Algunas experiencias con la adivinación

Futuro / dossier / Diciembre de 2020

Papús von Saenger

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Who is the third who walks always beside you? T. S. Eliot


Un día, hace 18 años, estaba en mi casa durmiendo cuando sonó mi celular. Miré con resentimiento la pantalla a pesar de que era tarde y lo dejé sonar un poco para camuflar mi voz de dormido. “¿Qué haces hoy?”, me preguntó una amiga y me contó que en un par de horas tenía una cita con una reconocida lectora de tarot; que tuvo que esperar varias semanas antes de obtener un espacio, pero que no iba a poder ir por complicaciones en su trabajo, así que me cedía su turno. Llegué a una pequeña casa en Lomas de Chapultepec, toqué el timbre, una trabajadora del hogar me abrió la puerta y me acompañó en silencio hasta la sala de consulta que se encontraba en el segundo piso. Ahí me recibió una mujer sentada detrás de una mesa, que me invitó a tomar lugar con un gesto de su mano. Lo más extraño de la situación era su normalidad, lo alejada que estaba del márketing iconográfico que los medios hacen de los videntes: la tarotista era una mujer afable, con estudios universitarios, viajada y bien vestida y, aunque en la sala había un altar con algunos amuletos y recuerdos de otros países, estaba muy alejada de los Walter Mercado y de la extravagancia que asociamos con los charlatanes. La mujer me preguntó mi nombre, me hizo recitar un mantra y me pidió que me concentrara mientras barajeaba las cartas que tuve que cortar en tres y colocar sobre la mesa. Tomó el primer montón, lo acomodó en una tirada y me miró con cara de repulsión: “Vives en un lugar horrible”, me dijo consternada. En esa época de mi vida compartía un departamento en la Condesa con dos amigas que iniciaban una carrera en el submundo de la música alternativa urbana, y nuestro hogar se convertía, varias veces por semana, en un after clandestino donde las fiestas se prolongaban más allá del amanecer. La mujer volvió a extender otra fila de cartas y retomó el semblante de asco; creo que percibió más detalles de los que hubiera querido. “Deberías de salir de donde vives y buscarte algo por aquí”. Pero la solución que proponía conllevaba algunos problemas logísticos: la plusvalía de aquel barrio reposa en la exclusividad que les garantiza a sus residentes que artistas, truhanes de poca monta y gente sin linaje se conviertan en sus vecinos. Esta invitación tuvo como efecto que la incredulidad se instalara en mí, desacreditando un poco el resto de la lectura. La vidente tomó el segundo montón de cartas y las repartió sobre la mesa. “¿Quién es un hombre de signo Leo?”. Me quedé pensando en varias opciones y ante mi hesitación precisó que se trataba de un hombre mayor. “¿Puede ser mi padre?”, pregunté tímidamente. “Sí, creo que es tu padre”, y se quedó pensando unos segundos: “Tienes una mala relación con él, pero te aconsejo cerrar ese círculo porque se va a morir en ocho meses y es mucho más difícil reconciliarse con los muertos”.

Sophy Hollington, As Soon As We To Be Begun, 2018. Cortesía de la artista

A pesar de mi escepticismo, ese fin de semana me invité a comer a casa de mi padre. Él era parte de esa generación de hombres que establecía una estricta ley de silencio en torno a su vida interior. Era una eminencia en acallar sus sentimientos y, como tantos de mis contemporáneos, mi educación y mi bienestar estuvieron en manos de una persona que a veces me era totalmente extraña. Nos sentamos a comer y cuando terminamos se instauró una sobremesa que duró casi doce horas y muchas botellas de vino: mi padre me contó su infancia con lujo de detalles, me habló de mis abuelos, a quienes no conocí, ventiló varios traumas de posguerra que arrastraba en su psique, me dio su versión sobre sus varios matrimonios fallidos, analizó la relación que tenía con mi hermana y conmigo… El flujo de información fue enorme, un poco abrumador por falta de costumbre y porque parte de mí quería recuperar el aislamiento que habíamos creado entre nosotros. Al día siguiente regresé a mi casa. Otra amiga, que no había visto en mucho tiempo, me llamó para decirme que se mudaba a una casa bastante grande en las Lomas de Chapultepec, que tenía un estudio independiente que me rentaría al mismo precio que lo que pagaba en mi antro de la Condesa. A los pocos días me mudé y ocho meses más tarde, sin padecer ninguna enfermedad crónica, mi padre murió en la cama de un hospital.

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Éste no era mi primer acercamiento a las manifestaciones del más allá. En la adolescencia mi padre me prohibía salir en las tardes; creo que su intención no era tanto preservarme de los peligros del mundo exterior —drogas, sexo, tráfico de órganos todavía en buen estado— como frustrar mi compulsión por desertar del hogar familiar, de la misma forma en que se les esconde la comida a los comedores compulsivos. El aburrimiento es generalmente mal consejero, y empecé a jugar a la ouija. Para los no iniciados, el juego consiste en una tabla con letras y números sobre la que se coloca un puntero triangular en donde todos los participantes ponen su dedo índice. Teóricamente el puntero debe deslizarse solo y señalar letras, números o las palabras “sí” y “no” (el nombre del juego es una amalgama entre las palabras oui, “sí” en francés, y ja, la misma expresión en alemán), eso permite que los participantes entren en contacto con espíritus que por alguna razón quedaron atrapados entre distintos planos de realidad, en una especie de limbo que les permite todavía ser contactados por los vivos. Aunque jugar con la ouija es la premisa de varias películas de terror, corrían los años ochenta y estas tablas se vendían en la sección de juegos de mesa de los supermercados, con una leyenda que recomendaba su uso para niños mayores de ocho años, ofreciendo a los consumidores mexicanos la oportunidad de practicar el satanismo en familia. En esa misma época había leído las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar y me había marcado la escena donde el emperador y su joven amante Antínoo consultan a una adivina durante una campaña en Egipto. Los oráculos anuncian al emperador un futuro sombrío, plagado de derrotas marciales, de intrigas políticas, de traiciones, pero la pitonisa le ofrece congraciarse con su destino mediante la realización de un sacrificio humano. Adriano, quien tenía la potestad de ofrendar a cualquiera de sus esclavos, se niega, pero unos días después Antínoo regresa solo con la adivina y se entrega él mismo como ofrenda, por amor, para evitar su desgaste y para marcar de manera permanente a su amante.

