Casi ha pasado un siglo desde que Max Weber afirmó en “La ciencia como vocación” que el sino de nuestro tiempo se caracteriza sobre todo por el desencantamiento del mundo, un fenómeno que él atribuía a la intelectualización y racionalización producidas por las formas modernas de organización social.1 Con el término desencantamiento Weber se refería a la desaparición de lo religioso y lo sagrado, pero podemos interpretar su advertencia en un sentido más político, como una referencia al surgimiento de un mundo nuevo en el que nuestra capacidad para reconocer la existencia de otras lógicas distintas a la lógica del desarrollo capitalista se pone cada día más en duda. Este “bloqueo” tiene orígenes diversos y evita que la desdicha en la que vivimos nuestro día a día se convierta en acción transformadora. La reestructuración global de la producción ha desmantelado las comunidades de clase trabajadora, al tiempo que ha profundizado las divisiones impuestas por el capitalismo en el cuerpo del proletariado mundial. Sin embargo, lo que evita también que nuestro sufrimiento se convierta en una fuerza productora de alternativas al capitalismo es el poder de seducción que ejerce la tecnología sobre nosotros, ésta parece que nos otorgara unas facultades sin las cuales vivir parece imposible. […] Cuando hablo de “reencantar el mundo” me refiero a descubrir lógicas y razonamientos distintos a los del desarrollo capitalista, práctica que considero indispensable para la mayoría de los movimientos antisistémicos y precondición para resistir a la explotación. Si todo lo que conocemos y anhelamos es lo que ha producido el capitalismo, entonces no hay esperanza alguna de un cambio cualitativo. Las sociedades que no se preparen para reducir el uso de la tecnología industrial se tendrán que enfrentar con los desastres medioambientales, la competencia por unos recursos cada vez más escasos y un sentimiento de desesperación cada vez mayor ante el futuro del planeta y el sentido de nuestra presencia en él. En este contexto, las luchas que tienen como objetivo la ruralización del mundo —como, por ejemplo, a través de la recuperación de tierras, la liberación de ríos de los embalses, la resistencia contra la deforestación y, de manera fundamental, la revalorización del trabajo reproductivo— son cruciales para nuestra supervivencia. Constituyen no sólo la condición de nuestra superviviencia física sino también del “reencantamiento” de la tierra, ya que reconectan lo que el capitalismo ha separado: nuestra relación con la naturaleza, con las demás personas y con nuestros cuerpos, a fin de permitirnos no sólo escapar de la fuerza gravitatoria del capitalismo, sino recuperar una sensación de integridad en nuestras vidas.
Tecnología, cuerpo y autonomía
Partiendo de estas premisas, afirmo que la seducción que ejerce la tecnología sobre nosotras es efecto del empobrecimiento —económico, ecológico y cultural— que cinco siglos de desarrollo capitalista han producido en nuestras vidas, incluso —o sobre todo— en los países en los que ha alcanzado su clímax. Este empobrecimiento tiene muchas facetas. Lejos de crear las condiciones materiales para realizar la transición al comunismo, según imaginaba Marx, el capitalismo ha producido escasez a escala global. Ha devaluado las actividades que reconstituyen nuestro cuerpo y mente después de consumirlos en el proceso de trabajo, esquilmando la tierra hasta tal punto que cada vez hay menos recursos para sustentar nuestra vida. […] Esta destrucción no resulta más obvia pues el alcance global del desarrollo capitalista ha puesto fuera de la vista la mayoría de sus consecuencias sociales y materiales, de modo que para nosotros se hace difícil evaluar el coste total de cualquier forma nueva de producción. […] En realidad, que el capital aplique la ciencia y la tecnología a la producción ha demostrado tener un coste tan elevado en términos de sus efectos sobre la vida humana y los ecosistemas que si se generalizara destruiría el planeta. Como a menudo se ha afirmado, sólo se podría generalizar su aplicación si tuviésemos otro