Estamos ante la novela de un lector. De un lector que ha sabido trasponer las premisas o el ambiente o incluso la textura de las frases de otros libros al texto que está escribiendo, en un juego de ecos y paralelismos que produce un efecto de constelación o diálogo con guiños continuos; pero también ante la novela de un lector en un sentido amplio, capaz de detectar los malestares de una época, de asimilar que un sufrimiento o una pulsión inconfesables, padecidos en soledad, son mucho más comunes de lo que estamos dispuestos a reconocer, y entonces les sigue la pista y los escudriña y elabora en torno a ellos hasta presentarlos como signos de sus tiempos. Si Juan José Saer observó que la mejor ficción opera como una suerte de “antropología especulativa”, el libro de Patricio Pron ha puesto el dedo en la llaga, a través de la fabulación, en la urgencia contemporánea por escapar y abandonarlo todo.
Compuesto por dos historias o nouvelles en torno a la desaparición, el libro se abre como un díptico o un salón de espejos encontrados, aunque hacia el final, en el apéndice, nos enteramos de que hay una tercera pieza que lo complementa, suspendida en el ciberespacio bajo el título de “Sallie Ellen Ionesco”. De allí que el autor prefiera referirse a su obra como una moneda “de tres caras”, donde la tercera correspondería al canto, al borde muchas veces inadvertido que conecta y separa los dos lados. La primera parte gira alrededor de la ausencia, del enigma que deja tras de sí quien desaparece, de la estela de dolor que flota en casa cuando, sin explicaciones, ya no está; la segunda, que antes que una continuación hace las veces de un reverso o contrapunto que tiene mucho de desvelamiento, se centra en la experiencia misma de esfumarse, en la extraña aventura de perder un lugar en el mundo para entregarse al presente perpetuo de la huida. La tercera pieza reafirma que se trata de la novela de un lector: consiste en el subrayado de textos preexistentes, a partir de los cuales construye un epílogo excéntrico, de acento lírico, acerca del daño y el castigo infligido a las mujeres.
Consciente de su linaje al grado de incluir al final una bibliografía comentada, el libro se inscribe en una larga tradición de relatos sobre desapariciones y huidas, algunos de los cuales Pron cita o copia para apropiárselos o parafrasearlos. Todos ellos gravitan alrededor de ese deseo secreto —que solo pocos llevan hasta sus últimas consecuencias— de “desertar de la causa del yo”, de ponerse fuera del juego de la vida, no necesariamente con miras a un nuevo comienzo. Como una reescritura radical de las peripecias del Wakefield de Nathaniel Hawthorne, pero también del Karl Rossman de Franz Kafka en América e incluso de los personajes en fuga sin fin de Jack Kerouac, vemos desplegadas las dos facetas de dejar atrás la identidad y renunciar al sitio que ocupamos en la familia y la sociedad.
Tras un incidente que parecería menor —la puerta que se cierra con el viento y deja en la calle y sin llaves a Edward Byrne—, Pron explora las consecuencias emocionales y prácticas de descubrir de golpe que uno ya no está implicado en el mundo. Las repercusiones de ese desasimiento (que no tiene nada de súbito, pues se remonta a tiempo atrás, a una difuminación paulatina y acaso intencional), son comparables a las de un muerto en vida, un individuo al margen de sí mismo y de su historia que, sin embargo, debe seguir adelante, dejando en el abandono a las personas que creía amar, a las que ha legado la zozobra del hueco y de la pérdida, esa herencia paradójica y demasiado presente parecida a la huella en la pared donde por mucho tiempo colgó un cuadro.
El otro lado de la huida es tan desasosegante que, tarde o temprano, queda marcado por la impronta de la deserción: a los ojos de los demás, y en especial de su hija Olivia (abandonada a los catorce años), la ausencia no sólo se vive con dolor y aprensión por la sospecha nunca acallada de la muerte, sino con coraje y rechazo, con reprobación y furia. Esas reacciones contradictorias y en tensión se resuelven en otras variantes de la huida: la hija se convierte en actriz para vaciar su identidad constantemente; Emma, la esposa, que no sabe si ya es viuda, cava un hueco, un pozo de ausencia con sus propias manos, en una intervención artística que tiene mucho de exorcismo.
