Soldaditos rotos
Hace unas semanas un taxista metiche me preguntó a qué me dedicaba. Declararle que a la literatura sólo fue el inicio de su interrogatorio: qué era eso y, tras una respuesta inevitablemente poco satisfactoria, para qué servía. Entre mis balbuceos se reveló, al menos, una de esas iluminaciones sólo posibles en el interior de un taxi: en ese momento reconocí que ésas son las preguntas que importan. ¿Para qué sirve la literatura? A fin de cuentas, la literatura debe servir para algo más que pagar facturas y mendigar talleres creativos y colaboraciones, para algo más que convencerse de que tu anécdota en el taxi, tus acontecimientos y reflexiones más anodinas deben interesarle a alguien, ahora que los escritores de nombres más o menos noruegos y sus literaturas del yo están tan de moda. Para los aburridos ante el incontenible narcisismo de los Knausgård de turno y los epígonos del último Levrero, sus incesantes actualizaciones en redes sociales o sus artículos dedicados a conjugar el yo-mí-me-conmigo, Los niños perdidos, ensayo-crónica sobre los menores atrapados en el sistema migratorio estadounidense, brilla con una luz especial. Porque el libro de Luiselli demuestra que la literatura puede ser una actividad útil:
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para contar una historia desde dentro y sacar de su cauce oculto y administrativo un problema que nos interesa a todos. Vencer, en definitiva, esa banalidad del mal siempre oculta tras la ley y el orden, que es la tapadera para los peores crímenes que nos rodean, como ocurre con los niños que atraviesan fronteras y se someten, en solitario, al sistema judicial estadounidense. Como bien postulaba Walter Benjamin, narrar una historia consiste, sobre todo, en estar donde sucede esa historia;
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para traducir a términos legibles y comprensibles los lenguajes que, por su propia naturaleza, sortean la inteligibilidad y se despliegan en las sombras. Son los lenguajes judiciales, administrativos, corporativos, hasta de los medios de comunicación y las redes sociales los que construyen muros: la literatura los derriba;
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para provocar un diálogo. La literatura es una invitación al debate social porque cuestiona el poder y los discursos hegemónicos, que es lo que ocurre cuando Luiselli escribe este ensayo, en 2014, que cuatro años después salta al centro del debate a través de esas imágenes en las que centenares de niños permanecen en jaulas fronterizas en un nuevo acto de la farsa-Trump. Recordemos, no obstante, que los hechos narrados se inscriben en la farsa-Obama, por más que ésta haya gozado de mejor puesta en escena y recibimiento crítico.
Vayamos al asunto: cada año, un ejército silente y apenas visible de niños (pues al fin y al cabo las calles y carreteras, las ciudades y los centros de detención no se idearon para ellos) se cuela por las fronteras y amenaza las buenas conciencias de quienes piensan, desde su aburrido suburb, que el problema en realidad lo tienen en su backyard. Más aún tratándose de esos pequeños nómadas, figuras doblemente desafiantes por trashumantes y por niños, con esas miradas capaces de confrontar a la sociedad adulta y descubrir su cinismo. Un niño perdido por los caminos, metido en una jaula o frente a un juez se convierte en un espejo donde se reflejan los monstruos que creamos y no vemos: un niño nómada es una denuncia andante. Son niños como aquellos del relato de Marcel Schwob, los niños de la cruzada infantil que en el siglo XIII pretendían conquistar, impulsados por su ingenuidad, la tierra prometida. Pero la tierra prometida no es de nadie, y mucho menos de los niños. El eco del relato de Marcel Schwob resuena en este ejército abocado a la derrota de Luiselli, que en su errar soporta el discurso racista que se abate tras los muros, muestra la falta de futuro en sus lugares de origen y desvela la castración moral que representa toda frontera para los universos trashumantes. Los niños nómadas transportan historias y es importante que alguien las registre o, como es el caso, las reconstruya, pegue las piezas de estos soldaditos rotos. Sería interesante que su libro también sirviera para socavar los mitos que rodean, al norte del muro, el dramático tránsito hacía Estados Unidos, repleto de fórmulas que construyen un imaginario aún más granítico. Me refiero al supremacismo que se despliega tras el “sueño americano” y los predicados que le son propios, desde términos como el nefasto dreamers a la afirmación del regalo redentor que supone, para cualquiera, hallarse del otro lado del muro: redención de uno mismo, redención al contacto con the land of the free. Pero lo cierto es que, como propone el libro, en muchos casos el migrante se incorpora a un escenario no tan diferente del que dejó atrás: ¿pesará alguna maldición sobre el indocumentado?, ¿la maldición de la huida y de la vida sin permiso? “Quedarse es el mito fundacional de esta sociedad: en eso nos parecemos todos los que llegamos”, afirma Luiselli, aunque está claro que no todos se quedan, ni lo hacen en las mismas condiciones, y que el testimonio de estas voces imposibles, estas historias que se pronuncian “como revueltas, llenas de interferencia, casi tartamudeadas”, derribaría cualquier mito autocomplaciente. Solemos pensar que los problemas de los migrantes acaban al cruzar el Río Grande, por más que la nueva dirección del Great Again despliegue toda una estrategia de amenaza preventiva. Solemos pensar que las fronteras intermedias son consecuentes con sus denuncias ante Washington, pero el respeto de los organismos mexicanos por los migrantes de paso es aún más precario que el que les aguarda del otro lado. Las dicotomías y los prejuicios encajan mal en cualquier relato migrante todavía más cuando las cuarenta preguntas que orientan el ensayo de Luiselli, las mismas que componen el cuestionario de admisión al que se someten los niños sin documentos, se ofrecen como cuarenta vías de exploración de unas realidades que sólo adquieren su verdadera textura en las afueras de la agenda política. Captar la dimensión humana de un acontecimiento del cual obstinadamente se elimina la voz de los protagonistas es, quizás, el aspecto más útil de la literatura.
Imagen de portada: Cruzada de los niños, estampa atribuida al monogamista LIW, Holanda, 1490-1550. © The Met, Nueva York