planeta que seguir saqueando y contaminando.2 Sin embargo, existe otra forma de empobrecimiento que es menos visible pero igual de devastadora y que ha sido prácticamente ignorada por la tradición marxista. Se trata de la pérdida provocada por la larga historia de violencia capitalista sobre nuestras facultades autónomas. Me refiero con esto al conjunto de necesidades, deseos y capacidades que durante millones de años de desarrollo evolutivo en estrecha relación con la naturaleza se han sedimentado en nosotros y que constituyen uno de los orígenes principales de nuestra resistencia a la explotación. Me refiero a nuestra necesidad de sol, viento y cielo, la necesidad que tenemos de tocar, oler, dormir, hacer el amor y estar al aire libre, en lugar de estar enclaustradas (mantener a los niños encerrados entre cuatro paredes sigue siendo uno de los retos más importantes para los maestros de muchos lugares del mundo). La insistencia en la construcción discursiva del cuerpo nos ha hecho perder de vista esta realidad. Pero esta estructura acumulada de necesidades y deseos, que ha constituido la precondición para nuestra reproducción social, ha presentado un poderoso límite a la explotación del trabajo. Por eso, desde sus primeros pasos, el capitalismo ha tenido que librar una guerra contra nuestro cuerpo, convirtiéndolo en un significante de todo aquello que es limitado, material y opuesto a la razón.3
La intuición de Foucault respecto a la primacía ontológica de la resistencia4 y nuestra capacidad de producir prácticas liberadoras puede explicarse por estos motivos. Es decir, se puede explicar partiendo de una interacción constitutiva entre nuestros cuerpos y un “afuera” —llámese el cosmos, el mundo natural—, que ha resultado enormemente productiva en términos de capacidades y de visión e imaginación colectiva, aunque esté mediada obviamente por la interacción social/cultural. Todas las culturas del sur de Asia —como nos recuerda Vandana Shiva— tienen su origen en sociedades que vivían en estrecho contacto con los bosques.5 Además, los descubrimientos científicos más importantes tuvieron lugar en las sociedades precapitalistas, en las que las vidas de las personas estaban profundamente marcadas, en todos los aspectos, por la interacción cotidiana con la naturaleza. Hace cuatro mil años los observadores del cielo babilonios y mayas descubrieron y dibujaron mapas celestes que reflejaban las principales constelaciones y los movimientos cíclicos de los cuerpos celestiales. Los marineros polinesios podían navegar en alta mar aunque fuese noche cerrada y alcanzar la orilla leyendo las olas del océano —tal era el nivel de sensibilidad de sus cuerpos a los cambios de la ondulación y las oleadas del mar—. Los pueblos nativos de América de la época previa a la conquista producían los cultivos que ahora alimentan a la población mundial, con una maestría que las innovaciones agrícolas de los últimos 500 años no han podido superar; y éstos generaron una abundancia y diversidad sin parangón en ninguna otra revolución agrícola. Recurro a esta historia, tan poco conocida y rumiada, para subrayar el gran empobrecimiento que hemos experimentado en el curso del desarrollo capitalista, y que ningún ingenio tecnológico ha podido compensar. En efecto, podríamos escribir una historia de la desacumulación de nuestros conocimientos y capacidades precapitalistas en paralelo a la historia de la innovación tecnológica capitalista; ésta es la premisa sobre la que el capitalismo ha erigido la explotación de nuestro trabajo. La capacidad de interpretar los elementos, de descubrir las propiedades medicinales de las plantas y las flores, de obtener el sustento de la tierra, de vivir en el bosque o la selva, de guiarse por las estrellas y los vientos a través de caminos y mares, era y sigue siendo una fuente de “autonomía” a destruir. El desarrollo de la tecnología industrial capitalista se ha construido sobre esa pérdida y la ha amplificado. El capitalismo no sólo se ha apropiado del conocimiento y capacidades de los obreros en el proceso de producción de tal