Tablero de ouija, Kennard Novelty Company de Baltimore CC

Ya con un aval literario, empecé a invitar a algunos amigos a jugar ouija en mi casa, conformando una especie de cofradía. Este juego es un ejercicio de paciencia; nuestras reuniones se prolongaron por unos años y con el tiempo aprendimos a reconocer ciertos espíritus: estaban los que tenían poco interés en comunicarse con nosotros; también los que afirmaban haber tenido lazos con alguno de los participantes en otra vida, y otros con quienes empezamos a relacionarnos. Recuerdo a un espíritu que se movía siempre de forma similar y que decía ser la hija de una amiga; y otro que se entretenía con nuestras visitas y deletreaba la misma palabra: G-L-A-U-C-O-M-A. Aprendimos ciertos códigos y reglas: a los espíritus se les dificultan más las letras que los números pero pueden ver el futuro y sólo una persona debe fungir como interlocutor durante la sesión. Aprendimos también a protegernos con veladoras blancas y un vaso de agua, y que las sesiones, una vez terminadas, deben cerrarse para no dejar portales abiertos. Después de una práctica asidua, dejamos de hacerlo. Un fin de semana fui con un grupo de amigos a una casa en Tepoztlán y en la noche decidimos jugar con una ouija que fabricamos con un espejo y una copa volteada. El espíritu que se manifestó escribió claramente y varias veces “no jueguen”, petición que naturalmente desoímos por la combinación del alcohol y nuestra juventud. De pronto se fue la electricidad y un espejo que colgaba sobre la chimenea se cayó. Creo que esa fue la última vez que jugué.

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Escribe Yourcenar:

Una parte de cada vida, y aun la más insignificante, transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes. Mi impotencia para descubrirlos me llevó a veces a las explicaciones mágicas, a buscar en los delirios de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a darme. Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos, es excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros.

Hace unas cuantas semanas un amigo me recomendó a un astrólogo que le había trazado su carta astral y, después de varios meses de encierro y de entender que los virus constituyen una fuerza selectiva dentro de la evolución humana, decidí contactarlo. Para calcular la mía, el astrólogo necesita mi fecha, hora y lugar de nacimiento, de esta manera es posible identificar la ubicación de los planetas en el momento en que nací. Esta información la tiene que combinar con las doce casas astrológicas, que son divisiones celestes, y los doce signos del zodiaco, que están en constante movimiento en esas casas, con lo que puede deducir patrones energéticos. “Lo que hago es recrear la fotografía del cielo del momento en que naciste”, me explicó vía telefónica. Me envió un mapa y empezó a revelar detalles muy precisos de mi vida: que pesé mucho cuando nací —casi cinco kilos—; que antes de los cuatro años ya me había mudado varias veces de país; hizo una descripción muy precisa y acertada de las dinámicas de nuestra familia; me comentó que actualmente me dedico a la gestión cultural; hizo una sinopsis de mi historia sentimental. Durante la lectura, el astrólogo compartía detalles muy técnicos sobre la posición de los planetas, que yo no entendía, y ante mi desconcierto concluyó diciendo que “la astrología es una herramienta para tomar conciencia de la vida.” Es probable que las manifestaciones paranormales no sobrevivan a una rápida revisión del efecto ideomotor, fenómeno psicológico en el que un sujeto realiza movimientos inconscientes que erróneamente atribuye a una fuerza sobrenatural. Aunque es en el autoengaño que radica precisamente su interés y su enseñanza, hay que resistir a la posibilidad de que una manifestación no sea nada, establecer un pequeño ejercicio de fe donde nuestras habilidades para ficcionar ayuden a asimilar la experiencia. Por el contrario, la lectura astrológica —que no recurre a la adivinación sino a la aplicación de fórmulas matemáticas (ahora a cargo de un algoritmo) que derivan en hechos históricos— plantea retos teóricos mucho más estrafalarios. Si bien las cartas del tarot buscan predecir el futuro, y la ouija hurga en el pasado al contactar entidades no vivas, la información que deriva de los astros establece sobre todo la ausencia de un tiempo real: todo siempre estuvo ahí. La ciencia y la ficción se unen, como escribía Jorge Luis Borges en “El jardín de los senderos que se bifurcan”: “pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo a los astros.” Pasamos de la superstición a la superación personal, de ésta a un panteísmo donde nos convertimos en un metabolismo energético que se enfrenta a varias dimensiones de decodificación de acuerdo con nuestro nivel de conciencia. Nos enfrentamos a un braille rizomático de repeticiones de estructuras, tramas donde un evento contiene la clave de otro evento ad infinitum. Finalmente llegamos a la materia oscura, ese primo lejano del fotón a cargo de la expansión universal, y en esta enorme opacidad silenciosa todo se acomoda para que se produzca el contacto: en alguna parte, un grupo de adolescentes alcoholizados saca una ouija y quiere saber quiénes somos y qué vemos.

Imagen de portada: Cartas del tarot de Marsella. Imagen de dominio público