Los atajos de la luna
Después de leer tres libros de poesía y una antología de Claudia Berrueto (Saltillo, 1978) reconozco con más claridad sus obsesiones temáticas, estrategias formales, atmósferas, velocidades y cadencias rítmicas. Para empezar, identifico que su escritura busca, en la contención verbal, el esbozo de un dilema existencial; en esos trazos mínimos se revela también la imposibilidad del lenguaje para abordar —en su plenitud abismal o extática— la experiencia de lo real. Los primeros indicios de un dibujo, y no de una pintura, descubro en cada poema. La línea de un dibujo que avanza, se repliega, retrocede más allá de su punto de partida para, una vez más, internarse en lo ignoto de la página blanca. Entre lo figurativo y lo abstracto, el minimalismo de su decir apela a los significados y a los ocultamientos de un paisaje humano marcado por el dolor, la pérdida, la nostalgia, el deseo, la infancia, territorios casi siempre desolados o fantasmales.
El nombre de su libro Sesgo (2016), volumen reconocido con el Premio Carlos Pellicer para Obra Publicada, con ediciones en Ecuador y en Chile, me concede otra clave, el santo y seña de una probable poética. En esa palabra de dos sílabas, de cinco letras, Berrueto toma partido por lo oblicuo versus lo recto de una visión del mundo. Por lo torcido y lo cortado, según otras acepciones del término. Contra la armonía y contra la arcadia. Las imágenes que aparecen en sus poemas están muchas veces distorsionadas como por un efecto de refracción. Dice en algún momento en sus páginas: “mi boca es un pantano de devoción/ manca y coja desvaría sobre los manteles que extiendo/ […] en mi boca la boca del agua luce su herida”. En su más reciente entrega, Bajo el mármol lunar, la poeta saltillense remarca ese territorio de duelo y expiación. Ahora, la luz de la luna aporta ese enrarecimiento, esa distorsión de los objetos y del entorno. Más cercanos a las ambientaciones lunares de Xavier Villaurrutia que a los carnavales noctámbulos de Jules Laforgue y Leopoldo Lugones —dos lunáticos clásicos de la lírica moderna—, incluso, más en sintonía con la atmósfera metafísica de la obra de Giorgio de Chirico, los escenarios de este volumen —el ámbito doméstico, los lugares de la infancia, las querencias del amor— se iluminan con una luz de inquietante expectación. La plata de la luna como un atajo a la herida de la infancia o de la despedida, camino de apariciones y exorcismos: “un recinto blanco por el que deambulo,/ un muro al que le pido más umbrales/ para atravesar su aire/ y volver enjoyada con la luz de la luna/ a la noche cimarrona”.
Dividido en tres apartados, “Mármol creciente”, “Mármol lleno” y “Mármol negro”, este libro se construye bajo la premisa de un todo unitario, pero también alude a la progresión de las fases de la luna, el avance gradual de la luz hasta alcanzar la plenitud luminosa que luego desciende a la oscuridad total. Este último movimiento es una elegía a la madre: catorce poemas que permiten a la poeta encontrarse con su origen, interpretar símbolos premonitorios de la pérdida, tender puentes entre el pasado doméstico de la familia y las preocupaciones del día a día. En la poesía mexicana, el tema de la pérdida de la figura materna reúne una breve colección de piezas de singular hondura expresiva, casi todas exentas del desgarramiento que exponen habitualmente las elegías dedicadas al padre. En la manera sutil y serena de abordar la muerte de la madre, de mostrar arqueologías y simbologías íntimas como sucede en “Doña Luz” de Jaime Sabines, Oscura palabra de José Carlos Becerra y El mar del otro lado de Vicente Quirarte, reconozco los emplazamientos de esta sección del volumen: “Durante el sueño te encuentro joven y ocupada frente a/ un cuaderno/ sumando y restando por mí./ yo estoy debajo de la mesa y observo tus piernas,/ logro arrastrarme torpemente/ y lleno mis brazos con tu cuerpo cálido y antiguo”. En otro momento, Claudia Berrueto, en una suerte de relevo generacional, trama el reencuentro de su hija con su madre, es decir, posibilita la comunión de la nieta con la abuela a partir de un vestido hallado en el ropero de la difunta: “Sofía,/ aún en el vértigo de tener el mismo cuerpo de su abuela,/ se quedó dormida con el vestido puesto./ en ella descansas./ cosas que no vemos:/ dentro de un vestido de novia/ duermen dos niñas”.