modo que, como decía Marx, “el medio de trabajo [aparece] como medio de dominación, de explotación y empobrecimiento del obrero”. Como explico en Calibán y la bruja, la mecanización del mundo estaba fundamentada y precedida por la mecanización del cuerpo humano, que en Europa se llevó a cabo mediante los “cercamientos”, la persecución de los vagabundos y la caza de brujas de los siglos XVI y XVII. A este respecto, es importante recordar que una tecnología no es un dispositivo neutral sino que conlleva un sistema de relaciones específico, “una red infraestructural de condiciones técnicas, sociales y psicológicas”6 y un régimen disciplinario y cognitivo que captura e incorpora los aspectos más creativos del trabajo vivo empleado en el proceso de producción. Esto sigue ocurriendo en el caso de la tecnología digital. Aun así, es difícil desengañarse de la idea de que la llegada del ordenador ha sido beneficiosa para la humanidad, de que ha reducido la cantidad de trabajo socialmente necesario y aumentado nuestra riqueza social y nuestra capacidad de cooperación. Y es que, si se tiene en cuenta lo que ha hecho falta para alcanzar la informatización, cualquier visión optimista de la revolución de la información y la sociedad del conocimiento queda ensombrecida. […] La informatización también ha expandido la capacidad militar de la clase capitalista y su vigilancia de nuestro trabajo y nuestra vida —unas consecuencias que hacen palidecer los beneficios que podemos obtener del uso del ordenador personal—. Lo que es más importante, la informatización no ha reducido la jornada semanal, algo que han prometido todas las utopías tecnológicas desde la década de 1950, ni la carga de trabajo físico. Ahora trabajamos más que nunca. Japón, la tierra natal del ordenador, se ha puesto a la vanguardia mundial con un nuevo fenómeno conocido como “muerte por exceso de trabajo” [karōshi]. Por otra parte, en Estados Unidos muere cada año un pequeño ejército de trabajadores por accidente laboral —los casos se cuentan por miles— y muchos más contraen enfermedades que abreviarán su vida. […]
Gracias al ordenador ahora millones de personas trabajamos en situaciones en las que cada movimiento que hacemos es monitorizado, registrado y, potencialmente, castigado; las relaciones sociales se desmoronan mientras pasamos semanas delante de nuestras pantallas, renunciando al placer del contacto físico y a la conversación cara a cara; la comunicación se ha vuelto más superficial, ya que la seducción de la respuesta inmediata termina reemplazando las cartas meditadas por intercambios superficiales. También nos vamos dando cuenta de que el ritmo rápido al que nos están acostumbrando los ordenadores genera cada vez más impaciencia en nuestras interacciones cotidianas con otras personas, que no pueden ser tan rápidas como una máquina. En este contexto, tenemos que rechazar el axioma que solemos encontrar en los análisis del movimiento Occupy de que la tecnología digital (Twitter, Facebook) es una correa de transmisión de la revolución global, la chispa que prendió la “Primavera Árabe” y el movimiento de las plazas. Sin duda, Twitter puede sacar a millones de personas a la calle, pero sólo si ya están movilizadas. Pero no puede dictar cómo nos juntamos, si de manera secuencial o si lo hacemos de esa forma comunal y creativa que hemos vivido en las plazas, fruto del deseo por el otro, por la comunicación cuerpo a cuerpo y por un proceso de reproducción compartido. […] En realidad, las regiones con la tecnología menos avanzada desde el punto de vista capitalista son las que viven una lucha política más intensa, y en las que existe también una mayor convicción ante la posibilidad de cambiar el mundo. Ejemplo de ello son los espacios autónomos creados por los campesinos y las comunidades indígenas en América Latina que, a pesar de siglos de colonización, han mantenido las formas de reproducción comunales. Actualmente las bases materiales de este mundo están sufriendo un ataque nunca visto. Son el objetivo de un proceso incesante de cercamiento dirigido por las empresas de