“Bajaron los guerrilleros de la sierra.” “Han bajado los indios con sus rosarios de manzanilla.”1 “Lo bajaron del cerro a tamborazos.” La sierra, el cerro, las cordilleras han representado en el imaginario mexicano el lugar del otro, la otredad. De allá “bajan” las amenazas, los fantasmas, las maravillas. De allá hay que “bajar” a quienes están “fuera de la ley”. México es un espacio atravesado por fronteras altitudinales; es un papel arrugado —como dijo Hernán Cortés—, un mapa que jamás se extiende y más allá de la serranía azulada está lo desconocido. (Tan al alcance de la mano.) Pero esas sierras, esas zonas grises de la cartografía, están también dentro las mismas urbes. ¿Cómo se relaciona la experiencia que tenemos del espacio y las representaciones que hacemos del mismo, con la política? Y viceversa. Pues la política no sucede en un espacio vacío. O en uno que pueda transformarse ad libitum gracias a la tecnociencia. Lo político sucede ante, y sobre, un espacio. Pero la experiencia del espacio es siempre anecdótica y el máximo acuerdo intersubjetivo se logra mediante la cartografía y el análisis estadístico de bases de datos. Empezaré con esto, con la moción de asir el espacio. En 1961, Jorge Luis Borges republicó en El hacedor ese maravilloso texto intitulado “Del rigor en la ciencia”:
En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia.
Como hiciera antes sobre Hume y el “problema de la inducción” en “Funes el memorioso”, “Del rigor en la ciencia” aparecía entonces como una burla a una cuestión y a una corriente epistemológica —en este caso, el realismo—: el afán de aprehender al mundo en una representación no sólo es imposible, es risible, porque el mapa del mundo tendría que ser, necesariamente, del tamaño del mundo. Sin embargo, en 2011, Agustín Fernández Mallo publicó un cover de ese texto en El hacedor (de Borges) Remake, mismo que tuvo que ser retirado por Alfaguara de los estantes de las librerías luego de una polémica demanda por derechos de autor lanzada por María Kodama, la heredera del escritor argentino. Fernández Mallo sólo agregó dos palabras a “Del rigor en la ciencia”:
En aquel Imperio —preGoogle Earth— el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia.
Esas dos palabras cambiaron totalmente el sentido del texto: pasamos de un problema epistemológico irresoluble a una suerte de vestigio de las imposibilidades de nuestros ancestros que, ahora, gracias a la tecnociencia, se veía con los mismos ojos paternalistas con que se ya se leía en 1961 Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne. Google Earth parecía prometer en 2011 que no sólo se tenía al mundo ahí, en la representación, sino algo mucho “más grande” que el mundo: millones de fotografías de cientos de miles de usuarios (escombros de la mirada de otros vía Panoramio), entradas enciclopédicas, conversaciones a través del tiempo y el espacio; grupos como AntWeb utilizaban la plataforma para señalar la distribución y abundancia de especies de hormigas y se hablaba de cómo sería Google Earth una gran herramienta para la difusión del estudio de la biodiversidad. En otras palabras, habíamos pasado del sueño imposible de “Del rigor en la ciencia” a la pesadilla posible de “El Aleph”. Sin embargo, ahora en 2018, no sólo El hacedor (de Borges) Remake de Fernández Mallo, está fuera del mercado sino que también han “desaparecido” millones y millones de datos de Google Earth: Google compró Panoramio para después eliminarla junto con la mayoría de las imágenes (mismas que, en millones de casos, migraron a Mapillary y otras plataformas menos populares); por más que lo intenté, me fue imposible instalar la app de AntWeb, etcétera. El mapa se hizo más pequeño. Peor, ha seguido creciendo el mapa, pero se volvió aún más selectivo, privilegiado: ahora Google Earth muestra automáticamente información de la National Geographic, el mundo mágico de Cousteau, o el gobierno de los Estados Unidos. Se ha vuelto turístico: con opciones para ver dónde practicar surf o buceo y una barra literalmente intitulada “guía turística”. Seleccionar la información que aparece en una representación del espacio para satisfacer los intereses de los pequeñísimos grupos de personas privilegiadas no es una práctica nueva, por supuesto. Básicamente toda la historia de la cartografía nos muestra eso: desde la elección