Para hacer la guerra uno debe enfrentarse a la muerte, y es la perspectiva rutinaria de matar y morir lo que hace que la vida del guerrillero sea diferente a la de los demás. En la guerra, la vida humana se vuelve reemplazable, y el respeto por ella está supeditado a múltiples factores: los objetivos de la guerra, la conducta del enemigo, la situación del campo de batalla y, tal vez lo más importante, las tradiciones culturales y las creencias. Al final, el valor que los hombres conceden a la vida humana determina cómo se hace la guerra. —Aprendes a vivir con la muerte, te haces amigo de ella —dice Agustín, que trabaja con Haroldo1 en Radio Farabundo Martí—. Pero el miedo nunca desaparece. Si acaso, sientes un amor más fuerte por la vida. Pero, por encima de todo lo demás, está la decisión de entregarla en cualquier momento por la causa. El ethos colectivo de autosacrificio sitúa a cada combatiente en el altar de la consumación revolucionaria, como una ofrenda de sangre a los dioses de la guerra. El sentimiento que describe Agustín se llama mística, pero este término tiene un significado muy amplio. Es la fusión de la creencia ideológica, la camaradería y la emoción que impulsa a los guerrilleros a continuar su lucha; es el componente básico de la alquimia revolucionaria. En un poema llamado “Heridas”, Haroldo pone en palabras este sentimiento.
En el peor año de la guerra y en lo mejor de la batalla, el combatiente, levantando el puño abierto ante sus ojos, exclama: “Mi mano, la he perdido”.
Pero al mirar a su alrededor donde la sangre caliente de sus hermanos grita, se estremece y dice: “No importa, todavía estoy vivo”, y da otro paso adelante.
Haroldo pertenece a un amplio linaje de intelectuales latinoamericanos que se han sentido obligados por su conciencia a adoptar la causa revolucionaria. Dado que su más temprana implicación en política se remonta a un grupo literario cuando estaba en el instituto, le gusta decir medio en broma que fue la poesía lo que lo introdujo en la revolución. Su conciencia política aumentó cuando pasó a la universidad. En aquella época, a mediados de los años setenta, el fermento social estaba en ebullición en El Salvador, y las universidades eran semilleros de disidentes contra la despreciada dictadura militar. Estudiantes, sindicalistas y activistas de la Iglesia empezaban a demandar reformas políticas, a lo que el ejército y el ala derecha de la oligarquía reaccionaron con una mayor represión. Haroldo, con otros jóvenes poetas y escritores, formó un grupo literario que se reunía semanalmente en su casa. Pasado un tiempo, se dieron cuenta de que estaban siendo espiados por la policía. Aterrados, el grupo se disgregó, y cada uno se fue por su lado. Parecía que las palabras se habían vuelto peligrosas en El Salvador. El incidente hizo que Haroldo decidiera implicarse más en la incipiente lucha social. Se ofreció voluntario en su tiempo libre, mecanografiando manifiestos y escribiendo editoriales para los trabajadores en huelga. Luego, dos personas a las que conocía y admiraba fueron asesinadas en sendos tiroteos con la Guardia Nacional. Uno era un estudiante de Económicas, el otro un poeta. De repente, se revelaron como miembros de una guerrilla clandestina hasta entonces desconocida. Su muerte dio que pensar a Haroldo. Allí había unas personas que habían defendido sus ideales al precio de sus vidas. Gradualmente, el compromiso de Haroldo con un cambio social radical se profundizó, hasta que llegó el momento en que se dio cuenta de que también él estaba dispuesto a dar su vida por la causa. Otra inspiración le vino de Roque Dalton, el gran poeta disidente de El Salvador, exiliado durante mucho tiempo de su país. Era uno de los héroes de Haroldo. Dalton había escrito un poema apoyando la lucha armada, y su lectura le hizo comprender que también él tenía la opción de empuñar un arma para defender sus ideas. Aunque, de momento, pensó que su deber como poeta era “encender la llama de la lucha, mostrar al pueblo el camino hacia adelante”. Desde aquellos días, Haroldo ha aprendido que en una revolución no siempre hay tiempo para la poesía. —La organización a la que pertenezco no se había fundado exactamente con objetivos culturales —dice con ironía.
El paso final, marchar a las montañas, lo dio después de hacer una película de propaganda sobre el movimiento revolucionario que fue editada y exhibida en el extranjero. De este proyecto salió la idea de que los guerrilleros crearan su propia emisora de radio para difundir sus ideas. Se organizó, pero la persona que iba a dirigirla fue detenida, así que le pidieron a Haroldo que fuera a Chalatenango, donde el FPL estaba estableciendo un bastión, para reemplazarlo. Haroldo comprendió que aquél era el momento de la verdad. Si quería plantearse seriamente su vida como revolucionario, no podía negarse a ir. Y fue, pero se acuerda de que lloraba de miedo antes de su partida. El primer día fue espantoso. Se sentía distanciado y desplazado. Además, las condiciones soportadas por los guerrilleros eran de pesadilla aquellos días, y Haroldo admite que estuvo a punto de desertar un par de veces. Al final, fue la camaradería de sus compañeros lo que lo retuvo. Darse cuenta de que todo el mundo estaba en la misma situación que él, le dio fuerzas para continuar. Más de diez años después, Haroldo se ha endurecido. Como su amigo Agustín, sigue temiendo a la muerte, pero ahora su miedo está dominado por los reflejos condicionados de una década de guerra. Y Haroldo se ha reconciliado hace tiempo consigo mismo ante la necesidad de matar a otros. Tenía que hacerlo. Al final, afirma, “es o tú o ellos”. Un viejo refrán de América Central dice que hay dos maneras de ganar una guerra, “por las buenas o por las malas”. Sin olvidar nunca que su victoria depende de ganarse al pueblo, no de conquistar territorio, los compas han tratado de ser los buenos de la guerra. En contraste con las fuerzas armadas, el FMLN ha mostrado clemencia con los enemigos de uniforme capturados en el campo de batalla, liberando rutinariamente a los soldados de base, mientras retenía a los oficiales para el intercambio de prisioneros. Aun así, el principio rector detrás de la conducta del FMLN ha sido de un pragmatismo calculado. Cuando su hegemonía política se ve amenazada, la organización puede ser sumamente despiadada, matando a los sospechosos de ser chivatos, aplicando las prohibiciones de transporte de ámbito nacional, volando los vehículos de los transgresores o dinamitando las torres eléctricas como parte de su “guerra de desgaste” económico. Y, a mediados de los ochenta, cuando el Gobierno trataba de ampliar su influencia estimulando a candidatos civiles a presentarse a cargos políticos en las elecciones municipales, el fmln respondió atacando ayuntamientos, secuestrando y a veces matando a posibles alcaldes o alcaldes recién investidos. La campaña fue polémica, pero logró los objetivos deseados. Una vez aniquilados los últimos vestigios del dominio del Gobierno, los guerrilleros no eran cuestionados por ningún grupo político contrario en muchas zonas disputadas. Se crearon “comités ciudadanos” favorables al FMLN que, explotando su condición de civiles desarmados y el tardío deseo del Gobierno de lograr una aceptación internacional en tanto que “democracia”, empezaron a actuar de manera más abierta. Pronto empezaron a manifestarse en las ciudades por el regreso de los refugiados que se encontraban en los campamentos de Honduras y en otros lugares. Finalmente, el Gobierno accedió a sus peticiones y miles de refugiados volvieron al país, donde se reasentaron en áreas rurales bajo el control de los guerrilleros. Éste fue un éxito importante para los revolucionarios, ya que, al permitir que se produjera la repoblación, el Gobierno estaba reconociendo de hecho la existencia de una circunscripción civil del FMLN. También reforzaba las pretensiones del FMLN de ser la autoridad de facto en una tercera parte del país, en sus zonas de control. Después de años de esfuerzos por despoblar el campo mediante su táctica de tierra quemada, éste fue un revés contundente para las fuerzas armadas.
En las zonas de control, la guerra continúa, pero el ejército ya no trata de mantener una presencia fija en forma de guarniciones o milicias de “defensa civil”, ni lanza programas de acción cívica para convencer al pueblo. Los jefes del ejército saben que eso no tiene sentido. Las zonas son el corazón de la revolución, donde el FMLN ejerce una autoridad política total, y no se tolera ninguna huella de autoridad gubernamental, sea en forma de alcaldes, maestros o trabajadores sanitarios. En lugar de ello hay sistemas paralelos, como en Las Flores, para atender las necesidades diarias. Las medidas políticas autoritarias que el FMLN utiliza para ganar terreno en otras partes parecen aquí muy lejanas. Todos los que viven aquí quieren estar aquí.
Imagen de portada: Giuseppe Dezza, marcha militar en San Salvador, 1991.
Adelanto del capítulo “Hacer la guerra” de Guerrilleros. Viajes al mundo insurgente, trad. de María Tabuyo y Agustín López Tobajas, que será publicado este año por Sexto Piso. Se reproduce con autorización de la editorial.
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“Haroldo” era el nombre de guerra de Miguel Huezo Mixco, poeta salvadoreño que se unió a los guerrilleros de las Fuerzas Populares de Liberación en 1980. En 1988, cuando todavía vivía en la clandestinidad, la Editorial Universitaria de San Salvador publicó dos compilaciones de poemas de Huezo Mixco, El pozo del tirador y Tres pájaros de un tiro. Los poemas citados en este libro y atribuidos a Haroldo pertenecen a Tres pájaros de un tiro. ↩