la minería, el agronegocio y los biocombustibles. El hecho de que ni siquiera los Estados latinoamericanos con fama de “progresistas” hayan podido superar la lógica del extractivismo es una muestra de la profundidad del problema. El actual ataque sobre la tierra y el agua se ve agravado por el intento igualmente pernicioso que están realizando el Banco Mundial y una plétora de ONG de poner todas las actividades de subsistencia bajo el control de las relaciones monetarias a través de la política del crédito agrícola y las microfinanzas, y que han convertido en deudores a multitudes de comerciantes, granjeros y proveedores autosuficientes de alimentos y cuidados, la mayoría de ellos mujeres. Pero a pesar de esta violencia, este mundo, que algunos llaman “rurbano” para resaltar su dependencia simultánea de la ciudad y el campo, se niega a marchitarse. Muestra de ello son la proliferación de los movimientos de ocupación de tierras, las guerras del agua y la persistencia de prácticas solidarias como el tequio,7 incluso entre quienes han emigrado al extranjero. […] Desde las montañas de Chiapas hasta las llanuras de Bangladesh, muchas de estas luchas han estado lideradas por mujeres, que han tenido una presencia clave en todos los movimientos de ocupación y reclamación de tierras. Enfrentadas a la nueva ronda de privatización de la tierra y al aumento del precio de los alimentos, las mujeres han intensificado también su actividad agrícola de subsistencia y para ello se han apropiado de cualquier tierra pública a su alcance, transformando en el proceso el paisaje urbano de muchas localidades. […]
Otras razones
En definitiva, lo que estamos presenciando es una “transvaloración” de los valores políticos y culturales. Del mismo modo que el camino marxista hacia la revolución tenía a sus líderes en los trabajadores industriales, estamos empezando a darnos cuenta de que los nuevos paradigmas podrían ser aquellas personas que luchan por liberar su reproducción del yugo del poder corporativo y preservar nuestra riqueza común en los campos, las cocinas y los pueblos pesqueros de todo el planeta. También en los países industrializados, como ilustra Chris Carlsson en Nowtopia, hay cada vez más personas en busca de alternativas a una vida regulada por el trabajo y el mercado, porque en el régimen de la precariedad, el trabajo ya no puede ser una de las fuentes de identidad y porque éstas requieren ser más creativas. En esta misma línea, las luchas obreras actuales siguen patrones distintos a la huelga tradicional, lo que refleja la búsqueda de nuevos modelos de protesta y nuevas relaciones entre los seres humanos y entre los seres humanos y la naturaleza. Observamos el mismo fenómeno en el desarrollo de las prácticas de creación de lo común, como los bancos de tiempo, las huertas urbanas y las estructuras de responsabilidad comunal. También lo podemos ver en la preferencia por los modelos andróginos de identidad de género, el auge de los movimientos transexual e intersexual y el rechazo queer del género, que implica el rechazo a la división sexual del trabajo. También debemos mencionar la expansión global de la pasión por los tatuajes y el arte de la decoración corporal que está creando comunidades nuevas e imaginadas que traspasan los límites del género, la raza y la clase. Todos estos fenómenos no sólo indican que se están averiando los mecanismos disciplinarios, también revelan el profundo deseo de remodelar nuestra humanidad de formas distintas, y de hecho opuestas, a las que se nos han intentado imponer durante los siglos de disciplina industrial capitalista. […] Producir seres humanos o verduras para nuestra mesa es, de hecho, una experiencia cualitativamente diferente a la de producir automóviles, ya que requiere una interacción con procesos naturales cuyas modalidades y tiempos no controlamos. Por definición, el trabajo reproductivo tiene el potencial de generar una comprensión más profunda de los límites naturales en los que operamos en este planeta, un elemento esencial del reencantamiento del mundo que estoy proponiendo. Por el contrario, el empeño por forzar el encaje del trabajo reproductivo en los parámetros de la organización industrial del trabajo ha tenido efectos especialmente dañinos. Una muestra de ello son las consecuencias de la industrialización del parto, que ha convertido un acontecimiento que podría ser mágico en una experiencia alienante y espantosa.8 Estos nuevos movimientos sociales nos permiten vislumbrar de distintas formas el surgimiento de otra racionalidad que no sólo se opone a la injusticia social y económica sino que también nos reconecta con la naturaleza y nos permite reinventar lo que significa ser un humano. Por ahora esta nueva cultura sólo es un atisbo en el horizonte, pues la impronta de la lógica capitalista en nuestra subjetividad sigue siendo muy fuerte. La violencia que ejercen los hombres sobre las mujeres en todos los países es una muestra del largo camino que nos queda por recorrer antes de poder hablar de comunes. También me preocupa que algunas feministas estén cooperando con la devaluación capitalista de la reproducción, como demuestra su miedo a admitir que las mujeres pueden tener un papel especial en la reorganización del trabajo reproductivo y la tendencia generalizada a considerar las actividades reproductivas como actividades necesariamente tediosas. Esto, en mi opinión, es un grave error: como el trabajo reproductivo constituye la base material de nuestra vida y es el terreno principal en el que podemos practicar nuestra capacidad de autogobernarnos, es la “zona cero de la revolución”.
Tomado de Silvia Federici, Reencantar el mundo. El feminismo y la política de los comunes, María Aranzazu Catalán Altuna (trad.), Traficantes de Sueños, Madrid, 2020, pp. 267-279. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Ryan Whelan, The Sum of my Surroundings No.1, 2020. Cortesía del artista
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Max Weber, “Science as a Vocation” (1918-1919) en For Max Weber: Essays in Sociology, H. H. Gerth y C. Wright Mills (eds.), Oxford University Press, Nueva York, 1946, p. 155 [ed. cast.: “La ciencia como vocación”, en El político y el científico, Alianza Editorial, Madrid, 2015, p. 229]. ↩
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Mathis Wackernagel y William Rees, Our Ecological Footprint: Reducing Human Impact on the Earth, New Society Press, Gabriola Island (Canadá), 1996. ↩
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Véase Federici, Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation, Autonomedia, Brooklyn (NY), 2004, especialmente el capítulo 3 [ed. cast.: Calibán y la bruja: Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva, Traficantes de Sueños y Tinta Limón, Madrid y Buenos Aires, 2010]. ↩
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De la que se habla en Michael Hardt y Antonio Negri, Commonwealth, Harvard University Press, Cambridge, 2009, p. 31 [ed. cast.: Commonwealth: el proyecto de una revolución del común, Akal, Madrid, 2011]. ↩
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Vandana Shiva, Staying Alive: Women, Ecology and Development, Zed Books, Londres, 1989 [ed. cast.: Abrazar la vida. Mujer, ecología y supervivencia, Horas y Horas, Madrid, 2004]. ↩
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Otto Ullrich, “Technology” en Wolfgang Sachs (ed.), The Development Dictionary: A Guide to Knowledge as Power, Zed Books, Londres, 1992, p. 285 [ed. cast.: Diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder, PRATEC, Perú, 1996, pp. 360-376]. ↩
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Tequio es una modalidad de trabajo colectivo, cuyo origen se remonta a la Centroamérica precolonial, por la que los miembros de una comunidad suman esfuerzos y recursos para llevar a cabo proyectos comunitarios como una escuela, un pozo o una carretera. ↩
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Robbie Pfeufer Kahn, “Women and Time in Childbirth and Lactation” en Frieda Johles Forman y Caoran Sowton, Taking Our Time: Feminist Perspectives on Temporality, Pergamon Press, Nueva York, 1989, pp. 20-36. ↩