de lo que está “arriba” o al “centro” en un mapa, el trazo de las rutas comerciales o el posicionamiento de los recursos que son usados por unos cuantos hasta, valga repetir, el señalamiento de lugares turísticos que sólo interesan a quien se puede dar el lujo de ser turista. Todo lo demás suele relegarse a zonas grises, “vacías”. Los mapas nacionales que veían los niños y las niñas en las escuelas durante el siglo XX eran una representación de la propaganda patriótica: después de la frontera hay nada, un espacio en blanco (por ejemplo, en esa línea vertical que “separa” a México de Guatemala en el sureste). En la era de la Aldea Global la metáfora es Google Earth, donde las zonas grises son aquellas que son irrelevantes para el ciudadano global: la mayor parte del mundo. Pero los guerrilleros bajaron de la sierra, “han bajado los indios con sus rosarios de manzanilla”. En 2009, Robert D. Kaplan publicó un artículo que serviría de adelanto de su próximo libro: La venganza de la geografía. Aunque artículo y libro tienen el panfletario objetivo de abogar por el intervencionismo estadounidense reciclando los argumentos centenarios de MacKinder en pro del colonialismo inglés, Kaplan señala dos asuntos que son relevantes para este texto: 1) la comunicación inmediata entre individuos de grandes centros metropolitanos (Guadalajara y Monterrey, Tijuana y Shanghái, etcétera) crea la ilusión de que todo y todos aquellos que están entre uno y otro punto también están interconectados y 2) también se crea la ilusión de que todos aquellos quienes viven en un centro metropolitano también lo están, cuando en realidad la mayor parte de las ciudades de nuestro querido tercer mundo yacen en zonas grises para los propios habitantes de la ciudad. Valga una pregunta de ejemplo para ambos puntos: ¿qué porcentaje de los tweets, sobre alguno de los hashtags políticos más representativos del último par de años, está geolocalizado en las zonas de nuestras ciudades donde vive la mayor parte de la población (digamos, en Iztapalapa o Ciudad Azteca)? La política sucede en un lugar. Las políticas económicas/sociales/etcétera suceden sobre un lugar. Se administra, por usar el vocabulario neoliberal, un espacio. Pero, a pesar de toda nuestra tecnología, no sólo la experiencia del espacio sigue siendo anecdótica, sino que se ha creado la ilusión de que “ya no lo es”. Y nuestros tomadores de decisiones, miembros casi siempre de los sectores más privilegiados de la sociedad, actúan en consecuencia. Es decir, en el mejor de los casos creen que el espacio —“con sus pueblos y sus gentes”, como decían los decretos de las encomiendas coloniales— son un palimpsesto de sus propias experiencias, lo que se imaginan que sucede en esos lugares grises a donde nunca han ido, o sólo han pasado a la carrera, más una interpretación de la información geográfica-demográfica a partir de esas mismas experiencias individuales. Así, no es de extrañar que en el último par de décadas hayan proliferado dos tipos de actividades entre los alcaldes alrededor del mundo. Por un lado, la gentrificación: un programa segregacionista que tiene por objetivo modificar el espacio para que se parezca a esos entornos soñados o idealizados, propios o ajenos al país, donde sólo ha de vivir una comunidad específica, un “nosotros” ideal para empresas y gobiernos, y de donde se fuerza a la comunidad que ahí residía a desplazarse hacia las zonas grises del mapa. A eso le llaman progreso: a tornar invisibles a quienes antes eran visibles. Por otro lado, la transformación-espectáculo: dotar de “realidad aumentada” al centro histórico de una ciudad de provincia, a los lugares turísticos, construir playas y pistas de hielo efímeras para traer aquí a esa parte del mundo que está lejos. A eso le llaman progreso: a la imitación localizada que desdeña al resto del territorio. Todo eso sí puede aparecer en Google Earth con bombo y platillo. En ambos casos, para países como México por lo menos, dichas prácticas amplían aún más el territorio gris, desconocido, ese lugar “fuera de la ley” de donde “bajan” las amenazas para el statu quo… Pero también las maravillas.
Imagen de portada: Los dos hacen uno, caricatura de Luis XVI y María Antonieta.
Escribió Juan Rulfo, en Pedro Páramo, marcando la diferencia entre los habitantes de Comala y aquellos que “bajaban”. ↩