Repasando los poemas de su primer libro, Polvo doméstico (2009), por el que recibió el Premio Nacional de Poesía Tijuana, se puede confirmar que el orbe familiar ocupa un reducto fundamental en su escritura. Padres, hermanos, parejas e hija. El tronco y las ramas. Rituales de lo cotidiano. Desde aquel volumen que marcó su debut lírico y hasta el presente, Bajo el mármol lunar, sus poemas no han dejado de ser “retornos maléficos” para decirlo en clave lopezvelardeana. En sus libros, Berrueto siempre vuelve al lugar de la iniciación dolorosa y al jardín en ruinas. Entre un título y otro —una travesía poética de quince años—, el paisaje anímico no ha cambiado mucho. La reserva verbal se mantiene, aunque con ciertas libertades para la divagación y el extravío. En el presente título, aparecen epígrafes extraídos de letras de canciones de grupos de rock alternativo y punk —Echo & the Bunnymen y Buzzcocks— al lado de versos de poetas admirados y tutelares; en el primer caso, ese guiño a la cultura pop comparte una banda sonora que alude a una educación sentimental. Atajos sensoriales, como la magdalena de Proust, para arribar al pasado. Por su parte, las líneas de Jaime Sabines, Carlos Pellicer, Miguel Hernández, Héctor Viel Temperley, Olga Orozco y Roberto Juarroz que la poeta elige como epígrafes, fuera de cualquier lujo literario, funcionan aquí como puntos de partidas, mecanismos verbales propiciatorios para indagaciones personalísimas. Me parece que en el caso de Juarroz existe una simpatía más profunda, un parentesco en términos de tradición poética, toda vez que, en la obra del argentino, la desconfianza ante el poder de la palabra para enunciar empata con las convicciones de la poeta mexicana. Es verdad que el autor de Poesía vertical pondera una indagatoria filosófica donde lo vivencial resulta una deriva, un pretexto tangencial. En cambio, para Claudia Berrueto el apremio vital se resuelve al interior del lenguaje mismo, en sus claudicaciones y en las imposibilidades de las palabras: “me deshago de mis aparejos de transeúnte en la cocina/ y me siento a respirar la paz de mis ceniceros”.
Tanto en “Mármol creciente” como en “Mármol lleno” hace su aparición la condición animal del ser humano, la supremacía del instinto sobre la razón, la criatura esencial de la existencia: “¿en qué plaza se quedó tu siamés canino?”. A veces este desdoblamiento surge por lo que parece una metamorfosis o derivado del mito del nahual: “toda la noche la brisa de los ladridos humedeció el patio/ […] al anochecer/ empecé a ladrar./ mi hocico es la noche”. El efecto de la luna trasciende a las mareas y los seres vivos y es también liberador de la conciencia, estímulo para avanzar más allá de convenciones lógicas y morales: “los animales de la distancia me miran desde su imposible pelaje/ vienen a lamer mi cama/ sus cuerpos largos y delgados/ como vértebras del aire/ me declaran parte de la manada”.
En el paisaje nocturno de Bajo el mármol lunar los colores que sobresalen en la mayoría de los poemas son el blanco y el negro, una paleta cromática binaria como otros aspectos del libro. Binarios, no maniqueos, conviene precisar. No es casual que en la poesía de Claudia Berrueto aparezcan homenajes a Charles Chaplin y a Buster Keaton, estrellas de la cinematografía silente, por supuesto, en blanco y negro. También rinde tributo a Emilio “el Indio” Fernández por su película Maclovia (1948), que tuvo en los roles estelares a María Félix, Columba Domínguez y Pedro Armendáriz. Noche y niebla. Sombras y ecos. Confluencia de los vivos con los muertos. Pasajes que bien podrían aparecer en un poema de Edgar Allan Poe donde el amor y la muerte respiran el mismo aire: “Te recuerdo mirando un ataúd roto y vacío/ en el Panteón de Dolores./ las estatuas persiguieron nuestras sombras ese día/ y fueron tantos los muertos que nos mostraron su hospitalidad”. O, también, como en “la capilla oceánica” del poema de López Velarde, el más allá intemporal se reúne con el aquí y el ahora: “a tu lado soñé a mi madre;/ bajo el agua la visitamos en su comedor,/ nos reflejamos en la vitrina./ en tu cuerpo se calcaba mi mano aun sin tocarte./ carecíamos de peso”. Por todo ello es que, en este libro, la luna es página y, al mismo tiempo, escritura insumisa y convulsa.
Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 2024.
Imagen de portada: Annie Spratt, un hombre montando una tabla de snowboard por una pendiente cubierta de nieve, 2024. Unsplash ©.