Desfasado de sí y de lo que daba continuidad a su existencia, exiliado por cuenta propia pero sin una premeditación clara, Edward se deja llevar por la tentación del anonimato y del no-lugar, por las ventajas relativas de no tener pasado y ya nunca dar cuentas a nadie, no tanto en busca de un renacimiento o del sueño falaz de rehacer su vida, sino en pos de un des-nacimiento, de un proceso de borradura gracias al cual pueda desprenderse de su centro de gravedad hasta convertirse, en el límite del despojamiento, en un discreto cero a la izquierda, ya no como un personaje de Kafka que se mueve en las sombras, sino como uno de Robert Walser. “La ausencia es mi destino”, frase que tiene el sello inconfundible del autor de Jakob von Gunten, podría ser la declaración de principios del protagonista.
Aliviado de ser él mismo, en una especie de desapego absoluto, la huida se transforma en la tentativa de existir lo menos posible, en un ascetismo sin papeles ni pertenencias —ni dinero— que participa de la muerte tanto como de la plenitud y la celebración radical del aquí y el ahora, pues el que escapa y se queda sin lugar y vive a salto de mata se aferra “a la promesa de un presente continuo”, a un horizonte siempre renovado de claroscuros, sobre el que también ha escrito el ensayista francés David Le Breton en Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea.
Si para todos los efectos ya es fantasmal, un recuerdo borroso y equívoco que se adelgaza conforme pasa el tiempo, esa vida de ultratumba —pero sin ataúd— es todavía carnal y palpitante, y en ella cada paso adquiere la dimensión del acontecimiento (pues debe crear las coordenadas que la doten de algún significado). Una vez entregado a su propio ritmo, el sentido del yo se sustituye por el vértigo de lo desconocido, por esa libertad que le permite inventarse sobre la marcha como personaje ficticio. Y ese es, precisamente, uno de los grandes aciertos del libro: lograr que el discurrir de la prosa parezca urdirse sobre la marcha, a la par que los tanteos del protagonista, un poco a la manera del mejor Peter Handke, el de El miedo del portero al penalti.
En vez de abundar en grandes aventuras o sucesos, el libro se construye con numerosas caminatas y recorridos y viajes y cobra un vuelo trepidante sobre todo en el orden mental. Quien ha resuelto irse, ya está en otro lugar aun sin moverse un milímetro; pero a diferencia del alejamiento mínimo de Wakefield —un par de cuadras que equivalen a las antípodas—, Edward Byrne camina y camina con la idea de no saber a dónde va. Andar a la deriva tiene ya algo de ejercicio de desaparición; una voluntad de situarse al margen de la vida práctica y establecer sólo relaciones provisionales y fugaces. Tan profundo es el llamado a perder su lugar, a convertirse en “un paria del universo” que, apenas se establece una rutina o un atisbo de familiaridad, el protagonista escapa incluso de sus refugios temporales.
Si desde el punto de vista estilístico el libro adopta la forma de una deriva permanente, un flujo continuo que no excluye la complejidad ni el enredo, la prosa de Pron también huye de algo, no está muy claro de qué ni tampoco en qué dirección. La respuesta fácil sería concluir que, al amparo de técnicas literarias liminares y en su tiempo experimentales como las de Virginia Woolf y Henry James, quiere desmarcarse de la sintaxis bien portada de muchas novelas contemporáneas y de una idea más bien sosa de eficacia narrativa y su acostumbrado estilo lineal y correcto. Pero hay más, mucho más, ya que La naturaleza secreta de las cosas de este mundo también despliega una apuesta y no únicamente un distanciamiento. Por lo que pude detectar, en el curso de la narración aparece dos veces la frase que da título al libro, y en ambas me pareció descubrir una pista de aquello que Borges señalaba como la clave secreta que se esconde al interior de cada libro: en la primera, en la página 89, la línea está ligada a la indeterminación y el doblez, esto es, a la incertidumbre y la multiplicidad de sentidos con que se carga todo suceso y también inevitablemente su descripción, los intentos de asirlo o de fijarlo en palabras; en la segunda, en la página 203, está vinculada al papel que desempeña la ficción en nuestras vidas, a esa necesidad de imaginar que las cosas pueden ser distintas de como son. Tal vez se trate de eso: de una propuesta afincada en el suelo inestable de la duda y la indeterminación y, asimismo, en la fuerza subversiva de concebir otros mundos posibles y dibujarlos para que el lector reconozca en ellos sus propios anhelos y sus impulsos inconfesables.
Anagrama, Barcelona, 2023
Imagen de portada: Paul Klee, Casa giratoria, 1921. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza