cuatro horas en auto y llevarme a examinar ante los doctores, quienes, por desgracia, no siempre fueron risueños, simpáticos y amables como el doctor Gerardo Sánchez Vaca, el último neuropediatra que me trató y quien hizo que no pareciera tan tortuoso pararse a las tres de la mañana y tomar carretera hasta ver aparecer ante mis ojos los edificios y espectaculares publicitarios capitalinos desde el asiento trasero del coche en el que fingía dormir un poco.
Aprendemos a nombrar algo a partir de lo que otros consensuaron que era la palabra adecuada para designarlo, a partir de que decidieron que se llamaba así. Y aunque las palabras y sus significados sean una construcción social, también de la carne del imaginario colectivo de una sociedad están hechos los prejuicios, y ambos términos resultan contradictorios entre sí. Mientras por un lado el lenguaje busca comunicar de forma efectiva y certera las cosas y que su uso ayude a las sociedades a desenvolverse e interactuar, los prejuicios y la desinformación sobre cualquier cosa que se salga del régimen establecido logran un efecto contrario, que desgraciadamente le gana a la inteligencia, al estatus socioeconómico, a la erudición y, sobre todo, a las palabras con las que deberíamos describirnos o con las que nos describimos. Quiero decir que —salvo en los manuales de medicina de mi padre, en los que se afirma que la parálisis cerebral es una condición física que se caracteriza por una lesión cerebral que interfiere en el desarrollo normal del niño y se distingue por el daño dominante de las funciones motrices, el cual afecta el tono (contracción muscular en reposo), la postura (el equilibrio del individuo) y el movimiento— no encontré nada o casi nada que me ayudara a nombrar la parálisis cerebral, que me diera la luz necesaria para entender mi condición física y mi fragilidad, algo que me ayudara a no sentirme tan mal en la ocasión en la que, al advertir mi manera tan peculiar de andar, algún vigilante me negó el acceso a un museo argumentando que yo iba en estado de ebriedad y no pude convencerlo de lo contrario, o la vez en la que un escritor mexicano usó mi diversidad funcional para hacer memes y demeritar mi trabajo. Eso que me tranquilizara a la hora de advertir que todo lo que se debe aprender sobre las aristas que conforman la parálisis cerebral pertenece a un vacío gris que nadie toca, que nadie pronuncia. Eso que evitara que una monja me dijera que va a rezar mucho por mí para que “me cure de mi piernita” mientras espero que me atiendan en la fila del banco. Darles el nombre exacto a las cosas, como pide el poeta español Juan Ramón Jiménez en su poema “Intelijencia”, publicado en el libro Eternidades en 1918, quizá nos ayude a poder reconocerlas, a aceptarlas como son, a ponerlas a salvo del morbo y del miedo que alimentan en buena parte todos los insultos y la intolerancia, que cubren y manchan la esencia pura de la realidad. Nos ayudaría a escribir parálisis cerebral o cualquier otra enfermedad, condición o padecimiento sin el temor de ser señalados y ridiculizados, como quien sale a la calle despeinado y más de uno lo mira con malos ojos. Nos ayudaría a entender que cada quien tiene su forma de habitar, caminar, rodar, arrastrarse —derechos o inclinados— por la superficie, no solamente unos cuantos.
Imagen de portada: Ludmila Abril, Mi yo siniestro, 2019